Parece por lo menos intrigante que, si la lectura es cosa tan buena como se dice, haga falta estar haciéndole tanta promoción todo el tiempo. Se insiste, una vez y otra, en los diversos provechos que podrían gozar quienes la adoptaran como un hábito —si bien no suele hablarse de los efectos adversos que pueden sufrir quienes ya leen: soledad, desengaño, recelo, alucinaciones, incapacidad creciente de acomodarse a la famosa realidad, fracturas de la armonía familiar, vista cansada, pérdida de poder adquisitivo, etcétera—. ¡Hay que leer!, y en esta consigna parece latir la certeza de que, al agarrar un libro y dedicarle algunos minutos, las personas y sus vidas habrán de mejorar como por ensalmo, de que la Patria se salvará y ya no habrá corrupción ni huachicol, y no sólo abandonaremos los últimos oprobiosos lugares en los rankings internacionales, sino que además seremos ciudadanos más justos y respetuosos y felices y todo será pura sabrosura.
Cansa, esa cantaleta que vuelve cada tanto. Ahora viene acompañada por la intención, del flamante encargado del despacho del FCE, de abaratar los libros (y no nomás los que hace la editorial bajo su responsabilidad), y del gobierno federal de construir más y más librerías por todo el territorio nacional. Y la cantaleta vuelve, me da por pensar, porque es fácil entonarla y porque con ella se eluden asuntos siempre más graves y urgentes que ni el hábito de la lectura ni el perfeccionamiento moral de la sociedad arreglarían por sí solos. Ni el hambre ni las balaceras ni las fosas clandestinas ni el saqueo del país van a remediarse con cerros de libros de a diez pesos.
Por lo demás, como siempre, no se dice nunca qué es lo que habría que leer y por qué (¿las «locuras» del susodicho?). Y se soslaya que, a fin de cuentas, por más que se abaraten los libros —y así los regalaran—, quien no quiere ni puede leer ni le interesa sencillamente no va a hacerlo. Por el inveterado desastre educativo que todavía habrá de lastrar a este país a lo largo de varias generaciones, gracias al cual la lectura es una actividad tan mal comprendida, por una parte, y también porque la lectura, como último reducto de libertad, es cosa personalísima.
J. I. Carranza
Mural, 31 de enero de 2019