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Libreros

Tarde, como por lo general va ocurriéndome con todo, descubro las plataformas de streaming de libros. Seguramente la mayor parte de mis lectores —gente de razón, bien informada, actualizada— sabe ya qué es eso, pero por si hay alguien que aún no se entere, son empresas como Netflix y similares, sólo que con libros en lugar de películas y series. (Y no nomás libros: también cómics o pódcasts o audiolibros, pero ese universo sigue resultándome ajeno). No son bibliotecas ni librerías, aunque uno hace en dichas plataformas más o menos lo mismo que se hace en unas y otras, con la diferencia de que no adquieres los libros ni te los prestan. ¿Se alquilan? No sé si sea el verbo correcto… Lo mismo que Netflix y similares, el acceso se obtiene mediante el pago de una suscripción que pone a tu alcance todo el catálogo; la diferencia con otras vías de distribución de libros electrónicos es que no te quedas con ellos (aunque ahí siguen para cuando los necesites). Bueno, el caso es que yo sabía, sí, de su existencia —Bookmate, la que empecé a usar, se fundó en 2010—, aunque no me había asomado a ver qué pasaba ahí. Y ya fui, por fin.

       (Reparo en que el párrafo anterior cobró forma a partir de una especie de culpa o vergüenza por llegar tarde adonde, se supone, ya todo mundo tuvo que haber llegado. Como si importara llegar antes a nada. En general, la acumulación de años vividos va aligerándonos de las prisas por ser pioneros, por ganar carreritas ociosas, y habría que apreciar cómo nos vemos así librados de ansiedades infructuosas, a salvo de cargar con más frustraciones que las que ya de por sí nos esperan camino de la tumba).

       Y fui más bien por casualidad, porque hace unos días, cuando se presentaron los preliminares de lo que traerá la Unión Europea a la próxima edición de la FIL, mi amiga @Ana_Luelmo, gran lectora, publicó en un tuit la «estantería» que ha venido haciendo, precisamente en Bookmate, con libros de autores europeos a cuyo juicio vale la pena leer. Entiendo que esta publicación tiene el propósito de animar a quien explore esa «estantería» para que se ponga en sintonía con lo que pasará en la FIL. Pero también —y creo que aquí está lo mejor del asunto— advertí, o quise creer, que el gesto de compartir así los hallazgos y las recomendaciones, tan natural entre las personas que leen, se ve facilitado y, por así decirlo, potenciado gracias al funcionamiento de la plataforma, que brinda herramientas para que quienes leemos nos encontremos y compartamos. Cosa que no necesariamente pasa, o no de modo tan espontáneo, en una biblioteca ni en una librería (ni en una feria del libro, si a ésas vamos).

       Total, que ahí me la he pasado. Casi enseguida me suscribí (el costo por mes es el de un café y una dona en un lugar someramente mamuco), empecé a «seguir» la «estantería» de mi amiga, fui ya armando las mías. Y me puse a leer.

       Ahora bien: como no hay felicidad sin angustia, resulta que justo la semana pasada, en casa, mandamos a hacer un librero bastante monstruosito, por sus dimensiones, con la esperanza de poner al menos una solución provisional al caos derivado de la proliferación incesante de libros que han ido amontonándose donde no deben: en cualquier rincón, sobre y debajo de muebles y mesas, en el suelo, torres cada vez más temerarias. Lo peor es que ese caos hace que la biblioteca sea inmanejable: estamos llenos de libros, pero como no sabemos cuáles son ni dónde están, es como si no tuviéramos ni uno solo. El librerote encargado, de pared a pared y del piso al techo, nos ilusiona pensar que va a ayudarnos a imponer el orden que ya desesperó a todos los demás libreros que hemos ido amontonando. Pero lo inquietante del asunto es que fuera justamente eso lo que se nos ocurrió, abrir espacio para más libros, antes que ninguna otra solución: por ejemplo deshacernos de todos los que no nos hacen falta, los odiosos o los vergonzantes, los inservibles o los deteriorados, los infames o los repetidos, los que nadie sabe de dónde llegaron o aquellos cuyas materias son impenetrables, los indescifrablemente exóticos, los feos y los malos y los que nomás estorban, los que han permanecido retractilados a lo largo de los años porque jamás nadie va a abrirlos… No, ni nos lo planteamos. Ni tampoco, desde luego, nos pasó por la cabeza dejar de acumular más.

       Por lo mismo por lo que cada vez más frecuentemente llego tarde a las novedades, ahora pienso que difícilmente acabaría por mudar del todo mi vida lectora al streaming: para qué. Como dice la canción que canta Bob Dylan, «Why try to change me now?». Además, está el encanto imprescriptible de la materialidad de la experiencia: esa justificación sentimental o sensorial de quienes nos aferramos a pasar una tarde curioseando en una librería o a visitar con toda calma una biblioteca para ver qué descubrimiento nos está deparado. (Pienso sobre todo en las librerías independientes, pues las grandes cadenas están cada vez más atestadas de basura y las novedades que tienen son las mismas que puede uno hallarse en Bookmate o similares, y pienso también en las bibliotecas públicas, que es adonde habrá que ir a refugiarse cuando llegue el fin del mundo, porque ahí ese fin no va a llegar). ¿Y se podrá alternar una vida y otra? Confío en que sí.

El carpintero, pues, ya está manos a la obra. Chamba no le va a faltar.

J. I. Carranza

Mural, 2 de julio de 2023.

Tachaduras

Hace unos años, antes de que lo convirtieran casi por completo en un órgano de propaganda del régimen, el Canal Once incluía en su programación infantil varias maravillas: producciones mexicanas y extranjeras que mostraban formas de vida distintas, que abrían generosos accesos a la curiosidad científica, que alentaban a los pequeños televidentes a la vivencia del arte, que promovían reflexiones sobre la justicia, la libertad, la solidaridad… Era evidente que esa programación tenía su eje en un respeto absoluto por la inteligencia de niñas y niños. Algo sobrevive, es cierto: veo que aún se transmite, por ejemplo, la serie mexicana Kipatla, orientada a hacer ver la importancia de que todas las personas tengan los mismos derechos, o la británica Operación Ouch, sobre medicina, salud, cuidado de uno mismo y de los demás). Pero el programa que recuerdo con más admiración era Historias horribles.

       Se trataba de una producción también británica que enseñaba Historia, pero centrándose en sus aspectos más repulsivos, descarnados, sangrientos y mortíferos. Los protagonistas de los relatos (es decir, los protagonistas de la Historia) eran exhibidos con especial atención en sus defectos más odiosos o temibles, en toda su maldad o su ridiculez, orates o monstruos o imbéciles poseídos por la codicia, por la locura que da el poder, por la superstición o por la sed de venganza. Las recreaciones de los episodios históricos, a cargo de un elenco muy dotado, estaban urdidas con un humor renegrido e infalible y no escatimaban datos sobre todo tipo de vilezas de que es capaz el ser humano. En fin, una chulada que nos encantaba ver con nuestra niña, que para entonces tenía unos seis o siete años. (A veces, su mamá y yo nos preguntábamos si aquello no estaba demasiado manchado, para decirlo con toda propiedad. Pero la risa de la criatura nunca se trocó en espanto).

       He estado acordándome de Historias horribles a raíz de lo que ha pasado recientemente con los libros de Roald Dahl (¡otro británico!). Lo cuento rápido para quien no se haya enterado —los escándalos en literatura son siempre relativos y rara vez tienen mucha resonancia—: resulta que la editorial de esos libros (Puffin), entre los que se cuentan Charlie y la fábrica de chocolateMatildaLas brujas, entre muchos otros, se puso a espulgar las expresiones o palabras que puedan considerarse ofensivas y a reemplazarlas por otras más aceptables. O a suprimirlas. Términos que aluden a características corporales de los personajes, principalmente: quien era «fea» ya no lo será más; quien era «gordo» ahora será «enorme», etcétera. Luego de que saliera a la luz, la noticia activó los previsibles debates en torno a los límites de la paranoia y los excesos de la llamada corrección política, así como acerca del menosprecio de la inteligencia de los lectores más jóvenes, la hipocresía de los adultos que pretenden proteger a esos lectores de un mundo que esos mismos adultos envilecen todos los días, o ese malentendido recurrente que es la supuesta inviolabilidad de las obras de arte.

      Autores como Salman Rushdie (quien algo sabe de libros considerados ofensivos) se manifestaron pronto contra lo que estaba haciendo la editorial —con la anuencia de los herederos de Dahl, hay que precisarlo: ¿quieren asegurar que el autor siga siendo legible de acuerdo con la sensibilidad de los tiempos que corren?—. Y la cosa creció hasta que la reina Camila tronó y exclamó, luego de darle un traguito al té en su club de lectura y de componer una sonrisa terminante y seguramente escalofriante: «Ya estuvo bueno», expresión que para sus súbditos debe de equivaler a una colérica conminación a ponerle un alto a la censura. Porque de eso se trata, a fin de cuentas: de una nueva erupción de lo que J. M. Coetzee ha definido como «la pasión por censurar», sólo que hoy esa pasión ya está abrazándola ventajosamente el mercado, tanto como siempre habían venido haciéndolo los políticos y los fanáticos de cualquier signo. Y, para censurar mejor, las editoriales —y algunos angustiados autores también: la peor forma de la censura es la autocensura— contratan «sensitivity readers» para que adviertan a tiempo sobre cualquier contenido potencialmente majadero, cruel, susceptible de ser leído como injurioso o humillante: son los nuevos inquisidores, pero a sueldo (en la estupenda serie sueca Amor y anarquía —en Netflix— se puede apreciar cómo funcionan).

Sospecho que en estos debates suele perderse de vista que ningún libro es inatacable del todo y siempre habrá lecturas que le encuentren algo objetable o reprobable, pero al mismo tiempo todo libro, desde el momento mismo en que sale a la luz, es definitivo: ya dijo lo que dijo, y no hay remedio. La censura siempre apuesta contra la memoria y por eso es siempre preocupante e inadmisible, pues lo único que somos es memoria —aunque esté hecha de barbaridades—. Historias horribles incluía un segmento llamado «Muertes estúpidas» que contaba los finales absurdos o grotescos de personajes célebres y acababa con una cancioncita inolvidable: «Muertes estúpidas, / ¡y el próximo eres tú!». Eso siempre acaba por poner todo en su sitio: no hay muerte que no sea estúpida, y para allá vamos todos, pese a nuestra arrogancia y nuestras ansias de pureza. Mejor entenderlo desde chiquitos.

J. I. Carranza

Mural, 26 de febrero de 2023.

¡Hay que leer!

Parece por lo menos intrigante que, si la lectura es cosa tan buena como se dice, haga falta estar haciéndole tanta promoción todo el tiempo. Se insiste, una vez y otra, en los diversos provechos que podrían gozar quienes la adoptaran como un hábito —si bien no suele hablarse de los efectos adversos que pueden sufrir quienes ya leen: soledad, desengaño, recelo, alucinaciones, incapacidad creciente de acomodarse a la famosa realidad, fracturas de la armonía familiar, vista cansada, pérdida de poder adquisitivo, etcétera—. ¡Hay que leer!, y en esta consigna parece latir la certeza de que, al agarrar un libro y dedicarle algunos minutos, las personas y sus vidas habrán de mejorar como por ensalmo, de que la Patria se salvará y ya no habrá corrupción ni huachicol, y no sólo abandonaremos los últimos oprobiosos lugares en los rankings internacionales, sino que además seremos ciudadanos más justos y respetuosos y felices y todo será pura sabrosura.

Cansa, esa cantaleta que vuelve cada tanto. Ahora viene acompañada por la intención, del flamante encargado del despacho del FCE, de abaratar los libros (y no nomás los que hace la editorial bajo su responsabilidad), y del gobierno federal de construir más y más librerías por todo el territorio nacional. Y la cantaleta vuelve, me da por pensar, porque es fácil entonarla y porque con ella se eluden asuntos siempre más graves y urgentes que ni el hábito de la lectura ni el perfeccionamiento moral de la sociedad arreglarían por sí solos. Ni el hambre ni las balaceras ni las fosas clandestinas ni el saqueo del país van a remediarse con cerros de libros de a diez pesos.

Por lo demás, como siempre, no se dice nunca qué es lo que habría que leer y por qué (¿las «locuras» del susodicho?). Y se soslaya que, a fin de cuentas, por más que se abaraten los libros —y así los regalaran—, quien no quiere ni puede leer ni le interesa sencillamente no va a hacerlo. Por el inveterado desastre educativo que todavía habrá de lastrar a este país a lo largo de varias generaciones, gracias al cual la lectura es una actividad tan mal comprendida, por una parte, y también porque la lectura, como último reducto de libertad, es cosa personalísima.

 

J. I. Carranza

Mural, 31 de enero de 2019

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