En las reacciones desconcertadas que han ido sucediéndose tras las decisiones con que está debutando el nuevo gobierno federal —un gobierno que, para llegar a serlo, se abanderó en la esperanza y la ilusión, esos alimentos con que tanto engordan la decepción y el chasco— hay un aire generalizado de inocencia resquebrajada. La militarización del país, la ocurrencia imperante como garantía de que en adelante habremos de ir acomodándonos a una economía descabellada, el desdén de siempre —refrendado ahora con cinismo— por la cultura y la educación, la relegación del respeto a los derechos humanos y a los derechos laborales, el tren y las políticas energéticas ecocidas, la inminente depauperación del agro, la opacidad y la arbitrariedad ahora disfrazadas de consultas públicas… Cuanto ha ido conociéndose va suscitando una perplejidad que tiene su antecedente directo en el entusiasmo recabado con tesón por el líder del partido triunfante a lo largo de doce años.
¿En qué medida el resultado de la elección estuvo dictado por la inocencia? Podría pensarse que, tras décadas de presenciar el desastre, la inocencia —entendida como una forma de comprensión de la realidad— habría sido extirpada de la conciencia nacional. Pero ya se vio, entonces, y está viéndose más ahora que revienta por todos lados, que sigue decidiendo de modo determinante nuestra pobre inteligencia de lo que ocurre. Sobran las razones para que hace mucho tiempo la hubiéramos perdido o, al menos, hubiéramos aprendido a estar alertas ante los fracasos a los que siempre nos conduce. Pero no: en la historia reciente, llena de horror y miseria y sangre, nos hemos aferrado a la inocencia y ésta no ha hecho sino depravar más el presente.
Desde que conocí su explicación, siempre me impresionó que la conmemoración de los Santos Inocentes tuviera su origen en una masacre espantosa, y creo que algo hay de siniestro en que sea ocasión de hacer bromas y timos. Ahora, a la vista de lo que pasa, pienso que es el día óptimo para reconocer esa causa de nuestro destino: somos unos inocentes.
Si acaso no es pecar —más— de inocencia, feliz año nuevo. O, al menos, que sea menos cruel que los que nos han traído hasta aquí.
J. I. Carranza
Mural, 27 de diciembre de 2018