Un hombre, ya entrado en años, pero no viejo, a paso lento, pero no cansado, avanza por el pasillo vacío de una escuela. Usa un traje gris de tres piezas y sólo lleva consigo el portafolios de piel en la mano derecha; la otra mano va guardada en su bolsillo, la mirada parece ir reconociendo ya las visiones que convocará unos minutos más adelante, se diría que va al mismo tiempo concentrado y distendido. Entra al aula: por sus dimensiones y por la disposición del espacio es una suerte de anfiteatro, de los que se destinan en las universidades a las clases más importantes. Todas las butacas están ocupadas y el barullo de las conversaciones no se interrumpe con la aparición del profesor, en lo alto. Baja unos escalones, ya está dentro, y es entonces cuando su voz resuena, fuerte y clara, y termina de materializar su presencia. «Damas y caballeros», dice, mientras sigue bajando hacia el lugar donde lo esperan el escritorio y el pizarrón, «hay dos millones de palabras en este curso: las obras de las que nos ocuparemos contienen un millón de palabras, y ustedes van a leer cada una de esas obras dos veces…». Sobre el murmullo de risas nerviosas, el profesor obsequia todavía un par de bromas más, acerca del nacimiento de la literatura, y entonces acomete su asunto: «Franz Kafka y La metamorfosis», anuncia, con una mezcla de reverencia y exultación, y el silencio se afirma y todos los estudiantes empiezan a tomar notas.
El profesor es Vladimir Nabokov, interpretado por el actor Christopher Plummer en un cortometraje que recrea una de las clases que impartió en la Universidad de Cornell entre 1948 y 1959 (el título es Nabokov on Kafka y está en YouTube). Basada en los libros que recogerían esas clases sobre literatura europea y rusa, la película despliega algunas de las ideas más importantes del autor de Lolita acerca del escritor checo y, también, acerca de lo que la experiencia de encuentro con el arte y la literatura puede hacer con nosotros: «Belleza más piedad», afirma Nabokov antes de entrar a la disección de la historia del hombre convertido en insecto: «es lo más cerca que podemos llegar a una definición del arte […] Donde hay belleza, hay piedad, por la sencilla razón de que la belleza tiene que morir. La belleza siempre muere…». Conforme la clase avanza, la voz del profesor conduce a sus estudiantes a la confrontación con verdades sobrecogedoras, facilitándoles una comprensión profunda de la obra de Kafka que, de otra forma, seguramente jamás habrían podido tener.
Desde que descubrí este corto, yo quedé impresionado, sí, por las ideas de Nabokov, pero también por su desempeño como profesor —de creer, claro, que esta adaptación cinematográfica sea leal con la realidad histórica, pero no encuentro motivo para no creerlo—: el poderío histriónico de su voz, dotada con las inflexiones precisas para la intensificación del significado de cada palabra, y el modo en que sujetaba la atención de sus alumnos y cómo compensaba esa atención con revelaciones insospechadas. Y su determinación evidente de que el examen de la obra de arte —esa exposición en que consistía su clase— fuera, a su vez, una forma de arte, abriendo en la emoción de los estudiantes/espectadores un acceso privilegiado al conocimiento. Poseedor, como novelista, de todos los atributos que Harold Bloom exigía para la fuerza estética (originalidad, dominio del lenguaje metafórico, poder cognitivo, sabiduría, exuberancia en la dicción), el profesor Nabokov también ponía esas destrezas al servicio de la tarea importantísima de que sus alumnos supieran de qué fue capaz Kafka y qué tendría que significar eso para cada quien.
Y he pensado —y lo voy a decir con todo el candor que resulta de declarar nuestras más sinceras ilusiones—: así como nada me habría gustado más, en mi vida como estudiante, que tener un profesor así, del mismo modo nada me gustaría más, en mi vida como profesor, que acercarme a ser un profesor así. Evidentemente, ante la imposibilidad cósmica de ser Nabokov, a lo que me refiero es sólo a una aproximación. Y lo cierto es que, en el elenco de quienes alguna vez tuvieron la responsabilidad de hacerme saber algo que no sabía, hubo quienes se aproximaron también a este ideal: más de alguna vez habré experimentado algo parecido a lo que debió de pasarles a los estudiantes de Nabokov —para no ir más lejos, cuando tuve como profesor a Juan José Arreola hablando de Borges y «El aleph»—. Pero vuelvo a lo que me ocurre hoy, cuando delante de un grupo a mi cargo yo tengo presente el ejemplo del ruso y no dejo de preguntarme cómo hacer para lograr siquiera un reflejo de esa hechicería, de ese prodigio que habrá sido tener clases con él.
No sé qué tanto de anacrónica tenga esta ilusión, ni en qué medida la vuelven irrealizable las condiciones imperantes hoy en la enseñanza. Vengo de cerrar uno de los cursos más deprimentes que recuerdo en mi trayectoria, en el que no sólo no pude suscitar la curiosidad de la mayoría de mis estudiantes ni alentar su participación ni mitigar su indolencia ni su tedio, sino que ni siquiera logré hacer que prendieran las malditas cámaras de sus computadoras casi nunca (¿qué habría hecho Nabokov dando clases por Zoom?). Habrá que perseverar, supongo, en este tiempo en que la atención es un recurso natural ya casi inexistente.
J. I. Carranza
Mural, 14 de mayo de 2023.