¿Quién conserva intactos y tiene a la mano los libros que el Estado mexicano le entregó mientras cursaba la primaria? Yo no tengo la menor idea acerca de lo que pasó con los míos… y ahora mismo caigo en cuenta de que me resulta difícil usar este posesivo, «míos», pues tengo presente cómo cada año, al repartírnoslos, las maestras nos hacían sentir que no se trataba propiamente de un obsequio sino de la confirmación de una responsabilidad que contraíamos con la Nación, como si estuviéramos recibiéndolos en custodia y nunca terminaran de ser sólo nuestros; imagino que en todo ello había alguna reverberación de las etapas más recias de la educación socialista en México, y que por ahí se nos intentaba colar algún principio de desprecio por la propiedad privada, o tal vez alguna noción del bien común y del deber patrio.

       No sólo imagino esto que acabo de escribir. Gracias a que está disponible para su consulta el catálogo histórico de la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos (historico.conaliteg.gob.mx), el recuerdo me lleva directamente a consultar la tercera de forros del libro de Ciencias Sociales que tuvimos en nuestras manos quienes cursamos el sexto de primaria entre 1982 y 1983. Y, como esperaba, me encuentro ahí el cuadro que se repetía en los libros de todas las otras materias y de todos los otros grados, encabezado por la admonición estatista y en mayúsculas: «ESTE LIBRO ES PROPIEDAD DE LA REPÚBLICA MEXICANA». Destinada a inhibir la comercialización del libro, en principio, pero también cualquier intención de «llevarlo o mandarlo fuera del país» —las paranoias ideológicas de aquellos tiempos priistas eran más espesas que las actuales, hay que reconocer—, esa advertencia también buscaba imponer una condición: «Para que lo use y lo conserve se entrega en forma absolutamente gratuita, pero con la condición de que lo cuide, a…» (y seguían los espacios para rellenar con el nombre del educando y los datos de su escuela).

       Yo creo que sí cuidé mis libros, pues no recuerdo haber perdido nunca alguno, o que se me hubiera maltratado al punto de quedar inservible —y mucho menos haberlos destrozado, eso es de animales—. También, desde luego, recuerdo haberlos usado, y esa memoria ha venido a reactivarla de un modo absolutamente sorprendente la visita al citado catálogo de la Conaliteg: cuatro décadas no han sido suficientes para borrar por completo las imágenes de las portadas, las ilustraciones que enriquecían las páginas de lecturas y ejercicios, y especialmente el tono general de una forma de educar, entre la severidad y la ternura, que cobraba forma en las palabras de quienes escribían esas páginas —tengo una especial gratitud y un imborrable amor por la presencia de Armida de la Vara, responsable de un buen número de adaptaciones de clásicos de la literatura universal que muchos niños conocimos gracias a su trabajo en esos libros: seguramente una de las educadoras más importantes para varias generaciones de mexicanos.

       Lo que no hice fue conservar mis libros. ¿Por qué? ¿Dónde quedaron? Tengo claro que a partir de los 14 años, cuando ya patinaba a toda velocidad por la pista de la adolescencia, empecé a hacerme cargo de mi biblioteca personal, con los primeros libros que elegí por mi cuenta y que fueron acomodándose junto a los que mis papás me habían escogido desde la niñez (muchos de los cuales asombrosamente conservo, y algunos incluso han ido a parar directamente al librero de mi hijita, con mi esperanza de que alguna vez lleguen a azorarla como lo hicieron conmigo, en especial la colección Cómo hacer…, editada en España, además de los volúmenes de una enciclopedia musical). Pero ¿por qué decidí, o alguien decidió por mí, que los libros de texto gratuitos no había que atesorarlos? De no ser porque están disponibles en línea, mi memoria acabaría por extraviarlos definitivamente. No creo que hayan sido donados, pues cualquier niño recibiría los suyos llegado el momento (era uno de los frutos de la Revolución mexicana que veíamos verificarse sin mayores problemas año con año), y me cuesta creer que fueran desechados. Casi es como si no hubieran existido en realidad.

Según el catálogo histórico que he venido refiriendo, los libros que me tocaron fueron los de la Generación 1972 (el año en que nací, por cierto). Ocho «generaciones» más se han sucedido desde entonces, y es la novena la que hoy mismo tiene vociferando a fanáticos y ridículos y necios y miserables de un lado y otro. Incapaz de ningún juicio que no sea superficial o sesgado (porque ni soy especialista ni soy hipócrita y espero no ser oportunista), al echar un vistazo a esta última edición mejor me abstengo y me regreso a repasar el recuerdo de los libros que llevé. Y, cuando mucho, me animo a aventurar que no sobran muchas razones para que los niños de hoy sostengan una relación distinta con sus libros de la que sostuvimos los niños de hace casi medio siglo, y lo más seguro es que de esa relación quedará sólo una impresión borrosa y cada vez, al paso de los años, más difícilmente descifrable. Será objetivamente escasa la medida en que su comprensión de las cosas quede configurada por lo que digan esas páginas (otras cosas pesan más en la vida, siempre). Y al final ignorarán dónde acabaron quedando y para qué les pudieron servir.

J. I. Carranza

Mural, 6 de agosto de 2023.