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Mucha risa

Perdón por venir a apestar el domingo con el asunto palaciego que nos entretuvo en la semana, pero se me hace que hay un par de cositas que falta considerar. Total, que al menos el entretenimiento dispuesto por la corte nos deje alguna reflexión que acaso se traduzca en algún aprendizaje, y no nomás todo quede en bilis y vergüenza. Hablo, claro está, de la sordera selectiva del Presidente, de cómo su actitud marrullera esta vez le jugó en contra, de las consecuencias que ello podría tener.

       Ya se ha señalado, pero además es tan evidente que hay poco espacio para las interpretaciones: el chiste que contó López Obrador para no hablar de la desaparición de los muchachos de Lagos tenía el propósito de funcionar como parábola, es decir, como una historia de la que se desprendiera una enseñanza. Dado como es a ejercer de profesor (de historia, de moral, de sociología, de política, de economía, de periodismo, de música popular, de lo que se le antoje), en sus «mañaneras» el Presidente frecuentemente se siente llamado a reconvenir a los reporteros por sus descarríos, a mostrarles el buen camino, a instruirlos, y para ello suele servirse de consejas, anécdotas, episodios de las vidas de los próceres, pasajes del Evangelio, dichos y refranes, recuerdos de su cosecha y, por supuesto, chistoretes. A veces se avienta buenas puntadas, hay que reconocer. Y no tiene miedo al ridículo. Al menos dos veces se ha puesto a balar como borrego.

       (Es una materia fascinante, la producción cómica de López Obrador, al margen de las risas que recaude en cada ocasión —por desgracia, casi siempre se oye el murmullo de los reporteros presentes, que le ríen hasta los chistes más cebos: ¿les preocupa quedar proscritos si no se suman al coro?—. ¿Cuáles son sus motivos para payasear como lo hace? Yo tengo dos conjeturas principales —no está a mi alcance otra cosa pues no puedo entrar en la cabecita del Presidente—: una, que se permite esas evoluciones de su discurso porque entiende que, al convidarnos a reír con él, nos transmite tranquilidad, confianza, como si la posibilidad de decir mensadas y deslizar entre ellas su risita fuera una demostración de que nada está tan mal como nos quieren hacer creer. Lejos de asumir con gravedad o al menos seriamente la realidad que atiende desde ese espacio, con sus ocurrencias y sus ironías quiere infundir en esa realidad una ligereza que nos la haga más manejable. La otra conjetura es que se trata de la risa de los puros: la manifestación pública de la convicción profunda que el Presidente tiene de no ser culpable de nada —por ejemplo del modo en que el Estado les ha fallado a los miles de asesinados y desaparecidos de los últimos sexenios, incluido éste—, la certidumbre de que está haciendo lo correcto y de que su rectitud personal y el rumbo que le marca a su grey son lo que necesita este presente para convertirse en un futuro de concordia y amor y justicia universal. Ríe y convida a reír con él porque se sabe inocente y noble e inatacable).

       El chiste del sordo, entonces, lo que quería hacerles entender a los reporteros era: «No oigo lo que no me conviene». O, para decirlo de forma acaso más precisa: «Cuando oigo lo que no me conviene, me hago pendejo». Como estaba sucediendo en el momento mismo de contar el chiste. Pero esta vez no calculó, evidentemente, la reprobación que le acarrearía esa gracia. De inmediato, y con gran resonancia, se vio denunciado en su sevicia, pues la indiferencia al dolor ajeno desde una posición como la suya —desde el más elevado sitial de la Nación— es impiedad reconcentrada, vileza sin más… O si no fue eso, fue mera tontería insensible, ofuscamiento, desatino —pero no: el Presidente está lejos de ser tonto, todo lo contrario—. Como sea, no midió las reacciones que desencadenaría, y entonces, ahora sí echando mano de toda su astucia, el «control de daños» consistió en victimizarse y colocarse al centro de la gran conspiración de los dueños de los medios que habrían aprovechado la ocasión para fabricar una infamia contra él.

      Y mientras esto pasaba, cuando ya estábamos alegando si oyó o no, o si el chiste fue cándido o pérfido, los cinco muchachos de Lagos y las decenas de miles de personas desaparecidas en México seguían sin estar donde tienen que estar. ¿Qué está haciéndose para que esa desgracia cese? Ése está lejos de ser el tema de la conversación, o es más bien que estamos sordos a él.

Iracundo y rencoroso, es de temerse que el Presidente abra las compuertas a sus ansias de venganza. El «acuse de recibo» que hizo, dirigiéndose a los dueños de los medios que considera adversos (todos lo que no ensalcen sus acciones, hagan eco de su ideario, glorifiquen sus dichos o le festejen los chistoretes), imputándoles directamente el revuelo ocasionado por su chiste fallido del sordo, marca, quizás, el inicio de la ofensiva que el mandatario más poderoso y temible desde Gustavo Díaz Ordaz podrá emprender contra la prensa crítica, y ya tendríamos que ir imaginándonos las consecuencias —por ejemplo mirando hacia Nicaragua o hacia cualquier otro de esos países de los que al Presidente de México no le gusta hablar—. ¿Y se le irá a quitar lo chistosito, de aquí en adelante? No parece posible. Pero ya podríamos ir figurándonos con más claridad qué hay detrás de esa risa.

J. I. Carranza

Mural, 20 de agosto de 2023.

Una de Chico Che

«¿Por qué no pones la de Chico Che?», pidió el Presidente, para redondear con una canción de su paisano el reconocimiento de los numerosos males que lo aquejan. Se refería a la pieza «Que no me quiso el Ejército», donde —como el mismo Presidente tuvo el primor de explicar— el cantante describe todas las dolencias que le impidieron alistarse como soldado. La canción, desde luego, pronto sonó por todo lo ancho del Salón Guillermo Prieto de Palacio Nacional, mientras en la pantallota se proyectaba la imagen del músico de los lentes oscuros y el eterno overol. (Un amigo me contó, yo no lo vi y cómo lo lamento, que una vez se encontró a Chico Che de paseo en Plaza del Sol, con su atuendo característico, pero además armado con un bat, supongo que para espantarse a los fans encimosos y jodones). Extrañamente, el Presidente, tan afecto al ritmo pegadizo del autor de «¡Uy, qué miedo!» (pieza que López Obrador dedicó recientemente a su homólogo Joe Biden), no baila. ¿Se aguanta? Porque se ve como que le dan ganas. Al menos podría mover la patita. Pero no, ni tampoco tararea: nomás se ríe mientras la canción transcurre de principio a fin —no es tacaño, el Presidente: nada de que nomás una probadita y seguimos donde nos quedamos; al contrario, ahora nos la chutamos hasta que se termine—. Se ríe y mira a su público, complacido.

      Dicho sea de paso, Chico Che se sirvió muy bien de la realidad nacional para sus creaciones, empezando por el nombre de su grupo, La Crisis, cifra inmejorable de los años en que puso a bailar al país (los ochenta, principalmente). Su repertorio fue nutrido por algunos de los fenómenos más emblemáticos de su tiempo: sismos, elecciones, desigualdad y rencor social («Quén pompó»), las fechorías del Negro Durazo, etcétera, amén de las predecibles composiciones alusivas a las relaciones amorosas, sus embelesamientos, sus alegrías y sus decepciones («¿De quén chon?»). Así que hay justicia poética en el hecho de que hoy, a más de treinta años de su muerte, el Presidente se empeñe en volverlo la banda sonora de su ideario y de su paso por la Historia. Mejor eso que Silvio Rodríguez o inmundicias similares.

      Creo que, más allá de las impresiones primeras que suelen activar estas aparentes ocurrencias del Presidente, vale la pena detenerse en el significado de su risa, de esa risa que le da cada que sale con una payasada como la de antier. Yo tengo muy presente, por ejemplo, el día en que, de la nada, en una «mañanera» se puso a recordar a Jorge Arvizu, «El Tata» (leal partidario suyo al que considera ejemplar), y luego se acordó de que suya había sido la voz de Benito Bodoque, el personaje de Don Gato y su Pandilla, y de repente, con expresión alegre y evidentemente inspirado, pidió: «A ver si no está Benito…». Y entonces le proyectaron un pedacito de la caricatura, y él divertidísimo, risa y risa, como esta vez, cuando aprovechó la ocasión para terminar de minimizar las revelaciones de su precario estado de salud debidas al hackeo espectacular que sufrió la Sedena. ¿Es mero afán de distracción lo que se propone el Presidente?

      Una primera consideración de esa risa podría apuntar a la instrumentalización del humor como señal de inocencia o de integridad moral. Al reír, el hombre que nuestro deficiente entendimiento de la democracia hace creer que está al mando de la nación, aprovecha, con astucia, la imagen de individuo bienhumorado y despreocupado que, precisamente, se permite reír porque no encuentra obstáculo para ello. Dicho de otra forma: que el presidente salga con una payasada sucede porque sabe bien —o al menos intuye con puntería— que esa imagen suya comunica que nada puede estar tan mal, en este presente, como para no consentirse al menos algún momentito de chacoteo. «Vean cómo me río», podría estar pensando, o al menos entreviéndolo al aquilatar sobre la marcha las implicaciones de cada gesto y cada movimiento de su conducta, «riamos juntos, pues las cosas no son tan graves; si yo, que soy el Presidente, y por lo tanto el primero que debería preocuparse, me doy la oportunidad de reír, eso quiere decir que las circunstancias no están tan descompuestas como querrían hacer creer nuestros adversarios…». 

      Se trató de un momento divertido, qué duda cabe, y lo fue más debido a su inadecuación respecto a la seriedad de lo que se venía tratando: la exhibición de la vulnerabilidad de los sistemas informáticos de la Sedena, la revelación de que el Presidente es un costal de achaques que lo han tenido alguna vez al borde de la tumba. Comediante consumado, el Presidente tiene el don de la importunidad, una desfachatez admirable, y además un conocimiento profundo de su audiencia: se apoya en materiales que no fallan, frutos imperecederos del ingenio cómico naturalmente reconocibles por el público mexicano de dos o tres generaciones.          

Pero esa risa suya quiere, además, ser la risa de los probos, de los justos, de los que se saben triunfantes sobre el enemigo, intocados por la depravación que los rodea. Es una risa que pretende lucir desprovista de agresividad y emitida sin dobleces, y que busca ser apreciada como prueba inequívoca de virtud: el Presidente puede reírse, estando las cosas como están, porque está más allá de todo mal. La risa de quien necesita hacer ver que tiene la conciencia limpia.

J. I. Carranza

Mural, 2 de octubre de 2022.

Risas difíciles

Es cierto que en la realidad presente de México escasean los motivos para la risa que no sea deploración. Las burlas en torno a la conducta de un corruptazo, por ejemplo, podrán ser muy divertidas, pero su trasfondo es amargo, bien porque para reír haya hecho falta que tal corruptazo existiera, bien porque tal existencia nos parezca tan irremediable que ya sólo nos quede reír de ella (y quizás celebrarla, y entonces la risa puede ser la expresión de nuestro cinismo).

Pero, por otro lado, y hechas las salvedades necesarias —es decir, dejando aparte lo que pueda haber de tóxico en ciertas formas de risa, por ejemplo aquellas en cuyo fondo hay una injusticia flagrante o el dolor de los otros, o las que resuenan para aniquilar la dignidad de alguien—, el sentido del humor es, en general, un distintivo de claridad mental. Y de equilibrio mental. La risa que filtra nuestra percepción de las cosas sirve para no ceder a la calamidad cuando aún no es indispensable, para no consentirnos el exabrupto y no enturbiar aún más, con nuestra ira, la conversación pública. Para soportarnos un poco mejor, si es posible.

¿Cómo es la risa auténtica de los candidatos? Es difícil saberlo. Les conviene mostrarse de buen humor —no siempre lo logran—, desenfadados, afables. Pero eso no equivale a que tengan sentido del humor. Por lo que se ve en sus actuaciones, uno sonríe con sorna y desdén y un poco de asco; otro más, tiene la risa del tonto de la clase, sorprendido en sus babosadas; uno más se ríe de sus enemigos (reales e imaginarios) con el ñaca-ñaca de las brujas malvadas; el penúltimo, con arrogancia infundada (pero qué arrogancia no es infundada, además de estúpida), y la risa de la última es una risa estreñida, lastimosa. En el llanto y en la carcajada somos quienes somos de verdad. ¿Así son éstos?

Por lo demás, hay que esforzarse para encontrarlos divertidos. Caricaturizables lo son, y mucho, y en tal sentido son grotescos. Risibles, quién sabe: en tal medida encarna en ellos la desgracia que es nuestra miserable democracia, y de tal modo es cada uno el resumen de lo peor que somos, que al verlos parece siempre preferible voltear a otro lado. Pero ¿para dónde vamos a voltear?

 

J. I. Carranza

Mural, 10 de mayo de 2018

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