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Cuestión de fe

Es, imagino, difícil de cuantificar, pero no podrá negarse que la fe ha tenido un peso decisivo en el curso de la pandemia en México. Hablo de la fe como principal inteligencia de la realidad que tiene buena parte de la población, y en la que se conjugan las interpretaciones de los hechos, la traducción de esa interpretaciones en creencias y las decisiones individuales de los individuos —y, por ende, de la masa que conforman— en función de esas creencias. Tal vez alguna encuesta tan extensa como acuciosa permitiría hacerse una idea de ese peso, pero los resultados que arrojara serían, como todos los otros datos de la realidad, susceptibles de tramitarse también por la fe, y entonces sería cuento de nunca acabar.

       Primero, fue cuestión de creer o no en la posibilidad de que el virus llegara aquí desde el otro lado del mundo; cuando llegó, lo que siguió fue creer o no en la magnitud destructiva que podría alcanzar; creer o no en los riesgos de contagiarse, creer o no en la eficacia de las medidas para evitarlo (del cubrebocas a la vacuna, de los amuletos del Presidente a las porquerías prescritas por homeópatas y curanderos de toda laya, de las condiciones óptimas de ventilación en los espacios cerrados a las reuniones multitudinarias que propiciarían la «inmunidad de rebaño»). A la par de eso, creer o no en las autoridades —lo que menos importa, pues su proceder está desentendido de lo que la población perciba, y así va dando tumbos entre el mero disparate y la absoluta negligencia criminal.

       A la vista del regreso a las aulas, se insiste en reforzar la fe: confíen, nos dicen. Y aunque la multiplicación de contagios parezca desaconsejar más que nunca esa fe, acaso sea precisamente el momento de proponérsela. Pero bien entendida: fe en que los docentes y sus estudiantes y los papás de éstos sabremos cómo comportarnos. No es imposible: conocemos las medidas que hay que tomar, hay que tomarlas.

       Al preparar los útiles de nuestra niña para que este lunes estrene salón y se reencuentre con sus amigos luego de año y medio, nos anima esa fe: en que haremos todo lo que se debe hacer. Y también sus maestras y sus amigos y los papás de sus amigos. No tendría por qué ser de otra manera.

J. I. Carranza

Mural, 26 de agosto de 2021.

(La fotografía la tuiteó @angelitoconchia, el 6 de junio de 2021, día de las elecciones federales. Anotó junto a ella: «Mi casilla está en una primaria y miren el pizarrón»).

Días de rascarle

Puede parecer misterioso el hecho de que existan mochilas cuyo costo ande entre mil y mil 500 pesos (las habrá más caras) y otras que cuesten apenas cien. O cincuenta. Mochilas escolares, de las que hay que comprarles a las creaturas para el regreso a clases. (¿Hay que comprarles? En rigor, sólo si las del año pasado quedaron despedazadas, aunque pocas cosas tan emocionantes como estrenar mochila, y es de ese género de emociones que, si hay posibilidades, resulta cruel negarles a las creaturas: para qué trabaja uno si no es para eso). Más inexplicable es que unas y otras se vendan en la misma papelería y no parezcan tener diferencias significativas de calidad, a lo sumo las hace distintas que las caras suelen traer monos pintados y las austeras no.

Si no es misterioso, dejémoslo en asombroso. Pero sirva para recordar, en estos días salvajes de surtir las listas de útiles, la conveniencia de buscarle y rascarle y esculcar para no acabar, por ejemplo, pagando mil cuatrocientos pesos de más por una mochila cuando la creatura pudo haber quedado feliz por sólo cien. (Demasiado tarde vimos las de cincuenta; no nos pesó ese descubrimiento, pues, gracias precisamente a que nos la hemos pasado buscando y rascando y esculcando, ya nos habíamos ahorrado otra fortunita). Hay escuelas que enjaretan listas delirantes; otras —como es nuestro caso— se miden y alientan a reciclar materiales del año pasado. En cualquier caso, hay que esmerarse en asimilar bien el saber que sólo da la experiencia.

Lo primero es proceder con tiempo —no siempre se puede: no siempre “baja el recurso” oportunamente como para correr a las papelerías en cuanto entregaron las listas—; no dejarse encandilar por las supuestas ofertas de las grandes cadenas: siempre es mejor la discreta papelería amontonada y tilichenta, que lleva siglos ahí. Hay que llamar a las librerías y pedir que aparten los títulos que se necesitan: así se evitan vueltas de más. No hay que hacerle mucho caso a las veleidades de las creaturas —uno puede acabar comprando una lonchera termonuclear hecha en Suiza nomás por capricho. Y hay que dejarse contagiar por la alegría de las creaturas, que van a estrenar. Eso le da sentido a todo.

 

J. I. Carranza

Mural, 9 de agosto de 2018

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