¿Qué tuvo que haber pasado? No parece complicado imaginarlo: ante la acusación de haber plagiado su tesis de licenciatura —un hecho absolutamente deleznable y deshonroso, pero además materia de delito, por mucho que sea un delito que ya ha prescrito—, la aspirante a presidir uno de los tres Poderes de la Unión, el que ha de velar por que las leyes se cumplan, tuvo que haber sido hecha a un lado automáticamente y su aspiración debió quedar suspendida en el acto; la maquinaria que estaba en movimiento para conducirla a ese sitial supremo tuvo que haberse detenido en seco, en pro de garantizar la institucionalidad y la respetabilidad absoluta que ese Poder tendría que detentar. Asimismo, y en razón de que la acusación estaba acompañada de evidencias incontrovertibles, pronto verificables por todo aquel que se hubiera propuesto corroborar por cuenta propia la ocurrencia del plagio (evidencias evidentísimas, digamos), la acusada tuvo que haber renunciado no sólo a sus intenciones de ser la juzgadora principal de la República, sino también a todo beneficio profesional y personal y político derivado de haber llevado una carrera fundada en un fraude —como hasta el momento parece indudable que ha sido, habida cuenta, para no ir más lejos, de que el director de la Facultad de Derecho de la UNAM ha declarado que ya llevan detectadas cuatro tesis similares a la que la acusada presentó para obtener su título—. Además, los partidarios del encumbramiento en cuestión, empezando por el titular del Ejecutivo federal, simpatizante de la encumbrada por razones flagrantes de conveniencia política, tuvieron al menos que haberse abstenido por completo de seguir impulsándola, dejando así a la Ley actuar para que tuvieran lugar las consecuencias lógicas del caso. Y la nación en su conjunto tuvo que haber experimentado ese sentimiento ya tan raro, y quizás tan inútil en nuestra realidad desesperada, que es la vergüenza.

      Pero las imaginaciones como ésta son un exceso cuando lo obvio o lo lógico se ha vuelto del todo improcedente, el Estado de derecho es una entelequia en la que resulta ridículo seguir creyendo y la mendacidad y el descaro han reemplazado a la legalidad y a la decencia al punto de que nos hemos olvidado de qué diablos eran y para qué podían servir. Y ya vimos lo que ha pasado: aun cuando el encumbramiento haya sido frenado, por lo pronto, en el último momento, el solo hecho de que haya estado tan cerca de producirse dice mucho acerca del formidable nivel de cinismo que hemos alcanzado, pues, por escandaloso que tendría que ser, el episodio en el fondo no llegará a tener ninguna repercusión real y, sobre todo, terminará resultándonos de lo más normal. Querer lo contrario —que la ministra renuncie, que pida disculpas, que su obstinado porrista de Palacio le dé la espalda en nombre de la honestidad con que hace gárgaras todas las mañanas, que los demás ministros la bajen de donde todavía está, que los legisladores se pronuncien y trabajen para evitar que algo así vuelva a ocurrir, etcétera— es pecar de ilusos. En México, querer que las cosas sean como tienen que ser es una fantasía y nada más.            

     Lo ocurrido tiene significados patentes y que no son novedad: que la conveniencia política está por encima de la honestidad, por ejemplo, y también que más allá de la solvencia moral importa profesar lealtad incondicional. Tampoco será insólito (qué es insólito ya en este país) el hecho de que el episodio salga pronto de nuestro interés, como seguramente sucederá: vivimos orillados al olvido rápido, pues enseguida nuestra aturdida atención se verá sobresaltada por un nuevo desfiguro, una nueva tropelía, por la próxima bajeza o la siguiente estupidez que nos aguarda a la vuelta de la esquina, por los inevitables miserables que también nos atarearán para nada, como no sea para hastiarnos —a veces pienso que ésa es una estrategia maestra del discurso oficial, la recurrencia incesante de la sandez y la hipocresía que cuajan cada mañana en las mismas invectivas, en las mismas cretinas excusas (la comparación machacona con el pasado), en los mismos aspavientos y sus risitas sarnosas, en las mismas afirmaciones celebratorias de la propia probidad del movimiento y su líder («No somos iguales»), a fin de acabar produciendo un estado de embotamiento generalizado e irreversible.

      Cada inicio de semestre, les advierto a mis alumnos que la única razón por la que he llegado a reprobar a alguien, dos estudiantes en cerca de veinte años, es el plagio. Es, creo, algo tan degradante, tan humillante, tan indigno —y tan indignante—, que me parece que despoja de todo sentido y todo propósito a quien pretende servirse de él para salir del paso. El plagiario, además de ratificar su ineptitud o su haraganería, lo que hace es manifestar un enorme desprecio por la educación, por el conocimiento, por sus profesores, por sus compañeros. Habrá quien lo reconvenga diciéndole que, al querer pasarse de listo, en realidad está haciéndose tonto, pues no aprende lo que debería; sin embargo, no estoy tan seguro de que eso lo excuse: más bien es que está probando su naturaleza de estafador, y cómo así puede abrirse camino impunemente. Por eso hay que pararlo sin miramientos. De lo contrario, puede llegar a presidir la Suprema Corte de Justicia.

J. I. Carranza

Mural, 8 de enero de 2023.