«La filosofía y la religión formulan verdades, la historia indaga los hechos, pero […] sólo la literatura —el arte en general— dice cómo y por qué los hombres viven esas verdades y esos hechos», escribió Claudio Magris para oponerse a la sentencia platónica que expulsa a los poetas de la República. La obra de Philip Roth no puede entenderse cabalmente sin tener en cuenta que la literatura tiene esa potestad indisputable de conferirle sentido a nuestra existencia. Extendida, a lo largo de más de una treintena de títulos, como un fresco monumental en cuya dilatada superficie cobran vida las historias de individuos que viven y sufren y desean y sueñan y odian y aman y dudan y se equivocan y mueren, esa obra es una demostración, página a página, de que la literatura es, más que la experiencia humana vuelta lenguaje, el observatorio óptimo para la comprensión de lo que somos en este mundo incomprensible. Y, por eso, con la muerte de un autor como Roth se extingue una inteligencia poderosísima a la que bien podemos confiar nuestras pretensiones de saber qué diablos hacemos aquí.

En un pasaje de Lecturas de mí mismo, Roth afirma que la mitad del trabajo del escritor consiste en estar indignado. Esa convicción puede guiar la ponderación de lo que se propuso al urdir sus novelas. Son implacables, esas novelas: de un humor corrosivo, un ejercicio tenaz (cuando no frenético) de la ironía en cuyo fondo hay siempre una sostenida perplejidad —o consternación, o desesperación— por los modos en que se tocan los extremos de nuestra ridiculez y nuestro desamparo. Solos, arrogantes, arrastrados por pasiones que nos despedazan, e imparables, en nuestra insignificancia, camino al olvido, en los personajes de Roth hallamos a nuestros iguales y nos fascinan su calamidad y sus precarias ilusiones. Quien alegue haber salido indemne de esas páginas, es que ha leído mal o que vive en otro planeta.

Esto fue Roth, el escritor cuya muerte vuelve más incomprensible todo esto: indignación, y la lucidez inigualable de la risa, y, también, la capacidad inagotable de compasión por lo que somos. Y, sobre todo, la certeza de que la literatura no sirve para nada, pero es absolutamente indispensable.

 

J. I. Carranza

Mural, 24 de mayo 2018