Nadie piensa en Corea del Sur. Todo mundo cree que el siguiente mandarriazo vendrá de los rusos, de los chinos, ya no se diga de los gringos, de cualquier potencia real o imaginaria ante la cual tarde o temprano nos veremos sometidos. Puestos a temer amenazas, primero pensamos en los marcianos antes que en los apacibles habitantes del sur de la península dividida, y si el gentilicio llega a estar precedido por algún adjetivo intimidante, automáticamente damos por hecho que se trata de la mitad del norte, con su amado líder del peinado intrépido: si hay que temer a los coreanos, será a los que tienen misiles y arman tablas gimnásticas de doscientos mil cabrones. Pero no: ni norteños ni misiles: son los del sur, con sus lavadoras, contra los que hay que prevenirse.

Pasó esto: acaso porque aún quedaban rescoldos de la gratitud nacional que le profesamos a Corea cuando el Mundial (¿no hasta fuimos a mantear al cónsul al grito de «Coreano, hermano, ya eres mexicano»?), aunque más bien porque juzgamos que era la compra más inteligente (porque salía barata, porque se veía poderosa, con sus foquitos y sus pitidos y su recia carrocería color grafito), pagamos la lavadora contentos, y más contentos la vimos llegar en la troca donde la traían Balón y Balín, que así vamos a llamar a los diligentes cargadores que hicieron la entrega. La subieron —sudando y pujando de más, yo digo, pues bien que cupo por el elevador—, la desempacaron con primor, la conectaron, Balón pulsó con sus deditos rollizos los botones indicados —elegante, diestro, sabedor de lo que hacía—, mientras Balín me hacía firmar el papel donde constaba mi entera satisfacción. Todo fue ejemplar y grato: en tal medida que tanto Balín como Balón casi nos abrazan al despedirse —si bien la razón de esa efusión debió de ser la propina pingüe que tuve a bien asignarles, y es que es tiempo de Navidad, es cuando hay que dar propinas que costeen, si ustedes se ven en ésas no sean díscolos y móchense con la gente, que este país no acabe de desbarrancarse depende de cuánto nos hagamos paros así unos a otros, no se atengan a las supuestas transformaciones y refundaciones y demás zarandajas y supercherías, aráñenle unos pesitos al aguinaldo para que el mesero o el cerillo del súper o el del agua o la seño que trapea tengan siquiera esa alegría, no la chinguen. Balón y Balín se fueron, pues, alborozados y cantando, y en casa quedó ya instalada y rugiendo esa emisaria de la lejana Corea del Sur con sus foquitos fingidores y taimados, como no tardaríamos en descubrir.

Pues enseguida pasó esto otro: antes de que Balín y Balón estuvieran a dos cuadras, ya queríamos que la coreana empezara a desquitar, lavando, ¿qué? ¡Un edredón! ¡Claro, si para eso la queríamos! Porque, en la tienda, tres días antes, nos habíamos puesto a echar cuentas: con lo que nos gastamos en mandar lavar los edredones a lo largo de un año, la coreana iba a pagarse solita, la cabrona. ¡Negociazo! ¿No? De manera que el edredón fue volando desde una cama a su tina, foquitos por aquí, pitidos por allá, el agua empezó a fluir… ¿Y de qué nos dimos cuenta entonces?

De que le faltaba una pieza.

La cajita pendeja donde se le echa el jabón, amén del Suavitel. O, en su defecto, el Vel Rosita.

En algún despacho siniestro de la alta tecnocracia surcoreana debían de estar, en ese momento, cuatro o cinco individuos de trajes color grafito y cerúleos cutis y lentes de fondo de botella, sonriendo triunfalmente, bien enterados ya (la lavadora seguro traerá algún chip que les avise por medio de una red satelital) de cómo nos habían saboteado la Navidad. Porque el tema es ése, ni quién lo dude: el plan perverso que la potencia asiática ha puesto en marcha consiste en minar todas nuestras ilusiones, primero, para luego esclavizarnos, y para ello han retirado, con todo cálculo, piezas claves de los electrodomésticos con que la pérfida industria de dicha potencia tiene tiempo ya colonizándonos —a saber con qué fines, pero peores, desde luego, que los que anuncian las tablas gimnásticas colosales de Kim Jong-un.

Volteamos la cajota, escarbamos entre los bloques de unicel y rehicimos el camino de Balón y Balín, volteamos la casa, les llamamos a Balón y a Balín, qué gusto les dio, quizás se imaginaron que los íbamos a invitar a cenar en Nochebuena, no fueron capaces de imaginar qué habría pasado con la puta cajita para el jabón y el suavizante, se afligieron, volteamos la casa otra vez, y otra vez la cajota.

Y llamamos a la tienda.

No nos contestaron.

Nos conectamos a un chat de servicio al cliente en el sitio webde la tienda. Nos dijeron que fuéramos a la tienda.

Y fuimos, tres días después. O sea hoy. Fuimos, sobrará decirlo, con temor y temblor. Conscientes de que yo había estampado mi jactanciosa firma en el documento que acreditaba mi entera satisfacción. «Oiga», nos veíamos diciéndole al vendedor, «pues no venía la cajita». Y nos veíamos peleando con él, peleando con la tienda entera, peleando con Corea del Sur. O suplicando, a lo largo de días y semanas (la Navidad ya habría pasado y nosotros la habríamos visto pasar desde nuestro desconsuelo y nuestra impotencia). Y veíamos también al vendedor, desdeñoso y cruel, ya burlándose de nosotros, ya ignorándonos, ya corriéndonos. O, en el menos peor de los casos, proponiéndonos lo que seguramente manda el protocolo en estas situaciones: enviaría a Balón y a Balín, luego de que hubieran terminado de hacer sus interminables repartos de la temporada, a recoger la lavadora para que, al cabo de quién sabe cuánto tiempo más, pudieran reponérnosla. Quizás hasta iba a decirnos que tendríamos que esperar a que llegara un nuevo barco desde Corea. Imaginábamos que, de cualquier modo, el proceso sería tortuoso, afligente, y que, mientras tanto, el edredón seguiría puerco, y tendríamos que irnos a lavar al menos los calzones y los calcetines a un río, pues la lavadora que teníamos antes ya había enloquecido tiempo atrás (por eso compramos una nueva), y ya, desconectada e inservible, nos veía con rencor desde el rincón donde la pusimos a esperar que vengan los del Padre Cuéllar a llevársela. Corea del Sur nos había bombardeado con su lavadora incompleta. Y así llegamos a la tienda, y así nos acercamos al vendedor, que, para nuestro estupor y nuestra gratitud infinita (más que la que México entero le tuvo a Corea del Sur cuando eliminó a Alemania y nos dejó pasar a octavos), hizo lo impensable:

—Buenas. Hace una semana vinimos a comprar una lavad…

—¡Claro, me acuerdo bien!

—Pues fíjese que no venía la cajita del detergente.

—¿Cómo?

(Explicación sucinta del descubrimiento, descripción de Balón y Balín y de lo que hicieron. Íbamos armados con el instructivo de la lavadora, y con un arsenal de fotos, y con capturas de pantalla, en el celular, del sitio webde la aviesa marca surcoreana, y números de serie, y etcétera).

—¿Y cuál era?

—La que está allá —señalamos la que tienen en exhibición, y nos acercamos a ella.

—Mire, traemos el manual, y le sacamos unas fot… —quiso decirle Verónica.

—No hace falta, señora, le creo —sonrió el hombre por primera vez.

—Esa cajita, esa cajita, esa cajita —balbuceaba yo, lívido y babeante, ante la majestad hierática con que el vendedor abrió la tapa y extrajo la cajita.

No diré que no vi algún gesto de contrariedad, pero mezclada con cierta compasión, en el vendedor: mi «entera satisfacción» había sido una pendejada, no debí haber recibido la lavadora así. También pudo ser que la contrariedad dicha estuviera alimentada por lo que el vendedor vio venir: tendría que reportar el desaguisado, seguramente intervendría un supervisor suyo (y supuse que se trataría de un supervisor que odiaría: porque sería más joven que él, o bien un imbécil, y no quería, el vendedor, verse en el trance de informarlo de la pendejada que había hecho un cliente, y además es Navidad, y la tienda estaba atestada, y para qué meterse en líos innecesarios, y maldita la hora en que empezamos a depender a tal grado de los electrodomésticos coreanos, si Corea del Sur está encarrerada en podrirnos así las vidas, con sus aparatos incompletos, y qué diablos). Pero la contrariedad quedó borrada por la magnanimidad más insospechable, y también por esa forma suprema de sabiduría que, en situaciones de apuro, sabe ser la mera sensatez.

—Tenga —le extendió la cajita a Verónica—. Métala a su bolso. Si le preguntan a la salida, dígales que ya la traía.

Lo único que me pesa es no haberlo abrazado ahí mismo, y, más, no haberle dado una propina. No supe hacerlo, pero pienso que, si lo hubiera intentado, las cámaras que los coreanos seguramente tienen instaladas para espiarnos mientras compramos sus porquerías en esa tienda habrían interpretado el gesto como una prueba flagrante de cohecho, nos acusarían de espionaje o de terrorismo, y quizás en estos momentos ya estaríamos volando en una aeronave fletada por la cancillería coreana rumbo a una prisión de extrema seguridad a quinientos kilómetros de Seúl, peor sin duda que las que se le achacan a la vecina República Popular Democrática.

No sé si el vendedor nos vio salir, ateridos y al borde de las lágrimas (de angustia porque no nos cacharan, pero también de felicidad), pero, si nos vio, vio también los brincos que pudimos dar al dejar atrás las puertas de la tienda. Y mi corazón está pleno con la certeza de que esa felicidad también fue suya, del vendedor, porque él la hizo para regalárnosla. Junto con la puta cajita.

En tu cara, Corea del Sur. Fracasaste esta vez.

J.I. Carranza