Cuando Los Simpson irrumpieron en nuestras vidas, la televisión todavía existía —y en México era especialmente horrenda—, faltaba todavía para que nos absorbiera el hoyo negro de internet y teníamos apenas vagas suposiciones de lo que debía ser la democracia. El miedo al desastre nuclear se disipaba junto con la polvareda que dejó la caída del Muro de Berlín, pero ya lo habíamos trocado por nuevos pavores: al sida, al TLC que ya se fraguaba, al chupacabras en todas sus manifestaciones. El machismo, la homofobia, el racismo y otras pestes infestaban el trato social quizás un poco más que ahora, aunque rara vez eran objeto de repudio, del mismo modo en que la corrupción aceitaba la vida cotidiana pero no nos parecía tan reprobable. ¿Éramos una sociedad más atrasada? Todavía no imaginábamos cómo la realidad se ensangrentaría como lo ha hecho en estos treinta años. ¿Éramos más inocentes? Tal vez el impacto que esa familia causó se explique por esa vía: porque nos invitaba a empezar a sospechar, con alguna malicia, que las cosas no podían estar tan bien como habíamos venido suponiéndolo.
Es difícil imaginar lo que habrían sido estas tres décadas de no haber tenido a la mano el juicio de Homero para modelar el nuestro. Emblema de nuestros mejores defectos (imbécil, marrullero, encajoso, haragán, glotón, alcoholicazo, egoísta, hipócrita), el paterfamilias más importante desde Noé es también la encarnación de nuestras virtudes peores: un obrero resignado a trabajar para el patrón diabólico con tal de que los suyos tengan para comer, un esposo y un padre al que la culpa lo reconduce siempre a la senda del bien, un hombre para el que el paraíso tendría que estar hecho de chocolate. Hoy tampoco sabríamos qué pensar sin Marge, que es la sensatez sojuzgada; sin estar al tanto de que la realidad está encarnada en Bart —quien es la garantía de que Homero es eterno—, y sin Lisa, prueba viviente de que la tentación de la sensibilidad y de la inteligencia amenaza con volvernos los peores enemigos de nosotros mismos.
Hace treinta años, daba un poco de miedo el espejo que nos mostraban Los Simpson. Hoy, seguramente, preferiríamos que nuestro mundo fuera más parecido a ese mundo amarillo.