No se diría que con más pena que gloria, pero sí con menos gloria que la que seguramente soñaba el gobernador, las celebraciones por los 200 años de Jalisco difícilmente habrán emocionado a la población. Más bien, habrá ganado la indiferencia, y eso en caso de quienes hayan llegado a enterarse de la efeméride y de los fastos (ni tan fastuosos) organizados por la administración estatal. ¿En esto quedó el entusiasmo de Alfaro por refundar Jalisco? ¿O a qué se habrá venido refiriendo, desde el principio de su mandato, cada que ha ondeado la bandera de la soberanía y del federalismo y de otras abstracciones de ésas que tanto les gustan a los políticos? 

       A propósito de abstracciones, quiero aventurar una conjetura que acaso sirva para explicar por qué a los jaliscienses más bien nos ha tenido sin cuidado este cumpleaños. Si uno puede sentir que pertenece a un lugar (en el que nació o donde han transcurrido los hechos principales de su vida) es gracias a que se trata de un lugar determinado, cuyo conocimiento está bien delimitado por la vivencia y que, por tanto, está preservado en la memoria y es reconocible a través de los afectos. Un barrio, un pueblo, incluso una ciudad pueden cumplir con esas condiciones y corresponder a ese sentimiento de pertenencia con la figuración de eso que identificamos como idiosincrasia: la singularidad de los modos de ser de quienes vivimos donde mismo, la afiliación a suposiciones, convicciones, querencias y prejuicios comunes, la detentación de aficiones compartidas o de manías supuestamente únicas que nos hacen distintos de quienes pertenecen a otro lugar. (Cuando digo que en una ciudad puede pasar esto, pienso en las ciudades pequeñas o medianas: las megalópolis, en su monstruosidad, son más bien amasijos de ciudades muchas veces radicalmente distintas entre sí, como va siendo el caso de Guadalajara, donde es casi impensable que tengan algo en común los habitantes de zonas muy distantes, y no sólo en el sentido geográfico).

       Ese sentimiento de pertenencia puede extenderse a una nación, en caso de necesidad (por ejemplo cuando uno está en el extranjero), quizá debido a la inoculación de la noción de patria desde las etapas más tempranas de la educación sentimental. Cuando hace falta, se activa el programa que nos hace sabernos mexicanos, y actuamos en consecuencia —lo bueno es que no lo traemos permanentemente encendido, porque sería muy deprimente o enloquecedor—. En cambio, el hecho de haber nacido o vivir en algo tan abstracto como una «entidad federativa» no cuenta más que como un dato en la documentación oficial y dudosamente pesa en la conformación de la identidad. Sirve de poco saberse, por ejemplo, jalisciense, porque en realidad quiere decir poco fuera de los clichés folclóricos o turísticos. Y, como sirve de poco, entonces esa abstracción tampoco cuenta gran cosa en nuestros corazoncitos. 

       ¿Que Jalisco nunca pierde, y cuando pierde arrebata? Ajá, y qué más. ¿Que Jalisco es el alma de México? Quién sabe qué quiera decir eso, fuera de que aquí haya mariachis y tequila y charreadas. ¿Que la música jalisciense, y la literatura jalisciense, y la cocina jalisciense, y el Canelo y el Checo Pérez y las Chivas y el Atlas? Bueno, sí, pero que cada una de esas cosas tenga el gentilicio es más bien accidental y, por lo mismo, podríamos adjudicárselo a otras cosas menos presumibles, de nuestra historia más vergonzosa a nuestro presente más escalofriante. En suma, lo que quiero decir es que la noción de «estado», referida a cada uno de los 32 pedazos en que está repartido el país, es emocionalmente poco manejable, y por eso, entre otras pruebas, los gentilicios que se desprenden de esas denominaciones es raro ver que alguien los porte con enjundia: aguascalentense, quintanarroense, bajacaliforniano… Y qué gordo nos cae cuando nos dicen «jalisquillos».

       Volviendo a las celebraciones, fueron de la solemnidad un poco ridícula a la chabacanería consabida: acarreo de niños para sacarlos de sus escuelas e ir a formarlos bajo el solazo en el homenaje a la bandera de Jalisco y a que cantaran ¡el himno de Jalisco!, baile popular en un parque rebautizado con el nombre de un prócer desenterrado del más profundo olvido, gasto en pendones y basura estampada con una gráfica horrible, un concierto de la Filarmónica en Bellas Artes —esto fue lo que encontré más irritante: ¿no que tanto orgullo y tanta soberanía, para ir a hacerle así caravanas al centralismo llevando a la OFJ a tocar en la Capital?—, una estatua de Prisciliano Sánchez en la Rotonda… Y cualquier otra cosa que se le antojara al nuevo Mariano Otero (Enrique Krauze dixit), afanoso como se le vio por que su reinado de pacotilla se viera engalanado con estas galas tan artificiosas y chafas.

Porque lo cierto, aparte de lo que signifique o no ser jalisciense para cada jalisciense, es que Jalisco se ha convertido en una desgracia y una vergüenza, con los récords de criminalidad que ostenta y el dolor y el miedo indecibles que hay detrás de esos récords para las decenas de miles de personas que viven afligidas porque nada puede parar esa criminalidad. Desapariciones, asesinatos, fosas clandestinas, bolsas y más bolsas con personas despedazadas todos los días. Y el cinismo de creer que todo eso puede hacerse a un lado y ponerse a festejar.

J. I. Carranza

Mural, 25 de junio de 2023.