Tal vez todo empiece con el vidrio de una ventana rota; luego, un agujero en una cortina metálica, en una puerta, en un muro, al mismo tiempo que la progresiva infestación del grafiti, esa hiedra en aerosol que va creciendo y cubriendo las fachadas día tras día, como emergiendo de la mugre y la basura y confundiéndose con la maraña de árboles, arbustos y hierbas, en una proliferación paulatina de tierra, charcos, ratas, mierda, más basura, ante la que hay que pasar sobre banquetas despedazadas, una finca tras otra, cuadra tras cuadra, por todos los rumbos. Casas, comercios, talleres, fábricas, bodegas, locales que ya no puede saberse qué fueron, baldíos que parecen generarse espontáneamente, de un día para otro, y tener ya años ahí; bardas que están por caerse o ya se cayeron, hacia la calle o hacia dentro, edificios que es imposible saber cómo se sostienen, eviscerados y repletos de soledad y oscuridad y peligro…

      ¿Cómo se explica el triunfo de la ruina en el paisaje tapatío? Imagino que habrá causas bien identificadas, y que principalmente tendrán que ver con las dificultades económicas de los últimos años (una de las huellas más perdurables de la pandemia es la cantidad de negocios que no pudieron sobrevivir) , pero también con los mecanismos del miedo que obligan al desplazamiento de las personas y de la actividad comercial: cuando está claro que ya no se puede seguir trabajando en un lugar y hay que salir cuanto antes de ahí. Pero lo que no es tan sencillo de comprender, creo, es nuestra habituación insensible a toda esa desolación imparable, siniestra y sobrecogedora, que afantasma la ciudad desde sus avenidas más anchas y desde ahí se riega por las calles que poco a poco van secándose y muriendo —pienso, por ejemplo, en López Cotilla, de Tepic a Tolsa (bueno, de Francisco Javier Gamboa a Enrique Díaz de León), no hace mucho celebrada como un bullente corredor gastronómico y donde ahora sólo parece prosperar el abandono—. ¿No vemos, o vemos pero no nos importa? ¿Y qué será peor?

      La historia de Guadalajara está marcada por sucesivas imposiciones, brutales y traumáticas, de cambios en el paisaje: el entubamiento del río San Juan de Dios y la cicatriz perenne que fue desde entonces la Calzada Independencia; las destrucciones del centro para ensanchar avenidas como Alcalde-16 de Septiembre o Federalismo, para abrir plazas y cumplir caprichos de arquitectos desorbitados y gobernantes imbéciles, o bien como consecuencia de negligencias criminales (las explosiones del 22 de abril)… La multiplicación y la engorda de vialidades que sólo han servido para que cada vez más automóviles espesen la consistencia pastosa del tráfico ha vuelto, también, intransitables vastas zonas, y por ello —porque ya casi nadie va a pie por ahí— la vida va extinguiéndose: López Mateos a partir de que se convirtió en un viaducto, por ejemplo. A esto hay que sumar las pretensiones desmesuradas que los gobernantes de tiempos recientes y no tan recientes tienen de crear una ciudad que nunca ha existido, olvidándose de la que en realidad habría que dejar emerger y vivir: la Plaza Tapatía, el Paseo Alcalde… Y no hablemos de la construcción enloquecida de torres y más torres vacías y por tanto estúpidas, la explosión desmesurada de nuestro peor sinsentido.   

      Ahora bien: a esos cambios, debidos principalmente a una tarada idea del progreso, y también a la colusión entre la codicia, la corrupción y la ignorancia de quienes toman las decisiones, hay que agregar ahora esto que ocurre: el triunfo de la devastación y la ruina. Anímese el lector a proponerse, aprovechando estos días de vacaciones, una caminata por cualquier avenida principal de la ciudad: Washington, por ejemplo, o Avenida México, o Circunvalación División del Norte, o Revolución. ¿Cómo se habita el abandono? Posiblemente, los únicos que van descubriéndolo son quienes integran la población creciente de indigentes, que al menos logran guarecerse en los cascarones de las casas, los edificios, los locales que van quedando solos. La desgracia de tantas personas que han llegado a habitar esa realidad dice mucho acerca de los extremos de vileza que hemos alcanzado como sociedad.

      ¿Y se tratará de un proceso cíclico, que desembocará algún día en un resurgimiento de Guadalajara? El caso de Federalismo hace temer lo contrario: en casi medio siglo no se ha logrado erradicar el abandono que dejó la destrucción que le dio origen. Lo mismo el tramo de 16 de Septiembre que va desde Revolución hasta la estación del ferrocarril, por más que lleguen entusiastas descocados a querer vendernos la idea de que eso podrá revivir, por ejemplo con la cacareada extensión del Paseo Alcalde. Javier Mina, Mariano Otero, Hidalgo… Ir a pie, insisto, facilita descubrir una ciudad estragada y temible.

      Tal vez haya que admitir que las ciudades también se extinguen, como lo demuestra la historia. Pero quizás eso tampoco nos sirva de mucho consuelo. Roma es eterna a condición de ser una ruina, y lo malo es que Guadalajara no sólo no es Roma, sino que tampoco ha sabido nunca qué hacer con su historia y ni siquiera las ruinas sabemos dejarlas en pie. Y si no sabemos qué hacer con el pasado, ya ni siquiera tiene caso preguntarnos por el futuro, y menos por el presente: está cayéndose a pedazos y no lo podemos ver.

J. I. Carranza

Mural, 18 de diciembre de 2022