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Now and Then

Tras el cristal de la cabina de grabación, Paul ve cómo John, en el sitio del director de la orquesta, baila, ríe, hace gestos, juega. Los ojos de Paul parecen estar viendo eso, pero también algo más: con la boca entreabierta, el cabello que ya no va a oponer mucha resistencia a la blancura, una sombra de barba también cana, su expresión es de serena perplejidad, el asombro indecible de quien presencia a la vez el origen y el final de todo. Sí, ahí está John, ya no un muchacho pero sí el hombre joven que será para siempre —un poco más joven de los cuarenta años que tendrá para siempre—, haciendo payasadas por encima de la concentración que ponen los músicos en la ejecución, y Paul, sentado delante de la consola de grabación, los brazos cruzados, a punto está de sonreír, pero esa sonrisa queda en pausa, no porque su lugar lo tome la tristeza, ni siquiera la melancolía, sino más bien una especie de constatación suavemente atónita del paso del tiempo y de lo que hace con nosotros. Son apenas unos segundos. Luego, Paul descubre que junto a él están George, joven, y él mismo, joven también, bailando, y también está la risa franca de Ringo, joven, en la batería… La canción sigue, y seguimos viendo a los viejos colaborar con los cuatro muchachos, cruzar miradas, unir sus voces, sonreírse una y otra y otra vez.

      Los milagros existen y son siempre inesperados. En este mundo enloquecido y abocado a su aniquilación, cuando el odio, la codicia, el egoísmo y la estupidez hacen funcionar inmejorablemente las maquinarias de la barbarie, luego de que en los últimos sesenta y un años, como especie, hemos atestiguado, y aun más, propiciado y asegurado la prosperidad de toda maldad y toda depravación y toda destrucción, proscribiendo y asfixiando sistemáticamente cualquier atisbo de esperanza y de salvación, ¿qué probabilidad había de que aconteciera esta canción? ¿Y qué quiere decir que haya podido cobrar forma, sonar, y que podamos oírla? Tampoco hay milagro sin misterio, y las razones profundas para la ocurrencia de éste cada quien las imaginará como prefiera. En su inocencia, en su sencilla belleza, pero en particular debido a su significado como destino final de la agrupación que, sin duda, más profundamente ha influido en la sensibilidad de la mayor parte de la humanidad a lo largo de esos sesenta y un años, esta canción de amor tiene la simpleza de lo fundamental (como la presencia del agua, como el trabajo de la luz, como una mano que se encuentra con la mano de alguien más) y su existencia tal vez pueda tomarse como un recordatorio —es lo que yo prefiero imaginar— de nuestras mejores posibilidades. 

      No todo puede estar perdido si una mañana, en medio de la vida de todos los días, entre el bullicio ensordecedor y agobiante del mero acontecer del mundo, se nos revela que hay una nueva canción de los Beatles. Creo que hay que repetirlo, porque me da la impresión de que no nos ha quedado suficientemente claro, los medios y la prensa a través de los cuales suponemos que vamos informándonos no le dedicaron los titulares principales, no hubo multitudes que salieran a las calles, no se detuvieron las fábricas ni los ejércitos ni las ciudades, ni pararon todos los aviones y todos los trenes y todos los barcos, no se pronunció ninguna potencia ni se acallaron los estruendos para hacerle espacio al silencio y, en éste, a la música, no hubo un alto global para que volteáramos a mirar al cielo y fuéramos capaces de ver en toda su plenitud lo que brillaba, si algún día llega un meteorito o de súbito nos acercamos al Sol difícilmente vamos a darnos cuenta. Hay que repetirlo: hemos vivido para oír la última canción de los Beatles, y eso tan conmovedor como increíble: nos queda el resto de la vida para entender por qué.

      Perdón por el tono hiperbólico, pero también es condición de la consideración de todo milagro auténtico. Y, desde luego, la aceptación de todo milagro es cuestión de fe. El acontecimiento del pasado 2 de noviembre admite, desde luego, la relación de hechos que acompaña la publicación del video de Peter Jackson, según la cual «Now and Then» es el fruto de una serie de acontecimientos que se desarrollaron desde la grabación del demo de John Lennon, un casete que Yoko Ono compartió con los sobrevivientes del grupo, y pasando por el intento de rescatar lo que se pudiera, en 1995, cuando Paul, George y Ringo lograron dos canciones, pero desistieron de trabajar más en «Now and Then» y la dieron por perdida. Luego, en 2022, con la tecnología que Jackson usó para el rescate de materiales inéditos que incluiría en su documental Get Back, Ringo y Paul volvieron a intentarlo. Y lo lograron por fin: con la producción del propio Paul y de Giles, el hijo del mítico George Martin (el productor a quien se ha llamado «el quinto Beatle»), sacaron la voz de John, recuperaron la guitarra de George, sumaron las suyas y su piano y su bajo y su batería… Todo está muy claro, pero también es propio de los milagros no necesitar ninguna explicación.

      Al final del video de Jackson se ve a los cuatro muchachos hacer una reverencia y desaparecer. Cuando uno termina de oír la canción, algo así se siente también: que uno, y el mundo que ha recorrido oyendo la música de los Beatles, va desapareciendo también. No es triste, no parece del todo inaceptable. Es como es.

J. I. Carranza

Mural, 5 de noviembre de 2023.

Otro mundo

La película Yesterday, de Danny Boyle, juega con la posibilidad pasmosa de que los Beatles jamás hubieran existido. O, más bien, de que sólo hubiera una persona en el mundo que conociera su música. La historia sigue los pasos de esa persona, un cantante más bien chafa que, gracias a que se sabe el repertorio del cuarteto, vertiginosamente alcanza el estrellato y ve al mundo rendirse a sus pies. Lo bueno que tienen los universos alternos al nuestro es que no podríamos percatarnos de su existencia, y que, si llegamos a hacerlo, nadie nos va a creer, y por tanto no son problema. Antes bien: quizás sea lo mejor, que no nos crean —y de ahí que el cantante de Yesterday pueda triunfar con esa música formidable y ajena.

Hay algunos momentos en la película que llegan a ser muy desasosegantes —o lo fueron para mí—, más incluso que la posibilidad de que nunca nadie hubiera oído aquellas canciones. No queda clara la razón —o no me lo quedó a mí—, pero el protagonista descubre, de pronto, que en ese mundo, la gente no fuma. Ni sabe qué es eso. O que no existe la Coca-Cola. No parecen obedecer, esos hechos, a ninguna necesidad de la historia. Pero descubrirlo imprime una extrañeza todavía más irremediable a la vivencia de esa ¿irrealidad? Como si, por esos detalles, ese mundo fuera más definitivo, más inapelable.

Algo así experimenté hace un par de días, al caer en cuenta, simultáneamente, de que ya mayo está por terminar, y, además, de que terminará sin que haya tenido lugar la Feria Municipal del Libro de Guadalajara. No sólo eso —son obvias las razones de que no se haya organizado este año—: lo más inquietante es que nadie haya parecido darse cuenta. Me puse a buscar información, algún aviso, alguna publicación en la prensa, o por parte de los organizadores. Y nada. Es, ¡ay!, como si nunca hubiera existido.

Ya en varias ocasiones he declarado aquí el cariño que le tengo a esa feria, la más antigua del país, y cómo le debo haberme vuelto lector. Ahora no sé qué hacer con este descubrimiento. Ya sé que no es así, y que seremos muchos los tapatíos que la extrañamos. Pero sí me sentí un poco como el cantante de la película: como si sólo yo en el mundo me acordara de ella.

 

J. I. Carranza

Mural, 28 de mayo de 2020

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