Como un anticipo de lo que todavía tardaría algo más en asombrarnos (estábamos muy entretenidos sobreviviendo a la pandemia), en 2019 se estrenó en varias ciudades del mundo la versión «completada» de la Sinfonía inconclusa de Schubert (que, evidentemente, ya no podría llamarse así). El logro corrió por cuenta de un smartphone inspirado que, aun cuando pudo idear por sí solo los motivos principales para lo que «faltaba», necesitó sin embargo de la colaboración de un compositor no artificial (humano). Más que otra cosa un alarde publicitario que buscaba alabar las virtudes del aparatejo y de su fabricante, para la «composición» de lo que Schubert ya no quiso o no pudo hacer —suele aducirse que se lo impidió la sífilis— hubo que alimentar el algoritmo (creo que así se dice) con abundante información acerca de los patrones del compositor y también de aquellos otros músicos cuyas obras pudieron influir en alguna medida en la del austriaco; con todo y eso, la partitura que el telefonito produjo debió pulirse y ajustarse para que el resultado fuera pasable.
Ignoro si se ha intentado de nuevo, pero, si no ha sido así, seguramente es porque no valdría la pena. Como se ha podido ver en los últimos meses, las aplicaciones de la llamada inteligencia artificial van extendiéndose a cada vez más campos, pero el del arte no parece ser particularmente relevante. Sí, claro: podríamos jugar a descubrir qué poesía habría escrito Ramón López Velarde de no haberse abreviado su vida a la edad de Cristo, pero no se ve que tenga mucho sentido proponérselo, más allá de una curiosidad ociosa y morbosa. O no faltará quien ya esté suministrándole a la máquina los insumos necesarios para que regurgite el segundo libro de la Poética de Aristóteles, aquella obra cuyo asunto habría sido la comedia y la risa y que, precisamente por ocuparse de eso, habría sido proscrita radicalmente por la Iglesia católica —uno de los asuntos centrales de ese prodigio de novela que es El nombre de la rosa, de Umberto Eco—. Muy bien, si así es, y también si hay computadoras que ya estén pintando lo que no pintó cualquier gran pintor o trazando los planos que ya no se le ocurrieron al irrepetible arquitecto. Pero la pregunta que sigue siendo difícil de responder es: ¿para qué?
No habría que preocuparse, tampoco, de que, al margen de cuanto puedan hacer a partir de lo que hicieron los creadores del pasado, las máquinas vayan también proponiéndose toda la creación artística que les venga en gana. Si va a venderse en la glorieta Chapalita, a mí me da mismo que la pintura del payasito triste y repelente la haya hecho una señora o un robot. Creo que no tiene caso temer que la tecnología sea capaz, algún día, de imaginar algo más acabado, más conmovedor, más deslumbrante y más perdurable que lo que hayan concebido las generaciones a lo largo de los siglos: si eso pasa, bienvenido sea. Después de todo, a lo mejor ya es hora de que vuelva a haber un Bach, y qué importa que surja facilitado por una computadora: sería muy necio lamentarlo y abstenerse de oír la música que compusiera nomás porque ésta no salió de un señor de carne y hueso.
Una de las inquietudes frecuentes a este respecto —sigo pensando en lo que se supone que tendría que ser cualidad indispensable de la creación artística— tiene que ver con la posibilidad de que la inteligencia artificial llegue o no a experimentar algo parecido a las emociones humanas. ¿Y si así pasa, qué consecuencias podría haber? Sólo, quizá, tendríamos más ocasiones de quejarnos de los demás, nomás que ahora esos «demás» serían robots o estarían flotando en el éter informático. Se ampliarían nuestras capacidades de enojarnos, impacientarnos, ofendernos o apenarnos, y tal vez también las de perdonar, soportar, admirar y hasta amar. ¿Y? Alguna vez, cuando voy en el coche y le pido al teléfono (no, no se lo pido: se lo ordeno) que toque música, no sé, de Lorenzo de Monteclaro, y se tarda algunos segundos y vuelvo a pedírselo, el teléfono (o la voz de quien vive dentro) me responde algo así como «¡Estoy en eso!», con un tono de fastidio, si no es que de odio ancilar, y al fin termina por desistir de seguir buscando o bien pone cualquier otra cosa que le suena (algo de Cornelio Reyna, por ejemplo). Ya me he sorprendido reprendiendo al aparato o insultándolo («¡Ah! Bueno, pon lo que quieras, inútil»), y eso me reafirma que todo trato que sostengamos con la inteligencia artificial por fuerza tendrá que seguir siendo humano. Miserablemente.
Es posible que una de las aplicaciones mejores que podrían idearse para la inteligencia artificial sea la que reemplace a nuestras deficientes prácticas de eso que entendemos por democracia, en especial en cuanto se refiere a los procesos electorales. Se alimenta el algoritmo con las necesidades de una nación, se lo pone enseguida a escoger a los individuos idóneos para satisfacer esas necesidades, condicionándolo a que se abstenga de considerar a los corruptos y los imbéciles (va a estar difícil, pero mejor que hacerlo a mano), y santo remedio: lo que nos ahorraríamos no sólo de dinero para pintar bardas y pagar bots, sino también de disgustos y vergüenzas. Tengo confianza en que así pasará: seguramente ya la inteligencia artificial está trabajando para descubrir de qué podrá servirnos en verdad.
J. I. Carranza
Mural, 19 de febrero de 2023.