• Plagio

    Plagio

    ¿Qué tuvo que haber pasado? No parece complicado imaginarlo: ante la acusación de haber plagiado su tesis de licenciatura —un hecho absolutamente deleznable y deshonroso, pero además materia de delito, por mucho que sea un delito que ya ha prescrito—, la aspirante a presidir uno de los tres Poderes de la Unión, el que ha de velar por que las leyes se cumplan, tuvo que haber sido hecha a un lado automáticamente y su aspiración debió quedar suspendida en el acto; la maquinaria que estaba en movimiento para conducirla a ese sitial supremo tuvo que haberse detenido en seco, en pro de garantizar la institucionalidad y la respetabilidad absoluta que ese Poder tendría que detentar. Asimismo, y en razón de que la acusación estaba acompañada de evidencias incontrovertibles, pronto verificables por todo aquel que se hubiera propuesto corroborar por cuenta propia la ocurrencia del plagio (evidencias evidentísimas, digamos), la acusada tuvo que haber renunciado no sólo a sus intenciones de ser la juzgadora principal de la República, sino también a todo beneficio profesional y personal y político derivado de haber llevado una carrera fundada en un fraude —como hasta el momento parece indudable que ha sido, habida cuenta, para no ir más lejos, de que el director de la Facultad de Derecho de la UNAM ha declarado que ya llevan detectadas cuatro tesis similares a la que la acusada presentó para obtener su título—. Además, los partidarios del encumbramiento en cuestión, empezando por el titular del Ejecutivo federal, simpatizante de la encumbrada por razones flagrantes de conveniencia política, tuvieron al menos que haberse abstenido por completo de seguir impulsándola, dejando así a la Ley actuar para que tuvieran lugar las consecuencias lógicas del caso. Y la nación en su conjunto tuvo que haber experimentado ese sentimiento ya tan raro, y quizás tan inútil en nuestra realidad desesperada, que es la vergüenza.

          Pero las imaginaciones como ésta son un exceso cuando lo obvio o lo lógico se ha vuelto del todo improcedente, el Estado de derecho es una entelequia en la que resulta ridículo seguir creyendo y la mendacidad y el descaro han reemplazado a la legalidad y a la decencia al punto de que nos hemos olvidado de qué diablos eran y para qué podían servir. Y ya vimos lo que ha pasado: aun cuando el encumbramiento haya sido frenado, por lo pronto, en el último momento, el solo hecho de que haya estado tan cerca de producirse dice mucho acerca del formidable nivel de cinismo que hemos alcanzado, pues, por escandaloso que tendría que ser, el episodio en el fondo no llegará a tener ninguna repercusión real y, sobre todo, terminará resultándonos de lo más normal. Querer lo contrario —que la ministra renuncie, que pida disculpas, que su obstinado porrista de Palacio le dé la espalda en nombre de la honestidad con que hace gárgaras todas las mañanas, que los demás ministros la bajen de donde todavía está, que los legisladores se pronuncien y trabajen para evitar que algo así vuelva a ocurrir, etcétera— es pecar de ilusos. En México, querer que las cosas sean como tienen que ser es una fantasía y nada más.            

         Lo ocurrido tiene significados patentes y que no son novedad: que la conveniencia política está por encima de la honestidad, por ejemplo, y también que más allá de la solvencia moral importa profesar lealtad incondicional. Tampoco será insólito (qué es insólito ya en este país) el hecho de que el episodio salga pronto de nuestro interés, como seguramente sucederá: vivimos orillados al olvido rápido, pues enseguida nuestra aturdida atención se verá sobresaltada por un nuevo desfiguro, una nueva tropelía, por la próxima bajeza o la siguiente estupidez que nos aguarda a la vuelta de la esquina, por los inevitables miserables que también nos atarearán para nada, como no sea para hastiarnos —a veces pienso que ésa es una estrategia maestra del discurso oficial, la recurrencia incesante de la sandez y la hipocresía que cuajan cada mañana en las mismas invectivas, en las mismas cretinas excusas (la comparación machacona con el pasado), en los mismos aspavientos y sus risitas sarnosas, en las mismas afirmaciones celebratorias de la propia probidad del movimiento y su líder («No somos iguales»), a fin de acabar produciendo un estado de embotamiento generalizado e irreversible.

          Cada inicio de semestre, les advierto a mis alumnos que la única razón por la que he llegado a reprobar a alguien, dos estudiantes en cerca de veinte años, es el plagio. Es, creo, algo tan degradante, tan humillante, tan indigno —y tan indignante—, que me parece que despoja de todo sentido y todo propósito a quien pretende servirse de él para salir del paso. El plagiario, además de ratificar su ineptitud o su haraganería, lo que hace es manifestar un enorme desprecio por la educación, por el conocimiento, por sus profesores, por sus compañeros. Habrá quien lo reconvenga diciéndole que, al querer pasarse de listo, en realidad está haciéndose tonto, pues no aprende lo que debería; sin embargo, no estoy tan seguro de que eso lo excuse: más bien es que está probando su naturaleza de estafador, y cómo así puede abrirse camino impunemente. Por eso hay que pararlo sin miramientos. De lo contrario, puede llegar a presidir la Suprema Corte de Justicia.

    J. I. Carranza

    Mural, 8 de enero de 2023.


  • Propósito

    Propósito

    «Está usted llegando a Puolanka. Todavía puede dar la vuelta». Las horas ociosas de zapping en estos días me obsequian con un breve reportaje, en la televisión alemana, acerca del pueblo finlandés que ha descubierto en el pesimismo la mejor posibilidad para tener un futuro. Con una población principalmente compuesta por mayores de 60 años, el lugar va quedando cada vez más desolado en medio de la inmensidad de los bosques, y hasta hace poco no parecía que nada fuera a evitar su extinción. Sin embargo, al contrario de lo que suelen hacer ahí los jóvenes, que es largarse en cuanto tienen oportunidad, dos decidieron quedarse y fundar la Asociación de Pesimistas de Puolanka. Además de abrir un café donde se reúnen a tramar los peores escenarios, la adopción de esta actitud vital les condujo, se diría que de modo inevitable, al ejercicio del humor, materia prima con la que empezaron a producir videos burlándose de su negro destino, para así ganar notoriedad en internet, luego atraer turismo y, finalmente, despertar el interés de posibles nuevos habitantes que descubren que no está tan mal disfrutar de una densidad de población de una persona por kilómetro cuadrado. 

           ¿Puede quejarse un pesimista cuando las cosas no salen como pensaba? Si falla en sus vaticinios, ¿no está de todos modos fracasando, que es lo que siempre esperó? Parece ser que los pesimistas del mundo tenemos por lo general pocas posibilidades de ver concretadas nuestras más agoreras visiones. A demostrarlo ha dedicado considerables esfuerzos Steven Pinker, autor de libros sumamente útiles para desmentir a quienes descreen de los avances de la justicia, la libertad, la felicidad y la razón en este viejo mundo. No siempre es sencillo estar de acuerdo con Pinker, acaso porque el pesimismo a veces parece ser una parte constitutiva del propio carácter y deshacerse de él es como mocharse una pata; por lo mismo, y porque ahora mismo no es mi asunto, sólo lo dejo mencionado como un tenaz combatiente de todo relato que afirma la proximidad horrorosa de la catástrofe. Pero el caso es que, como lo comprueba el caso de Puolanka, hay ocasiones en que la sola forma de escapar del desastre es abrazándolo. Tal vez así sea como convenga dar estos primeros pasos en este 2023.

           Las mismas horas ociosas ante la tele me llevaron a recordar los recuentos de lo ocurrido en el año, que hace mucho tiempo producía Abraham Zabludovsky. Será porque no disponíamos entonces de los resúmenes con que hoy nos vemos bombardeados (aun sin que se lo pidamos, por ejemplo, las redes ya estuvieron recopilando los álbumes y las listas de todo lo que hicimos, vimos, leímos, tragamos, oímos, etcétera), pero aquellas condensaciones de las noticias más destacadas eran más que apreciables —y estaban muy bien narradas, pienso yo: ¿qué se habrá hecho Abrahamcito?—. Es posible que una de las consecuencias más insidiosas que ha traído consigo la aceleración de la vida en todos sus órdenes, en las últimas décadas, haya sido la progresiva incapacidad para la memoria, y creo que ello se advierte en la fugacidad de los anuarios en línea que no alcanzan a capturar la densidad de lo vivido. Por lo mismo, al estar dándole vueltas a la necesidad o a lo superfluo de hacerse propósitos para el año nuevo (en serio que estos días los he tenido repletos de horas ociosas), llegué más o menos al siguiente razonamiento —y me animo a compartirlo en la esperanza de dar con al menos algún lector tan ocioso como yo, tanto como para que ahora mismo esté leyendo el periódico este domingo, el más inhábil de todos los días del año.

           Es esto: buena parte de los males remediables a nuestro alcance derivan, por encima de cualquier otra razón, del descontrol de la velocidad que llevamos. O la velocidad, más bien, a la que somos obligados por los espejismos que generan incesantemente los medios que utilizamos para comunicarnos y para informarnos. La perversa imposición de la urgencia como razón de ser de todo lo que hacemos y todo lo que queremos. Los jóvenes de Puolanka, ansiosos de sumergirse en una vida que imaginan vibrante y exultante, han sido capaces de dejar desierto uno de los paisajes más hermosos que existen, y sin embargo ahora mismo hay quien, para su fortuna, está redescubriendo ese paisaje, con todo su tiempo y su calma y su silencio, de tal manera que hay esperanza de que algo vuelva a crecer ahí. No sé si me explico.

           Y es que, en estos días, además de ver y extrañar cosas en la tele, también me dio por practicar, a conciencia, a fondo, a costa de dejar a un lado todo el vértigo insulso de redes y mensajerías y demás, los dos verbos con los que armé el propósito que digo: caminar y leer. Con el primer verbo, recuperar la velocidad a la que conviene ir para que las impresiones del camino se fijen en la atención y en la memoria lo suficiente como para que el camino tenga sentido: para no ser uno mismo un mero borrón irreconocible. Y con el segundo, resguardarse cuanto sea posible ante el barullo y la necedad, salvarse del desperdicio de la propia vida que supone prestarle tanta atención a los miserables y a los imbéciles. Ambos verbos son, también, propicios para la memoria, y, en última instancia, para el mejor pesimismo: el que trabaja convencido, en el fondo, de que todo va a salir bien. ¡Feliz año!

    J. I. Carranza

    Mural, 1 de enero de 2023.


  • Abandono

    Abandono

    Tal vez todo empiece con el vidrio de una ventana rota; luego, un agujero en una cortina metálica, en una puerta, en un muro, al mismo tiempo que la progresiva infestación del grafiti, esa hiedra en aerosol que va creciendo y cubriendo las fachadas día tras día, como emergiendo de la mugre y la basura y confundiéndose con la maraña de árboles, arbustos y hierbas, en una proliferación paulatina de tierra, charcos, ratas, mierda, más basura, ante la que hay que pasar sobre banquetas despedazadas, una finca tras otra, cuadra tras cuadra, por todos los rumbos. Casas, comercios, talleres, fábricas, bodegas, locales que ya no puede saberse qué fueron, baldíos que parecen generarse espontáneamente, de un día para otro, y tener ya años ahí; bardas que están por caerse o ya se cayeron, hacia la calle o hacia dentro, edificios que es imposible saber cómo se sostienen, eviscerados y repletos de soledad y oscuridad y peligro…

          ¿Cómo se explica el triunfo de la ruina en el paisaje tapatío? Imagino que habrá causas bien identificadas, y que principalmente tendrán que ver con las dificultades económicas de los últimos años (una de las huellas más perdurables de la pandemia es la cantidad de negocios que no pudieron sobrevivir) , pero también con los mecanismos del miedo que obligan al desplazamiento de las personas y de la actividad comercial: cuando está claro que ya no se puede seguir trabajando en un lugar y hay que salir cuanto antes de ahí. Pero lo que no es tan sencillo de comprender, creo, es nuestra habituación insensible a toda esa desolación imparable, siniestra y sobrecogedora, que afantasma la ciudad desde sus avenidas más anchas y desde ahí se riega por las calles que poco a poco van secándose y muriendo —pienso, por ejemplo, en López Cotilla, de Tepic a Tolsa (bueno, de Francisco Javier Gamboa a Enrique Díaz de León), no hace mucho celebrada como un bullente corredor gastronómico y donde ahora sólo parece prosperar el abandono—. ¿No vemos, o vemos pero no nos importa? ¿Y qué será peor?

          La historia de Guadalajara está marcada por sucesivas imposiciones, brutales y traumáticas, de cambios en el paisaje: el entubamiento del río San Juan de Dios y la cicatriz perenne que fue desde entonces la Calzada Independencia; las destrucciones del centro para ensanchar avenidas como Alcalde-16 de Septiembre o Federalismo, para abrir plazas y cumplir caprichos de arquitectos desorbitados y gobernantes imbéciles, o bien como consecuencia de negligencias criminales (las explosiones del 22 de abril)… La multiplicación y la engorda de vialidades que sólo han servido para que cada vez más automóviles espesen la consistencia pastosa del tráfico ha vuelto, también, intransitables vastas zonas, y por ello —porque ya casi nadie va a pie por ahí— la vida va extinguiéndose: López Mateos a partir de que se convirtió en un viaducto, por ejemplo. A esto hay que sumar las pretensiones desmesuradas que los gobernantes de tiempos recientes y no tan recientes tienen de crear una ciudad que nunca ha existido, olvidándose de la que en realidad habría que dejar emerger y vivir: la Plaza Tapatía, el Paseo Alcalde… Y no hablemos de la construcción enloquecida de torres y más torres vacías y por tanto estúpidas, la explosión desmesurada de nuestro peor sinsentido.   

          Ahora bien: a esos cambios, debidos principalmente a una tarada idea del progreso, y también a la colusión entre la codicia, la corrupción y la ignorancia de quienes toman las decisiones, hay que agregar ahora esto que ocurre: el triunfo de la devastación y la ruina. Anímese el lector a proponerse, aprovechando estos días de vacaciones, una caminata por cualquier avenida principal de la ciudad: Washington, por ejemplo, o Avenida México, o Circunvalación División del Norte, o Revolución. ¿Cómo se habita el abandono? Posiblemente, los únicos que van descubriéndolo son quienes integran la población creciente de indigentes, que al menos logran guarecerse en los cascarones de las casas, los edificios, los locales que van quedando solos. La desgracia de tantas personas que han llegado a habitar esa realidad dice mucho acerca de los extremos de vileza que hemos alcanzado como sociedad.

          ¿Y se tratará de un proceso cíclico, que desembocará algún día en un resurgimiento de Guadalajara? El caso de Federalismo hace temer lo contrario: en casi medio siglo no se ha logrado erradicar el abandono que dejó la destrucción que le dio origen. Lo mismo el tramo de 16 de Septiembre que va desde Revolución hasta la estación del ferrocarril, por más que lleguen entusiastas descocados a querer vendernos la idea de que eso podrá revivir, por ejemplo con la cacareada extensión del Paseo Alcalde. Javier Mina, Mariano Otero, Hidalgo… Ir a pie, insisto, facilita descubrir una ciudad estragada y temible.

          Tal vez haya que admitir que las ciudades también se extinguen, como lo demuestra la historia. Pero quizás eso tampoco nos sirva de mucho consuelo. Roma es eterna a condición de ser una ruina, y lo malo es que Guadalajara no sólo no es Roma, sino que tampoco ha sabido nunca qué hacer con su historia y ni siquiera las ruinas sabemos dejarlas en pie. Y si no sabemos qué hacer con el pasado, ya ni siquiera tiene caso preguntarnos por el futuro, y menos por el presente: está cayéndose a pedazos y no lo podemos ver.

    J. I. Carranza

    Mural, 18 de diciembre de 2022


  • Ideático

    Ideático

    Tal vez no sea inevitable, pero supongo que hará falta un gran esfuerzo para resistirse. O quizá no importe en absoluto y no haya razones valederas para proponerse esa resistencia: a fin de cuentas, cada individuo enfrenta por cuenta propia las consecuencias de sus decisiones —si las hay: no siempre se producen—, y el resto del mundo puede pasar de largo y seguir en lo suyo sin inmutarse. Hablo de lo que ocurre cuando, con el mero transcurso de los años, uno acumula convicciones o certezas que, sin necesariamente estar apuntaladas por ninguna ciencia, modelan las elecciones y las preferencias para conducirse en la vida. O, para decirlo de modo más directo, hablo de las ideas que, al amontonarse y fijarse en la propia conciencia, aherrumbradas y cada vez más irremovibles, acaban por no necesitar explicaciones y sólo se nos imponen y ya, al cabo incuestionables e irrenunciables: el conjunto de pareceres, sentires, creencias y saberes que no estamos dispuestos a negociar, y que se diferencian de los prejuicios porque éstos son ejercidos en la vacancia de la razón (cobran forma antes de que el juicio opere), mientras que estas ideas de las que hablo son fruto de largas deliberaciones que uno tiene con uno mismo, se rumian una y otra vez y van incorporándose al carácter y al ánimo y, en suma, a todo lo que uno entiende. Ideas, insisto: las que hacen de uno un ideático.  

          Voy a dar el ejemplo en el que vengo pensando desde hace tiempo, que para mi humilde experiencia de las cosas tiene un peso considerable. Según yo —y este «según» anuncia que es una apreciación personal, e insinúa que, por lo mismo, no tengo intención de ponerla en duda más que de este modo retórico: el idioma español facilita estas estratagemas, como cuando se dice «Con todo respeto» antes de faltarle al respeto a alguien, o «No es por intrigar», cuando eso es precisamente lo que se pretende—… según yo, para ser aceptable, una cafetería debe reunir ciertas cualidades indispensables, y abstenerse de incurrir en prácticas del todo indeseables y aun aborrecibles. Pienso en la cafetería, o el café, como ese espacio culminante de la civilización que se abre en el trajín de la vida para, más que hacer una pausa, reencontrarse con la forma del tiempo que nos da sentido y justifica nuestra existencia. Ya sea que acoja la posibilidad del encuentro y de la conversación, o bien la de la soledad y el silencio —que propician otra especie de encuentros—, el café como una ocasión magnífica de meramente estar, eso que tan difícil resulta en medio de los afanes de lo cotidiano: un lugar al que se puede ir para estar, y entonces también para serde un modo más neto lo que uno es.

          Mi ideal de café es elemental y se niega a toda pretensión de originalidad o innovación. Leí el otro día un hilo de Twitter que hacía el encomio del filósofo Simon Blackburn, que se defendió de las reconvenciones que le hizo su universidad por no proponerse métodos nuevos para enseñar: «El método correcto», adujo Blackburn, «ya lo descubrió Sócrates hace dos mil 500 años y no tengo ninguna intención de modificarlo». Luego supe que esa aseveración ilustra muy bien el llamado efecto Lindy, una teoría matemática de predicción del futuro: la perdurabilidad de una tecnología o una idea se fortalece mientras más tiempo hayan sobrevivido esa tecnología o esa idea sin alteraciones significativas. (El nombre Lindy fue tomado, justamente, de una cafetería en Nueva York; otro buen ejemplo del efecto es lo que pasa con la tecnología que conocemos como el libro impreso, que no ha cambiado en medio milenio). Lo nuevo no es mejor nomás por ser nuevo. Así que mi café prescinde de todo alarde rompedor y se afirma en lo que ha funcionado ya el tiempo suficiente como para saber que no falla.

          Debo aclarar que, más que un ideal, lo que yo tengo en mente es una serie de reminiscencias concretas de cafés perfectos, o casi, que he disfrutado en la vida. Número uno: que el mobiliario y la ambientación armonicen, que todas las sillas y todas las mesas sean iguales y que sirvan para lo que tienen que servir. Las ridiculeces exóticas que saben poner en muchos lugares son por lo general torturantes o tienen el cometido de abreviar el tiempo de permanencia de la clientela. Enseguida: que tenga personal que atienda las mesas. Qué pereza infinita y qué enojosos son esos lugares donde tú tienes que esperar de pie lo que vas a tomar y llevarlo hasta tu lugar; pero son todavía peores los lugares pretenciosos donde, una vez que acabaste, tienes que recoger tus trastes y regresarlos. (El personal, de preferencia, tendría que estar uniformado en blanco y negro). Ah, y debería haber siempre azúcar y servilletas en las mesas, para no tener que estar pidiéndolas. En tercer lugar: que el café que se sirva no haya que pedirlo forzando la comprensión y el ingenio. Tres o cuatro cosas en la carta (americano, expreso, capuchino, tecito, agua), y con eso. Para todo lo demás están las pastelerías, los bares, las dulcerías, etcétera. Y poco más: que no haya música ni demasiado ruido, que haya buena luz por si uno quiere leer…

          Lo más difícil para los ideáticos es que la realidad tiene muy pocas ganas de darnos gusto. Pero yo sé que alguna vez estuve en un café perfecto, y sé también que algún día me lo voy a volver a encontrar.

    J. I. Carranza

    Mural, 11 de diciembre de 2022


  • Ya en enero

    El periodo de desacelere y progresiva holganza conocido como Puente Guadalupe-Reyes, cuando ya es perfectamente legítimo ir aventando los pendientes menos apremiantes para el año que entra y responder a todo «Lo vemos en enero», en Guadalajara más bien tendría que abrirse desde que la FIL se apaga y va disipándose la resaca de su frenesí. Nos esperan, es cierto, otros días de prisas angustiosas, gastadera insensata, comilonas asesinas y demás conductas perniciosas. Pero la borrachera de las posadas, la Navidad y las vacaciones, como sea se sobrelleva y hasta tiene su encanto. O lo tiene para mí, al menos: ya sé que en esta materia sólo puede hablarse a título personal, y no tengo empacho en reconocer que me alegra ver las nochebuenas en la Minerva, los coches con cuernitos melolengos y el arbolote iluminado en Plaza del Sol. Después de todo, en tiempos de aflicción e incertidumbre, cuando ni siquiera la Selección fue capaz de darnos ni una mínima ilusión, cualquier pretexto para la alegría cuenta mucho y, por principio, no habría que repudiarlo.

          Una vez que terminó de irse la considerable población flotante que tiene Guadalajara durante los días de la FIL, cuando ya el tráfico en Mariano Otero y Las Rosas se redujo un uno por ciento y estamos en otra cosa, el recuerdo de lo ocurrido en la Expo y sus inmediaciones va disipándose como la niebla de los sueños. Es, supongo, inevitable, pero también muy extraño: en las vísperas de la feria, y mientras ésta tiene lugar —sobre todo durante los primeros días—, da la impresión de que están pasando cosas importantísimas, tremebundas, históricas. Los ánimos se condensan en una especie de delirio que entremezcla el entusiasmo y la expectativa, la urgencia y la exaltación, y de pronto ya estamos en un desenfreno tan injustificable como irresistible. Doy un ejemplo: con varios meses de anticipación, un editor local me invitó a participar en la presentación de un libro. Acepté, gustoso, pues admiro al autor, pienso que es una figura importante de la literatura contemporánea y me iba a encantar conocerlo. Así que recibí el PDF (tuve que pedírselo al editor varios semanas después de que me invitara, porque nomás no me lo enviaba: se le había olvidado) y me puse a leer. Cuando llegó el gran día, el editor no sólo había omitido reservar el espacio para la presentación, sino también hacerle promoción para que el público asistiera, e incluso imprimir el libro. El autor, que había viajado desde lejos, llegó puntual a la cita, y yo también, y nomás nos mirábamos sin saber qué hacer, porque al editor también se le había olvidado ir. La justificación que este editor intentaba venderme para disculparse, cuando lo llamé por teléfono para preguntarle qué onda, era: «Es que ya ves cómo se pone todo con la FIL», como si se tratara de un tiempo enloquecido que a fuerzas hay que atravesar y que deja tonta a la gente. (La cosa se arregló sobre la marcha, y de cualquier modo el autor y yo pudimos sostener una rica conversación ante un público que quién sabe de dónde salió. Pero el episodio fue sumamente enojoso: una acumulación de desatenciones, falta de respeto, malhechuras, irresponsabilidad y desvergüenzas. Y luego se quejan los editores independientes de lo mucho que dizque tienen que batallar para sobrevivir: si al menos trataran bien a sus autores y a sus lectores, quizá les iría algo mejor. Pero prefieren hacerse las víctimas, o echarle la culpa siempre a algo más).

          Pero ya que estos días pasan, sobreviene una calma al mismo tiempo agradecible y un poco afligente. El primer problema, en la casa de ustedes, es saber qué vamos a hacer con las cantidades de nuevos libros que llegaron a vivir con nosotros. ¡Ah, pero ahí andábamos, en la venta nocturna de la FIL, dándonos vuelo! Hacía años que no me tocaba ir en esa ocasión, por cierto, así que lo que vi la noche del viernes fue muy impresionante: cuánto dinero gasta tantísima gente comprando libros carísimos en la feria: cuando yo mismo ya llevaba veinticinco minutos haciendo cola para pagar dos mil 300 pesos por tres libritos me dije: «¿Qué diablos estoy haciendo?». El asunto es que, cuando estos nuevos inquilinos ya se amontonan sobre la mesa del comedor, en el sofá, encima del tanque del retrete, es cuando caemos en la cuenta de que ya no tienen dónde caber. El otro día, una amiga me quería vender unos cuadros maravillosos que me hacían mucha ilusión. Pero un instante de lucidez me hizo caer en la cuenta de que en la casa no tenemos paredes para colgarlos, porque todas están ocupadas con libreros. Y esta situación únicamente admite soluciones dramáticas, como una mudanza (las mudanzas con libros deberían contar como un castigo del infierno) o una donación a una biblioteca pública (pero qué pesaroso debe de ser el trance de elegir qué se queda y qué se va: nunca me he resignado a verme en ésas, y no sé si podría: por eso mejor me espero a que mis deudos se hagan cargo). Uno se siente tentado a admirar al que le prendió fuego a la Biblioteca de Alejandría.            

          Estos desasosiegos se compensan con la progresión del silencio. En la medida en que uno se abstenga de zambullirse en centros comerciales o de ir al centro (si uno vive en el centro no sé qué pueda hacerse: supongo que encerrarse a piedra y lodo), la ralentización de todo va extendiendo una calma a la que mucho ayuda el hecho de que los días sean más cortos: cuando uno menos lo espera, ya hay que tapar al canario, cerrar las ventanas, alimentar a los peces y apagar las luces, salvo una, la del lugar favorito para leer. Los ecos del barullo que quedó atrás van acallándose y, salvo por las ocasiones en que consintamos convivir, por obligación o por gusto, este cambio de ritmo cae siempre muy bien. Ya en enero podremos ver en qué nos quedamos y por dónde habrá que seguirle.

    J. I. Carranza

    Mural, 4 de diciembre de 2022


  • A cuál más

    ¿Va a ser la FIL el escenario de la batalla decisiva entre el gobernador de Jalisco y la Universidad de Guadalajara? Por más bravatas, desafíos, acusaciones, muecas y empujones que hemos visto, de un lado y otro, en los últimos días, tal vez lo que habría que preguntarse primero es si en verdad está librándose una guerra: si el ánimo de confrontación está emparejado con la voluntad de llegar, como se dice, hasta las últimas consecuencias (denuncias y juicios políticos, por ejemplo, en virtud de que las invectivas que intercambian los contendientes tienen nombres y apellidos). O si más bien se trata de una exhibición recíproca de supuesto poderío, que sólo envuelve meras ojerizas y ambiciones, sin intenciones auténticas de hacer valer la ley.

          De acuerdo: en los hechos, como hemos visto, el gobernador, gracias a su potestad de facto sobre el Legislativo local, tiene el control de los dineros que la Universidad obtiene del erario (obtiene dineros también de otros modos, por ejemplo cobrando la entrada a la FIL: por poquito que sea, algo ha de contar). Y, en los hechos también, y como también hemos visto y seguiremos viendo, la Universidad puede movilizar a gran parte de su población, que no es poca cosa, para que salga a las calles y se manifieste y le lance porras al rector (es llamativo que el propio rector eche a andar el coro en los mítines, gritándose a sí mismo con el micrófono: «¡No estoy solo!»). Pero, más allá de los recortes y de las marchas contra los recortes, ¿hay una intención real, por parte del gobernador, de arreglar las que, según sus dichos, son las causas del mal uso de los recursos en la UdeG? ¿Y hay una intención real, por parte del rector y del archisabido grupo que rige la existencia de la Universidad, empezando por el Licenciado, de socavar o ponerle freno a lo que, según sus dichos, es el autoritarismo del Ejecutivo estatal?

          No parece probable. Ni de un lado ni de otro se ve que haya más que mala retórica, amagos y fintas, calificativos y desplantes con que se retan y se caricaturizan y dizque se enchilan y chillan y se les traba la quijada. En un puntual hilo de Twitter que publicó el viernes, el periodista Agustín del Castillo (@agdelcastillo) hizo algunas observaciones, a mi modo de ver muy certeras, acerca de las intenciones transexenales del gobernador y del relativo contrapeso que tiene en la UdeG (y del que querría deshacerse). Señala Del Castillo, por ejemplo, que «Alfaro podía haber puesto reglas serias al presupuesto que le da a la UdeG para cerrar llaves a muchos abusos, reforzar obligaciones de servidores públicos, negociar reglas claras para becas de estudios. Pero ésa es una vía institucional. Él quiere ser el héroe de la película». A esto habría que agregar cómo, en su historia reciente (ni tan reciente: ya dura más que el Porfiriato), la Universidad ha sabido acomodarse muy bien al sofisticado sistema de lealtades y connivencias que, bajo un mando omnímodo e inatacable, hace impensable ningún propósito serio de reforma. Y, aunque ciertamente la Universidad de Guadalajara sea una institución indispensable en la vida del estado y del país, y aunque sus frutos sean abundantes y de ellos nos hayamos beneficiado millones, y aunque su vida esté animada por miles de universitarios que trabajan con denuedo, integridad, creatividad y amor por la educación y por la generación de conocimiento y por la necesarísima reflexión crítica, no le interesa a ese sistema cambiar. Así que ni a cuál irle.

          Volviendo a la FIL, es una vergüenza que la hayan convertido en un tinglado para su coreografía de rebozazos y berrinches. Todo lo que debería dar sentido a la realización de la feria, empezando por el encuentro entre el público y la cultura, queda salpicado por las rebatingas de los políticos y apestado por sus miserias; la atención que concitan sus fanfarronerías sólo estorba a la que deberíamos prestarle a otras cosas (por ejemplo a los libros), y, peor aún: sus disputas y sus marrullerías, aunque no vayan a cuajar nunca en una sociedad más justamente gobernada ni en una Universidad más democráticamente organizada, sí amenazan con debilitar a la feria y hasta con extinguirla: no se olvide que, más allá del pleito entre el gobernador y el Licenciado, y de las repercusiones que este pleito pueda acarrearle a la viabilidad misma de la FIL, sigue fermentando la tirria personal que el Presidente de la República le tiene: nomás porque no se ha acordado (lo tiene muy ocupado su marchota), pero en cualquier rato da el manotazo para suprimirla. Aunque tal vez no haga falta: ya aquéllos están llevándose a la feria entre las patas.

          Visto de modo optimista, quizá lo mejor que pueda pasarle a la FIL es el desaire de los políticos, que por fin dejarán de usarla como la deplorable pasarela que durante tanto tiempo les ha permitido lucir toda su mendacidad y sus hipocresías. Acaso esté verificándose una fatalidad largamente trabajada: si pasas toda una vida llenándote de porquerías, llegará el día en que tu salud acabe tan maltrecha que debas hacer cambios drásticos en tu estilo de vida —a ver si así, y con algo de suerte, consigues librarla—. Ojalá, por fin, la FIL se deshaga de sus vicios (como acoger tan generosamente a la fauna política) y adopte mejores hábitos. Podría empezar por desparasitarse.

    J. I. Carranza

    Mural, 27 de noviembre de 2022


  • Maldita FIFA

    Maldita FIFA

    A principios de siglo, cuando tuvo lugar una de esas discusiones estériles pero absorbentes que son necesarias para que la vida parezca tener sentido, la ciudad de Buenos Aires se vio invadida por miles de carteles anónimos que sólo decían, en grandes letras blancas sobre fondo negro, «Maldita FIFA». La razón era que esa organización, con su arbitrariedad característica y la imposición brutal de todo su poderío mediático, había zanjado de golpe aquella discusión al decretar que el futbolista más grande de todos los tiempos había sido y sería por siempre Pelé, y no Maradona. Al margen de cualquier razonamiento que pretendiera avalar aquel dictamen, una indignación telúrica sacudió entonces a la Ciudad de la Furia, y aquella marea de carteles fue, probablemente, una de las más vistosas manifestaciones de repudio a la poderosa y autoritaria y odiosa FIFA, fuente de tantas desazones y disgustos y desgracias para el mundo.

          Mucho se ha dicho acerca de la realidad deplorable que dimana de la supeditación del futbol —un juego, un deporte— a colosales intereses monetarios que casi han llegado a pervertir del todo la organización de ligas y campeonatos y la existencia de equipos y jugadores y aficiones. Quizá como reflejo de diversas formas de descomposición moral que privan en las sociedades contemporáneas, empezando por las más ricas, los movimientos de enormes capitales en torno al futbol acaban por inundar y romper casi cualesquiera otras razones de ser, y es así que hemos llegado al nefasto espejismo de que no es posible que el balón ruede sin que haya negocio. Da la impresión de que la codicia y su hija monstruosa, la corrupción, tienen que presidir cada partido desde el palco principal y son no sólo invencibles, sino también insaciables. Para nuestra fortuna, a estas mismas horas, este domingo, hay unos niños felices, desinteresados de todo el aparatoso funcionamiento del «futbol asociación», jugando una cáscara en un terregal medianamente despejado, donde las porterías hay que imaginarlas alzándose desde unas piedras y en las tribunas invisibles se agolpan la alegría y la ilusión y con eso basta. Maldita FIFA.

          Siempre que se trata de futbol me gusta recordar, lo he hecho en estas páginas varias veces, que el novelista Javier Marías lo celebraba como una recuperación de la infancia, y he hecho mía esa definición para evitarme problemas de una vez por todas y no caer ya en la tentación de defender esta querencia ante quienes, no sin razón, señalan las numerosas infamias que trae anexas: violencias varias, embotamiento, alienación, consumismo compulsivo, exacerbación del machismo, numerosas formas de ilegalidad, etcétera. Porque es difícil defender al futbol de todas esas acusaciones, y, para colmo, gracias a las truculencias y turbiedades de personajes como Infantino y sus predecesores (las amistades de Havelange con tiranos sanguinarios, las indecencias pasmosas de Blatter, etcétera), y gracias a que la riqueza impensable de los cataríes habrá hecho también impensable cualquier alternativa, ahora estamos ya en un Mundial que nos arrincona en disyuntivas morales inéditas, que no tendríamos por qué estar padeciendo. ¿Vamos a querer ver los goles entre la espesa maraña de violaciones a los derechos humanos que saben cometer los poderosos de aquellas tierras? ¿No nos importan los abusos contra las mujeres, las muertes de los trabajadores inmigrantes que habrían trabajado hasta la extenuación en la construcción de los estadios, las penas que pueden recibir las personas LGBTTTIQ+ por el solo hecho de existir? ¿Está bien que nos emocionemos mientras tienen lugar todas esas atrocidades? No necesitábamos estos predicamentos, y menos en este tiempo de guerra y de incertidumbre, cuando queremos creer que ya estamos dejando atrás la pandemia y toda su locura y apenas queríamos sentarnos un rato frente a la tele para disfrutar tantito. Maldita FIFA.

          Yo no recuerdo ningún Mundial en el que el ambiente previo estuviera tan, pero tan aguado como esta vez. Tal vez sea sólo yo, pero tengo la sensación de que hay una indolencia o un malestar generalizados que han inhibido la exultación propia de estas ocasiones. En México, además, con las perspectivas que enfrenta nuestra triste Selección a manos de un ideático inoperante, la cosa recuerda mucho el rumbo absurdo que lleva el país, y a mí, por lo pronto, me da una pereza horrible ocuparme de la suerte que vayan a correr «nuestros muchachos». Hace poco empezó a circular un anuncio de la cerveza Quilmes en el que los argentinos van identificando, con toda la esperanza y el anhelo de que son capaces, las coincidencias que podrá haber entre este Mundial y el de México en 1986, la segunda y última vez que su Selección fue campeona: coincidencias numéricas, astrales, climáticas, sociopolíticas… Hasta que, en un bar, en una mesa de amigos, uno reflexiona: «En el 86 teníamos al mejor del mundo…». Y entonces caen en la cuenta de que eso también tienen 36 años después.            

    No sé si la alegría infantil que puede suscitar lo que hoy empieza, en la experiencia de cada individuo, pero también en la de cada nación, cuente como justificativo de nada. Sí sé que nada se compara con esa alegría, y que el mundo está muy necesitado de tenerla. Y también sé esto otro: maldita FIFA, una y otra vez.

    J. I. Carranza

    Mural, 20 de noviembre de 2022


  • Injurias

    Injurias

    Los intercambios de insultos entre el Presidente y sus adversarios, ya una tradición cansona, son deplorables no tanto porque exhiban los modos perversos en que entienden la cosa pública uno y otros: eso ya es sabido y está lejos de sorprender. Nos hemos habituado a que las tribunas más sonoras de la nación estén ocupadas por lastimosos oportunistas vociferantes desinteresados en absoluto de los más graves y urgentes problemas de este presente asesino: ya quisiéramos que una mitad de las energías destinadas a pelearse por la cosa electoral se dedicaran, mejor, a ayudar a las madres que escarban para dar con los huesos de sus hijos, antes de que sigan matándolas. Por ejemplo.

    Son nefastos, además, esos pleitos, por la medida en que exhiben a sus protagonistas en su irreparable ineptitud para urdir ningún argumento, alérgicos como son a toda sutileza retórica, preverbales y balbucientes, sarnosos y rabiosos o ardidos y vengativos, capaces sólo de elementales mecanismos de ofensa directa y sin gracia. Que el Presidente llame a los otros «cretinos», que una diputada le responda poniéndole la canción de Paquita, etcétera, denuncia la estupidez flagrante de un lado y otro, su vulgaridad pringosa y su carencia de voluntad creativa, indicio inequívoco de que la falta de imaginación acabará de hundir a este país.

    ¿Tendría que erradicarse la injuria de los discursos, los debates y las confrontaciones? Jamás: pretenderlo equivale a desear una supresión de la libertad, pero además es imposible. Sin embargo, lo que sí cabe es soñar con una discusión pública en la que las ganas de joder al enemigo trasluzcan inteligencia y sensibilidad, un mínimo de cultura, destreza en el uso de las posibilidades del lenguaje. Y, sobre todo, sentido de la ironía, esa herramienta indispensable para ver más allá del chiquero en el que uno hoza y se revuelca. La mejor malevolencia discursiva puede prestar un considerable servicio a la patria, aceitando los engranajes del juicio, más allá de la mera animadversión y el encono.  

    Borges apuntó que la injuria tiene la obligación de ser memorable. Además, concretamente en lo referente a la imposición de términos con los que se busque caracterizar al adversario (motes o calificativos), el dicho no ha de conformarse con agraviar: también ha de ser inobjetable, comprensible de inmediato y pegadizo. Y aunque ciertamente hay un componente de violencia en el hecho de endilgarle a alguien un distintivo socarrón, queriendo así ridiculizarlo y escarnecerlo, el «buen malhumor» (Borges otra vez) debe diferenciarse del insulto porque éste es inequívoco, no tiene otro fin que zaherir, mientras el primero ante todo busca concitar la complicidad de otros usuarios, su risa (por sañuda que pueda ser), y ello de algún modo honra a su merecedor.

    Permítaseme insistir un poco más en mi argumento: a diferencia del insulto llano, el apodo entraña un merecimiento, ganárselo implica haber sido objeto de la consideración de alguien, que lo tuvo a uno lo bastante en cuenta como para hacerle el obsequio de un nombre, lo que no es poca cosa, por aborrecible que tal nombre sea. Recibir un insulto es fácil, no tiene mérito: el surtido de voces al alcance para insultar es limitado, recurrir a ellas revela pobreza de ingenio. Si Ulises pudo ostentarse como Nadie, todos podemos hacer lo propio reconociéndonos como Pendejo. Pero sólo habrá un individuo en el universo a quien corresponda, con toda propiedad, ser el blanco de una injuria original, atinada y hasta brillante.

    Algo tiene de ruindad injuriar: de acuerdo. Al enfatizar así las debilidades de los demás, facilitando que se los avergüence, se añaden unas gotas de veneno al trato social, en menoscabo de formas acaso más civiles, y por tanto preferibles, de conducirnos unos con otros; además, no es improbable que al rebautizar con alevosía alguien estemos precaviéndonos contra nuestras propias miserias, y en cierto modo delatándolas. Ser un desdichado, entre otras cosas, es querer que el prójimo también lo sea.

    Y habría mucho que agregar sobre las disyuntivas morales y cívicas de la práctica. Pero lo que a mí me interesa es lo que toda buena injuria tiene de fabricación poética, como dispositivo para cuya eficacia se requiere una oportuna agudeza que detecte sentidos antes insospechables y los funda en emblemas inapelables y eternos: por su originalidad, pero también por su exactitud asombrosa. Son frutos delicados de la atención, ante todo (eso que tanto nos falta).

    En un mundo ideal donde imperaran el respeto y la procuración de la concordia, las injurias no podrían caber. Pero en tanto ese mundo no exista —y va para largo—, lo que tenemos es una realidad en la que las relaciones están moduladas, antes que por la observancia de principios abstractos, por la subjetividad de los individuos que las protagonizamos, y al pretender lo contrario se corre el riesgo de incurrir en postulaciones más o menos ingenuas cuyos efectos, lejos de conseguir ninguna armonía, enturbian esas relaciones y las desnaturalizan. Por ejemplo, la llamada corrección política —cuya instilación en el lenguaje cotidiano acarrea tantos malentendidos—, o lo que a menudo ésta termina siendo: hipocresía sin más.

    Ojalá algún día los políticos mexicanos sepan injuriarse bien. Al menos.

    J. I. Carranza

    Mural, 13 de noviembre de 2022


  • Gracias, Musk

    Gracias, Musk

    Poco después de que Liz Truss se convirtiera en Primera Ministra del Reino Unido, el periódico The Daily Star compró una lechuga, le dibujó ojitos y sonrisa y una peluca y la dejó ante una cámara encendida que transmitía en vivo su deterioro. La apuesta era que la lechuga duraría más tiempo que Truss, y ya sabemos quién ganó. Hoy es cada vez más posible vaticinar los giros de la realidad gracias a que la flagrante estupidez de los poderosos es más visible y elemental, no tiene dobleces ni misterio, y así ya alguien compró otra lechuga y la puso a competir contra Twitter. Nuevamente la apuesta parece segura, a partir de que Elon Musk tomara el mando y empezara a lucirse y a hacer dagas, como el villano de cómic que le encanta ser.

          ¿Qué perdería el mundo si Twitter dejara de operar, o bien si se transforma como Musk pretende? Para responder a esto, convendrá empezar por preguntarse a quién le importa Twitter y por qué. (Yo quisiera adelantar mi insignificante sentir como usuario desde hace unos doce años: ojalá que Twitter truene, y ojalá que truene feo, que se apague de un día para otro, que se lo trague un agujero negro o que le caiga una bomba nuclear,  de tal forma que una mañana no muy lejana, cuando millones nos despertemos, al tomar el celular casi inmediatamente después de abrir los ojos y picarle a la maldita cosa, ésta ya no jale y no se abra, o que se abra y encontremos aquello desierto, desolado, como un estadio vacío y siniestro luego de una estampida. Y que entonces, luego de algunos minutos de perplejidad y aturdimiento, cinco o diez, suficientes como para reconocer que es el final y es irrevocable, podamos seguir adelante con nuestra vida sin volver a ocuparnos del asunto. Eso quisiera yo).

          Por principio de cuentas, Twitter sólo le importa a quien está en Twitter. En mi experiencia, tengo la sospecha de que cada vez hay menos personas vivas y reales ahí, o bien el algoritmo así ha querido que lo perciba. Entre la infinidad de informaciones insulsas surtidas por la infinidad de fuentes que sigo y no sigo, más los anuncios que apedrean mi pantalla todo el tiempo, es cada vez más raro hallarme con alguien que sé que resuella, que tiene una identidad y una historia, además de algo interesante que decir. Claro: todavía hay quienes se obstinan a tal grado en seguir ahí que el algoritmo les da chance de circular un poco más. Imagino que a esos obstinados les importará no verse obligados a buscarse otro jacal.

          También les importa a los medios, porque Twitter les facilita el trabajo, no sólo ahorrándoles el gasto de recursos que deberían destinar a investigar en serio las noticias, sino también aligerándoles la carga de proponerse lecturas críticas de la realidad y la responsabilidad de tomar posiciones: la prensa que se ha convertido en caja de resonancia de las redes se limita a dar constancia de las tendencias y a corretear los temas en boga, en especial los que imponen los políticos, y así esa prensa (que, por suerte, no es toda) se abstiene de comprometerse más —y así subsiste también, todo hay que decirlo, en este tiempo de penuria que, por lo visto, ya nunca se acabará.

          Desde luego, que Twitter siga existiendo les importa también, y quizá sobre todo, a los políticos, que han encontrado ahí sus vocerías más eficaces; además porque creen (o les conviene creer) que Twitter cuenta como una representación fiable de la sociedad en la que buscan prosperar para seguir medrando. En esa suposición fundan sus lecturas tramposas y sus siguientes estafas, se victimizan y atacan, mueven sus costosos ejércitos de bots para mentir y deshonrar y dañar y vengarse, alardean de sus inexistentes hazañas y se defienden cuando salen a la luz sus más notorias miserias (otras permanecerán soterradas e impunes por los siglos de los siglos).

          Y, por último, Twitter y similares son vitales también para los analistas y estudiosos que han hecho un modus vivendi o una industria cultural del escrutinio de la vida en las redes, área del conocimiento que, desde mi ignorante y anticuado punto de vista, tiene mucho de fantástico y linda con la ciencia ficción. Dicho sea de paso, sólo a quienes pueblan estos gremios me ha tocado ver que se sumen, con entusiasmo o ya con melancolía, a la aseveración que hizo Musk cuando vio que la clientela se empezaba a largar de su antro: que Twitter es «el lugar más interesante de internet». Podrá no ser falso para quienes sinceramente lo creen, pero ello se debe al narcisismo que explica que uno siga ahí, soltando sus naderías al mundo y enfrascándose en disputar con los demás la propia y colosal irrelevancia.

          Para animarme a tomar la decisión de una vez, cerrar mi cuenta, dejar de perder el tiempo y mejor, por ejemplo, ponerme a trabajar, mi esposa me ha hecho ver que, si algún mérito tiene Musk, es el de haberse ganado tan rápidamente el aborrecimiento casi unánime del mundo (hay excepciones y sigue teniendo fans, pero éstos son como Trump o Salinas Pliego). Es cierto, y sería muy bonito el movimiento global de mandarlo a la goma. Pero, mientras eso ocurre, si insistimos en preguntarnos qué perdería el mundo, bastará con sacar la cabeza fuera de nuestra caparazón y plantearle la posibilidad a cualquier persona real que pase por la calle para corroborar que nada se va a perder.

    J. I. Carranza

    Mural, 6 de noviembre de 2022


  • Una hora

    Una hora

    A todo se acostumbra uno, menos a no comer. Y, como lo demuestra la inconformidad recurrente en México a lo largo de más de un cuarto de siglo, la otra excepción es el horario de verano. Un compatriota pudo nacer en el sexenio de Zedillo, empezar a ir a la escuela en el de Fox, conseguir su primera chamba en el de Calderón o en el de Peña Nieto, hallar con quién reproducirse al arrancar el que ahora transcurre y tener  a su primer vástago la semana pasada, y entre todas sus peripecias habrá vivido dos momentos, cada año, desde que tuvo uso de razón, para quejarse y mentar madres y sacarse de onda y desvelarse imprudentemente o desmañanarse o dormir de más y llegar tarde: ¡maldito cambio de horario!

          Nunca dejamos de vernos sobresaltados y atarantados por esa hora de más y esa hora de menos, ni siquiera por el hecho de que, desde hace unos años, los relojes en el celular, en la compu y en otros muchos aparatos que presiden nuestra existencia se cambien solos (la tecnología no nos considera suficientemente confiables: por eso un día nos va a exterminar). No sé si haya modelos más modernos de microondas que también lo hagan, pero en el que tenemos en casa, ya bastante vetusto, hay que introducir la nueva hora manualmente; yo temo siempre ese momento, pues jamás recuerdo dónde picarle, y así la cocina puede quedarse en un huso horario distinto durante varios días, con el desconcierto consecuente. En estos veintiséis años, las primeras semanas de noches abreviadas y mañanas adelantadas fueron siempre aborrecibles, y las últimas, ya en octubre, todavía más, con la detestable impresión de salir de casa queriendo encontrarse con el nuevo día y hallándose más bien con la noche renuente a irse: las estrellas brillando en el cielo, el frío alevoso de la madrugada, los gatos furtivos buscando qué hacer con lo que queda de oscuridad, la sensación de estar uno tonto por haberse levantado a una hora malsana.

          Naturalmente, siempre hay gente para todo, y sin duda habrá quienes adoren esa experiencia y ahora la vayan a extrañar. Quiero aclarar, en este punto, que las implicaciones macroeconómicas del fin del horario de verano en México me resultan una materia más bien esotérica e impenetrable, máxime cuando llegan filtradas por las conveniencias políticas de los funcionarios en turno. Si el país gana o pierde con esta medida es un asunto, creo yo, que jamás podremos saber a ciencia cierta porque el que nos lo va contar es Manuel Bartlett. Así que más bien me interesan las repercusiones que haya en las vidas de las personas, entre ellas, por ejemplo, las alteraciones del estado de ánimo nacional, que de seguro va a mejorar, quiero creer, gracias a que vamos a ir más al ritmo del solecito.

          La humanidad se divide en tres sectores irreconciliables: quienes debemos madrugar por necesidad, quienes no madrugan (porque no tienen necesidad) y quienes madrugan por gusto (sobre estos últimos, no hay mucho más que agregar a lo que observó Jorge Ibargüengoitia: «levantarse temprano no sólo es muy desagradable, sino completamente idiota. [Quienes madrugan] llegan a los sesenta como jóvenes, dando brinquitos y mueren de sesenta y uno, víctimas de una trombosis cuádruple»). Los que estamos obligados a abandonar la cama antes de que a ella le parezca bien nos resignamos con la ilusión de que algún día ya no hará falta y podremos seguir echados hasta que el colchón nos pique. Esta fatalidad se ve agravada por la imposición de un horario que obedece, únicamente, a razones monetarias, con el defecto de que nunca veremos recompensado nuestro sacrificio con unas monedas de más. Leo en la Wikipedia que habría sido Benjamin Franklin el primero al que se le ocurrió que había que hacer algo para que la gente se levantara más temprano a fin de que el día rindiera más. Pero Franklin sólo pretendía impulsar un cambio en las costumbres; tuvo que llegar un ricachón inglés, William Willett, al que no le parecía que el día se terminara sin que él hubiera acabado de jugar su partido de golf, así que se empeñó en recorrer las horas, cosa que finalmente ocurrió por primera vez en Alemania en 1916.

          «Irse temprano a la cama, / levantarse temprano, / hace al hombre saludable, rico y sabio», es una cancioncilla odiosa atribuida a Franklin. El grupo de rock Morphine mejoró la letra: «Irse temprano a la cama, / levantarse temprano, / hace a un hombre o a una mujer perderse de la vida nocturna». Creo que es algo en lo que poco se piensa: el horario de verano supuestamente alarga los días, pero también abrevia las noches, mutilando también así la vida que las llena y las aprovecha. ¿Se toman en cuenta las necesidades de los trasnochados y los insomnes, de los desvelados y los que preferimos la expansión del silencio nocturno para hacer lo que el bullicio del día, por muy soleado que sea, nos impide porque nos aturde?             ¿Qué hora es ahora? A mí me gustaba —y lo digo usando este tiempo verbal porque ya no va a pasar más—, cada que cambiaba el horario, jugar a prolongar el extrañamiento cuanto fuera posible: «Son las diez, pero en realidad son las once», o «Ya son las cuatro, pero lo cierto es que son las tres». Esta hora, que ahora hemos recuperado supuestamente para siempre (mientras no llegue otro ocurrente y lo eche todo para atrás), ¿en qué será bueno emplearla?

    J. I. Carranza

    Mural, 30 de octubre de 2022.