Categoría: Negro y cargado (Página 2 de 9)

¿Un tamalito?

En principio, y como por lo general ocurre con toda condensación del gusto popular (músicas, fiestas, rituales y cualesquiera otras manifestaciones de la querencia colectiva), los tamales del día de la Candelaria y el aparato que los rodea no tienen nada injustificable ni objetivamente objetable. Pasan por inatacables, incluso por deseables y buenos, como si, en su comparecencia anual en el cotidiano paisaje de lo consabido, en sus hojas vinieran envueltas inequívocas promesas de contento, de alegría, aun de felicidad y plenitud, y como si el alborozo desatado a la hora de comerlos fuera ocasión infalible de deleite, y además de infalible, sobrada y sorprendente.

      Es cierto que no hay vida tolerable sin ilusión, y acaso por eso se aceptan —o ni siquiera se cuestionan— la inevitabilidad y la bondad de la tamaliza del próximo viernes, así como todas las de los años pasados y futuros en la vaporera inmensa de las generaciones. Esa ilusión puede tener diversos componentes (habrá, por ejemplo, quien pase la semana esperanzado por la pausa anunciada en el chat de la oficina: «¡Ya vénganse a los tamales!»), pero en todo caso empieza por la figuración de lo sabrosos que estarán los tamales esta vez. O por la mera asunción, más simple y modesta, de que estarán sabrosos. Y, si nos vamos algo más atrás, esas suposiciones se fundan en la creencia atávica de que los tamales son cosa rica y apetecible, con posibilidades de manjar o de vianda suma, celebratoria y celebrable, y de que a todo mundo tienen que gustarle y que muy mal estará —en el error, en el lado oscuro, en la indigencia moral y la turbiedad espiritual— quien los halle ya no digamos repulsivos o deplorables, intragables o bien indigestos u hogones (término muy preciso para decir lo que a uno le sucede cuando se retaca de masa), sino al menos dudosos y prescindibles. Se trata de una fe inmemorial, heredada desde tiempos de los muy antiguos, sobreviviente a las invasiones gastronómicas de conquistadores y masiosares, pero también a las negociaciones y entendimientos mutuos y amasiatos y audacias y meras imposiciones del destino que han dado forma a la cocina mexicana a lo largo de los siglos, y entonces aquella ilusión es en realidad acomodación sin resistencia al dogma: hay que comer tamales porque comer tamales es bueno, y ésa es la única verdad.

      Mi insignificante y discreta herejía ante esta supuesta verdad parte del hecho de que la veo como un componente de esa superchería llamada «idiosincrasia», pero principalmente tiene su razón de ser en la decepción consuetudinaria y, por lo visto, ya irreparable. Acumulamos desengaños hasta que admitimos que ya siempre va a ser así. Voy a ponerlo de este modo: ¿alguien recuerda, lealmente y con precisión, cuántos tamales se comió el año pasado, de qué eran, de dónde eran, quién los trajo, cómo se pagaron, quién puso los platitos, si estaban acompañados por alguna salsita apreciable? ¿Si estaban buenos? ¿Y de qué era el atole? ¿O no llegó el atole, y hubo que empujárselos con café o con una coquita? Y, por cierto: ¿alguien recuerda si, en efecto, corrieron por cortesía de quienes se sacaron el mono en la rosca? (En cuyo caso, diría yo, no cabe hablar de cortesía, sino más bien del cumplimiento obligatorio de una deuda fantasiosa y por ello doblemente inclemente: si, por haberte sacado el mono, hoy debes cumplir pagando o al menos ofreciéndote a conseguir el masivo y masoso condumio, fue sólo porque el azar te soltó un revés y ésa es toda la causa de que adquirieras este compromiso absurdo, coaccionado por la ansiedad social, básicamente: que nadie vaya a acusarte de tacañería, de misantropía, de acedía o de mamonería. Las roscas, por cierto, casi nunca son todo lo ricas que nos obstinamos en creer).

      Amén, pues, de lo poco memorables que resultan cada vez —salvo por las razones peores: todavía recuerdo con estremecimiento y rencor los que me hicieron daño hace siete años, qué pesadilla—, las exigencias de la reorganización temporal de la vida para que los tamales se logren son desproporcionadas respecto a lo presuntamente placentero de la experiencia. Quien se propone prepararlos ha de resignarse a unos trabajos forzados que no quiero imaginar: jamás he oído a nadie jactarse de lo facilísimo que fue hacerlos, y más bien siempre se repiten variaciones de la misma queja: «Ahí me tienes, horas y horas, bate y bate, rompiéndome el lomo, ¡y para que ni te gusten!». Y, por otro lado, quien opta por mejor comprarlos hechos, y no toma las previsiones necesarias con suficiente anticipación —encargarlos, hacer la cooperacha para dejarlos pagados, programar la recolección en el momento preciso, etcétera: quién tiene calma para todo eso—, sabe que el 2 de febrero se verá peregrinando en vano por las tamalerías de prestigio y tradición, luego por las menos conspicuas, finalmente por las clandestinas y abyectas, y así hasta conformarse con lo que encuentre, que muy probablemente será caro y malo y dañoso, y van a tapar mal el atole y va a terminar derramándose en el asiento del coche.

Encima: a quién se le ocurrió que debían existir tamales dulces, que había que ponerles pasitas, y que alguien podría preferirlos a los rojos o los verdes, que siempre son insuficientes, como los instantes de dicha en este malentendido fugaz que es la vida.

J. I. Carranza

Mural, 28 de enero de 2024.

De perfil

«I got a song been on my mind…». Hacia mediados de los años ochenta, las transmisiones de la estación tapatía Stereo Soul concluían, cada noche, con un mensaje del locutor Juan Olvera que daba paso a la canción «Crunchy Granola Suite», de Neil Diamond: una pieza de rock grabada en vivo en 1971 y cuya fuerza funcionaba de un modo misterioso para clausurar la jornada y conducirnos invencibles a la expansión magnífica del silencio nocturno. O algo así me parecía a mí, que por entonces estaba en el tránsito de la secundaria a la prepa y me había aficionado a aquella estación, desaparecida en 1999 y jamás igualada por ninguna otra en el cuadrante tapatío —o algo así me parece a mí—.

      Es muy extraña, la letra de la canción: una oda a la granola, literalmente. Pero entonces yo no sabía inglés, así que me bastaban los guitarrazos y la voz rasposa de Neil Diamond para entender algo vital, aunque no supiera de qué se trataba. Hace unos días volví a dar con ella: la busqué luego de toparme con un video desolador y hermoso en el que el compositor, retirado hace ya rato debido al Parkinson, reaparece a sus 82 años para subir a un escenario y cantar junto al público «Sweet Caroline»: da la impresión de que la música triunfa momentánea y milagrosamente sobre la enfermedad. Sobre el tiempo. Y en esas búsquedas y esas reconstrucciones de la memoria estaba cuando me llegó la noticia de la muerte de José Agustín.

      Como me pasaba con la canción-rúbrica de Stereo Soul, no entiendo cabalmente de qué se trata, pero de algún modo sé que ambas cosas están relacionadas. Será porque hay músicas y hay lecturas que nos configuran de modo irremisible, y eso ocurre por lo general cuando pasamos por cierta edad, seguramente en las inmediaciones de la que yo tenía a mediados de los ochenta. En todo caso, pronto me hallé contemplando, con alguna ironía y alguna compasión, al muchacho que yo era entonces, en el trance de dejar ya muy atrás la infancia para llegar quién sabe a dónde, provisto sólo de ignorancia y azoro. Y lo que pensé fue que, en las relaciones profundas que entablamos con nuestras lecturas más significativas (y con las músicas, desde luego), el azar adquiere, a la postre, forma de destino: por casualidad encontraste un libro o una canción sin cuyo influjo tu vida habría sido impensablemente distinta.

      Lo llamativo, en el caso de José Agustín, es que sus libros estuvieran en el camino de tantos lectores y surtieran tan parecidos efectos, razón por la cual se puede comenzar a explicarlo como un escritor que supo condensar determinadas ansiedades, ilusiones y posibilidades de la existencia que esos muchos lectores no habíamos advertido sino hasta que las descubrimos en las historias que imaginó. Pienso, principalmente, en las revelaciones contenidas en De perfil, esa novela que es preciso leer cuando uno tiene una edad aproximada a la de su protagonista (la que yo tenía cuando oía Stereo Soul) —«es preciso», digo, sin más fundamento que mi propia experiencia, pero todo lector lo único que tiene consigo es eso, el recuento de sus íntimos e incomunicables deslumbramientos—: la historia de un muchacho que va reconociendo la realidad en que está instalado al mismo tiempo que los recursos a su alcance para subvertirla, y que sobre todo va percatándose de quién se supone que es él mismo. 

      Ahora bien: más que las peripecias, los desengaños y las decisiones del protagonista ante los acontecimientos que vive o presencia, lo que fundamentalmente importa en su historia es el lenguaje con el que ese reconocimiento va desenvolviéndose: las palabras que utiliza para dar cuenta de sus aventuras, de sus pareceres, de sus perplejidades. Y ése es, quizás, el hallazgo artístico cardinal de José Agustín, y al mismo tiempo el hallazgo decisivo de los lectores de De perfil —pero también de La tumba, y de Se está haciendo tarde (final en la laguna), y de seguro también de Ciudades desiertas, al menos—: un uso libérrimo del lenguaje que no habíamos sospechado que fuera posible. O, para decirlo con más lealtad a lo que nos ocurrió con esa lectura: la demostración, inesperada, imborrable, de que la libertad está hecha de palabras. Por eso, luego de aquella lectura, ya nada volvió a ser igual.

      A propósito usé el pretérito perfecto simple, «ocurrió», «volvió», pues ignoro si a un lector que hoy tenga 15 o 16 años le sucederá lo mismo que a mí y a otros nos pasó cuando tuvimos esa edad entre mediados de los sesenta y mediados de los ochenta y cayó en nuestras manos De perfil. El motivo de mi suspicacia es obvio, creo: los desconciertos que el mundo desplegaba ante nuestra juventud y nuestra indefensión no pueden ser los mismos que aguardan a los jóvenes de hoy. Tal vez las aventuras del anónimo protagonista de la novela hoy se juzgarán como ingenuas o incomprensibles, habida cuenta de lo imbricadas que están con el tiempo histórico habitado por ese protagonista. Pero supongo que es algo irremediable, y por lo mismo no importa. En todo caso, y como observó el escritor Luigi Amara, «En los adioses a José Agustín, la imagen que más se repite es la de las puertas que abrió y que dejó abiertas». Así que hablo por quienes pasamos por esas puertas, que es de lo único que sé.

«Tengo una canción en la mente…». No sé qué signifique, pero al mismo tiempo sí sé.

J. I. Carranza

Mural, 21 de enero de 2024.

En las nubes

Dos días, en la semana, alcanzó algún revuelo mediático el asombro experimentado por mucha gente al ver las nubes sobre la Ciudad de México. Gracias a la omnipresencia de celulares con cámara, ese asombro se tradujo de inmediato en una oleada de videos que trasladaron el espectáculo desde el cielo hasta las pantallas de esos y otros miles de celulares. (No es nueva esta deprimente mediación de la tecnología en la ocurrencia de la contemplación, y más bien es ya siempre inevitable: los miles de pantallas que se alzan para capturar un concierto, unos fuegos artificiales, un gol en un estadio, un afamado cuadro en un museo o un paisaje obsequiado por la naturaleza, como si la maravilla no pudiera acontecer del todo sin ser grabada con apremio —y quizás enseguida olvidada—, como si nuestros humanos y cada vez más inservibles sentidos no bastaran. Y algo tiene de inhumano, por tanto, que las reproducciones de aquellas nubes pronto reemplazaran, en la atención de la gente, a las que aún estaban produciéndose en el cielo: en esto ha desembocado la evolución de la especie, en la reducción del mundo al aparato al que va atada nuestra mirada).

      Poco después de que lo hicieran aquellas nubes, fueron disipándose también el estupor y las explicaciones que la imaginación colectiva alcanzó a urdir. No, no se trataba de ninguna señal apocalíptica ni de ningún mensaje divino, tampoco era el camuflaje adoptado por una flota de naves extraterrestres en un sobrevuelo de reconocimiento para preparar la invasión —ya se están tardando—. Como sencillamente hicieron ver algunos expertos, se trató de formaciones «lenticulares» debidas a determinadas condiciones atmosféricas, tal vez algo inusuales pero en absoluto insólitas, como en general sucede con toda colaboración del viento con la humedad y la temperatura. Pero aunque no hubiera misterio —o no fuera muy difícil deshacerlo—, el hecho es que aquellas masas y sus colores ocuparon por algunas horas la conversación pública, o parte de ella. Y es adonde quería llegar: a aventurar la afirmación de que eso, más que la ocurrencia misma del fenómeno, fue lo verdaderamente extraordinario.

      Salvo que sean evidentes portadoras de tempestades, cuando se avecinan de modo ominoso en el horizonte —«La vecina se atormenta», apuntó en un periquete el fabuloso Raúl Aceves—, o ya en el momento en que rompen con toda su furia sobre nuestra inmensa fragilidad, las nubes tienen inmensamente difícil ser noticia. A veces, es cierto, adquieren una relativa importancia escenográfica en el transcurrir de los hechos, e incluso se puede reparar en los modos en que influyen sobre los estados de ánimo con que protagonizamos esos hechos; por eso mismo, la literatura y el cine de vez en cuando se valen de ellas para crear ambientes o también para usarlas como metáforas o símbolos: se nubla la vista de quien cae en la desesperación, se ciernen negros nubarrones sobre quien se encamina a la calamidad, el embotamiento y la confusión equivalen a internarse en una espesa neblina, los dichosos y los ingenuos andan en las nubes —pero también los distraídos radicales o las almas superiores: Kaspar Hauser, por ejemplo, arrebatado en una visión que parecía agitar los cielos—, y caerse de una nube, bueno, habrá que preguntarle a Damiel, el ángel que recibe la gracia de convertirse en hombre en El cielo sobre Berlín… o a Cornelio Reyna.

      Pero, por sí solas, como las del miércoles y el jueves en la otrora Región más Transparente —¿está volviendo a serlo, han vuelto las claridades vespertinas del alto aire del Valle de México, luego de décadas de tolvaneras y esmog?—, es rarísimo que las nubes lleguen a condensarse en los titulares de noticieros y periódicos, que sean objeto de atención masiva (así esa atención se despliegue ante una pantalla, y no sobre el cielo). Y que haya ocurrido, al menos esos dos días, probablemente quiere decir mucho del presente que atravesamos: por ejemplo, que en dicho presente hay posibilidades de que se suspendan, así sea momentáneamente, nuestro hartazgo y nuestra consternación. Si, para mirar las nubes, nos desentendemos por un instante de la atrocidad consuetudinaria, de la estupidez incesante y la inacabable vileza, del miedo y la angustia y el horror y el sobrecogimiento, ¿eso significa que es posible que tales males vayan extinguiéndose o amainando al menos? Dicho sea todo esto, quiero aclararlo, sin optimismos infundados y ridículos. ¿Por qué pudimos ocuparnos por un rato de unas nubes?

      Fundada en 2005, la Cloud Appreciation Society promueve la difusión del saber científico en torno a esos acontecimientos celestiales, pero, sobre todo, el ejercicio pleno de su mera contemplación. Muchos de los afiliados son también fotógrafos o pintores, lo que quiere decir que aprovechan esa contemplación para sus fines creativos, y la Sociedad publica libros, celebra certámenes, organiza conferencias y excursiones. Pero hay, sobre todo, individuos convencidos de que lo más importante ocurre en silencio, entre uno y el cielo, porque algo hay ahí arriba, y porque en buena medida estamos en esta tierra justamente para verlo («La vida sería inconmensurablemente más pobre sin las nubes», se lee en su manifiesto).            Las nubes de los amaneceres y los atardeceres de Guadalajara suelen ser también fascinantes. 

J. I. Carranza

Mural, 14 de enero de 2024.

Ir a México

«Fuimos a México». Esta declaración se entiende si quien la pronuncia está en cualquier lugar de la República Mexicana que no sea la capital: esa vasta geografía que todavía algunos, en la capital, se obstinan en llamar «provincia», quizá es una tara heredada por aquel locutor del programa de Chabelo a cargo de las llamadas de «los cuates de provincia». (No hace mucho, en una junta por Zoom, me tocó encontrarme con una capitalina obstinada que descalificó el trabajo artístico de alguien porque le parecía muy «de provincia», y comprobé no sólo que el centralismo está lejos de erradicarse —más adelante volveré sobre eso—, sino también que, en mi calidad de «provinciano», cada que me sale al paso siento como si me dieran un jalón de greñas).    

      (Dudo, en este momento, si decir «fuimos a México», o «vamos a México», sigue entendiéndose en general como en otros tiempos, cuando la capital todavía se llamaba así —lo de «Ciudad de México» es reciente, antes sólo era la ciudad de México, el sustantivo «ciudad», con minúscula, no formaba parte del nombre— y llevaba el siempre horrendo apodo de Distrito Federal. ¿Qué dice el letrero de los camiones foráneos que van para allá? En los tableros de los aeropuertos, casi estoy seguro, sólo dice «México», y en los señalamientos de carreteras y autopistas. Con todo, no sé: tal vez porque siempre suena un poco raro decir que uno va a México cuando ya está en México, y tal vez en el fondo ese uso sea vestigio, justamente, del centralismo maldito, o un reconocimiento tácito de su inevitabilidad).

      El caso es que fuimos. Hay mucho que ver y mucho que hacer: sobran siempre pretextos o razones, y a veces las apoya alguna creencia infundada, por ejemplo la de que en temporadas de vacaciones la ciudad se vacía. Qué se va a vaciar: al contrario, como pudimos comprobar la tarde/noche del 23, cuando sin querer queriendo llegamos al Zócalo y nos vimos inmersos en una multitud incalculable e incesante, una especie de mitin gigantesco y frenético presidido por Santa. Es una lección que habrá que repasar siempre antes de emprender cualquier viaje o paseo: esa idea tuya que te parece tan original seguramente se les ocurrió a varias decenas de miles al mismo tiempo que a ti: ¿pensabas que, por ser 25 de diciembre, todo mundo iba a quedarse en casita y a nadie iba a antojársele salir al frío de la mañana para ir a La Villa?

      Tiene poco sentido lamentarse e incluso asombrarse por las cantidades de caos que uno sin falla va a hallar al llegar a una zona metropolitana poblada por casi 22 millones de almas. Sin embargo, me temo que también va siendo cada vez más difícil de justificar la decisión de afrontar ese caos con tal de hacer y ver lo que sólo allá se puede. Los museos, por ejemplo, tanto los que apenas uno va a descubrir como los que va a revisitar —y aquí tengo que hacer una especial mención de la desgracia en que se ha convertido el Museo Nacional de Antropología: ya desde que está uno haciendo la fila para entrar puede leer las mantas en las que los trabajadores del INAH denuncian la mala administración que priva al recinto de recursos para su mantenimiento básico, y una vez dentro son evidentes los estragos, además del retraso vergonzoso en cuestiones museográficas: en varias salas se proyectan videos casi inaudibles y borrosos producidos ¡en el sexenio de Fox!—. O las librerías, y aquí tengo que manifestar mi perplejidad, o más bien es frustración y coraje, al corroborar cómo en una sucursal de una cadena, allá, encontré muchos libros que jamás he visto ni veré aquí —es lo que iba a decir sobre el centralismo: tanto que se jacta Guadalajara de ser una ciudad de libros, lo mismo por la existencia de la FIL que por esa patraña colosal que fue lo de la Capital Mundial, y sencillamente no parece haber forma de que lleguen aquí títulos que únicamente allá puede uno conseguir (y más baratos que en la FIL, cuando los traen)—.

      Pero digo que es cada vez más difícil justificar un viaje de paseo a México porque, dejando a un lado el caos consabido, esta vez, como nunca, pudimos corroborar una progresión imparable de la ruina, del abandono, de la mugre y el asco (los efluvios del drenaje se espesan con la fetidez de las mierdas animales y humanas en cualquier rincón o directamente sobre las banquetas, no hay zona libre de peste): el mobiliario urbano destrozado, la inmundicia apoderándose de todo ante la evidente ceguera de los nativos, quién sabe si felizmente para ellos inmunes ya o mutantes incapaces de percibir el desastre, la inoperancia de los servicios… Y lo más deprimente: el imperio de la miseria más imperdonable, la que los gobiernos sucesivos, de la ciudad y del país, han dejado prosperar a tal grado: por todos los rumbos, una población enorme de personas que deambulan sobre sus alucinaciones o dormitan entre sus bultos donde se puede (y se puede en todos lados) o rebuscan en la basura qué comer, entreverándose o debajo de las multitudes infinitas de todos los demás que somos todos… 

      En toda la vida que llevo de ir a México, jamás había visto ese nivel de destrucción y desesperanza. Y nunca había sido tan insospechablemente tranquilizador volver a Guadalajara —aunque esa tranquilidad se congela al preguntarse cuánto le faltará a esta ciudad para acabar así—. Qué bonita la provincia, caray.

J. I. Carranza

Mural, 31 de diciembre de 2023.

Una niña

Hoy, por ser mañana el día que es, recuerdo a una niña que, si existió, sólo la conoció G. K. Chesterton, de lo que queda constancia en un ensayo para el que la tomó como motivo. O, si no la conoció, la inventó. O bien: al necesitar una figura concreta para desplegar mejor sus argumentos, Chesterton tal vez echó mano de una evocación que llevaba en la reserva de sus preocupaciones. En todo caso, se trata de la impresión nítida de una niña, o así me lo parece porque mi propia evocación de la experiencia de lectura de ese ensayo, hace muchos años, tiene calidad de imborrable y eterna. 

      Recuerdo con toda precisión el momento de esa primera lectura —aunque, como se verá, esa precisión es infundada—: fue en las páginas del suplemento El Gallo Ilustrado, del periódico El Día, una mañana de sábado en que me tocó clasificar las donaciones que recibía la biblioteca donde hacía mi servicio social, cerca de terminar la carrera. Entre los rimeros de periódicos que habían llegado se encontraba una colección de ese suplemento, y al hojear al azar uno encontré el ensayo: «De la revolución por los cabellos de una niña». No se me ocurrió hacer una fotocopia ni tomar ninguna nota que me facilitara localizarlo después; sin embargo, mi lectura se volvió de inmediato inolvidable, si bien lo que preservé fue, sobre todo, el poder de encantamiento del ensayo, que al paso de los años se amplificaría al grado de que yo habría jurado que el texto ocupaba dos planas completas del suplemento. 

      En realidad se trataba apenas de unos párrafos, un fragmento del capítulo 46 (la «Conclusión») del libro Lo que está mal en el mundo, como descubriría tres lustros después, cuando José de la Colina tradujo ese mismo pasaje para la revista Letras Libres. Poco más tarde, el libro fue publicado en España, y entonces corroboré que lo que yo había leído eran menos de quinientas palabras, que en mi memoria se multiplicaban hasta convertirse en varios miles. (Este efecto de amplificación de la memoria prueba que determinadas lecturas se instilan en nuestra experiencia modelando inadvertidamente nuestro entendimiento, aunque seamos incapaces de referir sus pormenores: se parecen a los sueños que deciden lo que somos sin que lleguemos ni siquiera a sospecharlo).

            Lo que yo prefiero es creer que Chesterton estaba una tarde en la banca de un parque cuando vio a la niña; que su atención distraída reparó en ella y en los rasgos más sobresalientes de su apariencia y de su circunstancia. No lo dice, pero yo quiero que sea una niña de unos cinco años, edad razonable para que ande jugueteando por ahí, suelta de la mano de su madre pero no demasiado lejos, bajo su vigilancia. Lo que sí dice Chesterton es que su cabello es de un dorado rojizo, y que lo lleva desarreglado: una melena abundante y revuelta, rizos que le caen sobre los ojos y que debe apartarse todo el tiempo con la manita. Éste es el detalle que dispara la pregunta irresistible que pone en marcha la indignación del ensayista: ¿por qué esa niña tiene que ir así de despeinada? 

      La cadena de conjeturas que eslabona para responder a esa pregunta es tan vertiginosa como irrebatible es la respuesta final: «Puesto que una niña debe tener el cabello largo, es necesario que lo tenga limpio. Para que tenga el cabello limpio, no debe vivir en una casa sucia. Y puesto que no debe vivir en una casa sucia, es necesario que su madre sea libre y que no tenga un casero usurero. Luego, como no debe tener un casero usurero, hay que redistribuir la propiedad. Y para redistribuir la propiedad, hemos de hacer una revolución». Chesterton encuentra en el aspecto de esa niña el emblema insuperable de la injusticia social. Al principio del ensayo, había venido cavilando sobre las conclusiones absurdas y crueles de cierto cónclave de autoridades sanitarias que, para poner remedio a una infestación de piojos en el reino, se proponía hacer rapar a todos los niños pobres. Pretendían arreglar los efectos del mal imperante (los piojos, el desarreglo de esa niña ante la mirada exhausta de su madre) y no su causa. Y el ensayista tuvo que oponerse con toda su fuerza: «Hablo aquí de los cabellos de una niña, de algo absolutamente bueno. Aunque el mal puede residir en cualquier lugar, el orgullo que una madre siente por la hermosura de su hija es cosa buena. Es una de esas ternuras imperecederas que son las piedras de toque de todas las épocas y todas las razas. Desaparezca todo lo que se oponga a eso. Desaparezcan todos los caseros y los reglamentos contrarios a eso. Con la pelirroja cabellera de una chiquilla de las calles pongamos fuego a toda la civilización moderna».

      En el ensayo de Chesterton, con el esplendor de su santa furia, constan determinadas verdades fundamentales ante las que nadie mínimamente humano puede permanecer imperturbable. La niña que pasa corriendo por ese ensayo, concluye el autor, «es la imagen sagrada de la humanidad. Que todo alrededor de ella, la fábrica social entera, tiemble y caiga, y que las columnas de la sociedad se sacudan y las cúpulas de los siglos se vengan abajo, pero a esa niña no se le tocará un solo cabello». 

      Hoy, por ser mañana el día que es, recuerdo a esa niña y pienso en mi niña, a veces greñuda y a veces bien peinada, pero jugando, como debe ser.

J. I. Carranza

Mural, 24 de diciembre de 2023.

37 años

Leo el artículo que escribió el novelista Antonio Muñoz Molina a raíz de su visita a Guadalajara para participar en la Feria Internacional del Libro. No ha sido su primera vez, sabe de qué se trata, a dónde llega. Como otras muchas «personalidades» agasajadas por la Feria, por sus editoriales, por la Universidad de Guadalajara, las condiciones de su estancia fueron de privilegio: habitación en las alturas del hotel vecino a la Expo, restaurantes lujosos —cuyo fulgor lo deslumbra tanto como el de las gasolineras—, traslados en «todoterrenos que parecen hechos a la escala de las autopistas de Texas». Y lo impresionan en especial los contrastes que advierte y los que tiene que conformarse con imaginar: «no podré comprender bien el enigma de la ciudad porque me dicen que no es seguro para un forastero pasear por ella». Es un testimonio que importa, creo, porque Muñoz Molina es un escritor muy atendible (uno de esos que sí vale la pena que inviten a la FIL, vaya), pero también por su honestidad —y a ver si vuelven a invitarlo—: el autor sabe que, fuera de esa circunstancia privilegiada, la realidad de Guadalajara está hecha en gran medida de desigualdad, injusticia, violencia, desesperanza.

      Y de jóvenes, que es el otro asombro que experimenta al ver «la juventud de la mayor parte del público» en la FIL. Es cierto. Aunque, luego de pensarlo un poco, concluyo que no tiene por qué ser asombroso: el mundo siempre ha sido y seguirá siendo de los jóvenes, y otra cosa es que uno se sorprenda al constatarlo, cosa que ocurre cuando terminó de extinguirse la última brasa de la propia juventud y no queda sino empezar a remover las cenizas y salir de escena. 

      Me pasó el viernes, para no ir tan lejos. Insensato de mí, quise destinar esa mañana a ver libros, sin caer en cuenta de que aquello estaría atestado por miles de escolares frenéticos, una espesa atmósfera de olores enchilosos y gritería ensordecedora, como no había vuelto a verse desde antes de la pandemia (quiero creer que ahí quedé inmunizado contra todos los virus conocidos y por conocer). Y en una pausa para tomarme un cafecito, en lo alto de las gradas del pabellón de la Unión Europea, me dio por recordar la primera vez que fui a la FIL.

      Fue en la primera edición, en 1987, y llegué en uno de los camiones que para tal efecto habían bajadolos del Comité —es decir, un secuestro a manos de los facinerosos que detentaban la representación estudiantil de la Escuela Vocacional—. La práctica del baje poco después caería en desuso, con las últimas boqueadas de la Federación de Estudiantes de Guadalajara, pero entonces todavía no resultaba demasiado extraña: se detenía a los camiones, se bajaba a la gente, subíamos los que íbamos para la FIL, y si en el camino se cruzaba un repartidor de papitas o de refrescos, pues baje también. En cierta ocasión en que los camioneros se opusieron a seguir siendo despojados, vi al director de la Voca salir con una pistola en alto a ponerlos en paz.

      Algo debe de haber mejorado el mundo si hoy los preparatorianos y los secundarianos llegan a la FIL de otras formas, por más que vayan acarreados y los autobuses que los llevan hagan enloquecer esa zona de la ciudad sin que nada ni nadie parezca poder impedirlo. Formaditos, echando relajo pero no demasiado, hasta uniformes llevan, y mal que bien les hacen caso a sus maestros. Y justo en esa diferencia pensaba el viernes, recordando cómo aquella primera visita mía fue posible gracias a un puñado de delincuentes, que seguramente obedecían la orden de llenar la Expo a como diera lugar… cosa que me llevó a reparar en cómo los orígenes porriles y gangsteriles del llorado fundador de la Feria ya van siendo borrados de la memoria histórica, como imagino que es inevitable. Qué significativo, por ejemplo, ha sido el cierre del duelo, si es que habría que tomar por tal el homenaje polifónico al Licenciado: por todo lo que se dijo, pero también por todo lo que ya nunca se va a decir —y eso que se tuvo la participación del indiscreto y poco pudoroso Juan José Frangie, que nomás faltó que contara lo que se decían el Licenciado y él en el vapor.

      Todas estas revolturas pensaba yo el viernes, delante de aquella juventud masiva que asombró a Muñoz Molina, un componente fundamental del misterio que representa la realidad mexicana: una fuerza que coexiste con las numerosas caras de la desgracia nacional. Las muchachas y los muchachos que fueron a la FIL este año, ¿con qué salieron, con qué recuerdo se quedaron? ¿Van a volver el año entrante? ¿Hacia dónde van, qué sueñan, qué los mueve, que hay que quitar de su camino cuanto antes para que no les estorbe? (Seguramente es uno quien primero tendría que hacerse a un lado). ¿Leen? ¿Qué? ¿Qué llegaron contando ese día a sus casas? ¿Hubo quién los escuchara? ¿O no tenían nada que contar? Ojalá haya sido un día divertido, de mucho desmadre y muchas risas (¡y sin clases, que es lo mejor!). Pero ¿qué forma va a adquirir en su memoria, aparte de las risas y el desmadre? ¿De qué va a acordarse, cuando vuelva a la FIL dentro de treinta y siete años, una de esas estudiantes de prepa que fue antier con sus amigas y se tomó algunas fotos y compró un libro y consiguió que se lo firmara su autor y luego regresó a su escuela y a su casa y a empezar a vivir esos treinta y siete años?

J. I. Carranza

Mural, 3 de diciembre de 2023.

Este periódico

Mural cumple mañana 25 años, poco menos de la mitad de mi edad. Quiere decir esto que media vida la he pasado vinculado al periódico, pues tengo a mucha honra decir que formé parte del equipo fundador, el puñado de jóvenes que nos conocimos en Reforma Jalisco, en la calle de Marsella, y unas semanas antes del 20 de noviembre de 1998 nos mudamos al edificio de Mariano Otero, a una redacción que debió ingeniárselas para ir haciendo pruebas y más pruebas, a marchas forzadas y en la inminencia de la fecha decisiva, entre el terregal, el trajín de los albañiles y los carpinteros, a las carreras, de una desvelada a la siguiente, aprendiendo sobre la marcha todo lo que todavía faltaba aprender —una parte de ese equipo había sido enviada previamente a la Ciudad de México para capacitarse en Reforma; el resto nos fuimos a Monterrey, y apenas allá fue que alcancé a entender la magnitud de lo que traíamos entre manos: cuando me contaron que los regios confiaban tanto en su periódico que, si había un incendio, preferían llamarle primero a El Norte, antes que a los bomberos… y eso era lo que teníamos que lograr en Guadalajara—.

       Creo conservar recuerdos muy nítidos de lo excitantes que eran aquellos días, pero no sé cuánto habrá podido colaborar la fantasía, a lo largo de los años, para intensificar esa impresión. Es extraño: más que otras etapas de la vida también propicias para la aventura, como cuando pasamos por la escuela, nos mudamos a otro rumbo, entablamos y deshacemos relaciones precariamente eternas y fabricamos, en fin, experiencias hechas con una parte de ilusión y otra de temeridad —eso que va dando forma a las discretas épicas al alcance de la mayoría de los mortales—, lo ocurrido hace un cuarto de siglo regresa con alguna frecuencia a mis sueños, con toda claridad, y me veo haciendo lo que hacía entonces, que era darle forma al periódico todos los días: editando notas, escribiendo, acordando la puesta en página con los diseñadores, saliendo a cada rato al estacionamiento a fumarme un cigarro con los reporteros, de una desvelada a la siguiente, olvidando por completo cómo era el mundo iluminado por la luz del Sol… «Contigo o sin ti», me dijo una vez Pedro Cámara, el primer director de Mural, «pero el periódico va a salir mañana». Yo adopté esa advertencia como una convicción que me ahorraría infinidad de angustias: sencillamente había que hacer lo que tenía que hacerse. (Era durísimo, ese Pedro, hasta tiránico, pero cómo le aprendí cosas: por ejemplo, también, que «Después del cierre, nada es bonito», lo que quiere decir que ya pasada la hora de que empiece a jalar la rotativa, a fin de que el periódico salga a tiempo, no es momento de proponerse ningún primor. La lista de nombres a los que tengo que agradecer en toda esta historia es larguísima, pero voy a limitarme a consignar uno de los primeros y de los más importantes para mí: el de Martha Treviño, que en El Norte y aquí me hizo ver de qué se trataba el periodismo como oficio). 

       A la par de esa misteriosa preservación de mi memoria personal, está también lo que recuerdo que significó la llegada del nuevo periódico a la ciudad. No hacía mucho tiempo que Siglo 21 había caído en desgracia —a mí me tocó ser de los que llegamos a tratar de levantar algo con los escombros que dejaron quienes se fueron a hacer Público—, y los vientos de cambio que antes no se habían sentido, en Guadalajara y en el país, eran una circunstancia idónea para lanzar un nuevo medio que se abocara a informar con la solvencia y la integridad que había asentado el éxito de Reforma (se nos olvida: cuando nació Reforma, la lucha por su subsistencia fue decisiva para la también naciente democracia en México), pero también a dar cabida a la participación activa de la ciudadanía en la vigilancia de los excesos del poder, la contención de la impunidad y la corrupción y la formación de una opinión pública más crítica y lúcida. En todo aquello creíamos entonces, y yo estoy seguro de que es lo que sigue dándole sentido a la existencia de Muralpasado todo este tiempo. 

       Hace poco murió mi maestro Heriberto Camacho, quien nos guio con inolvidable generosidad en la prepa para hacer un periódico estudiantil, el 12 Páginas; unos meses atrás, murió también mi maestro Marco Aurelio Larios, también de la prepa, que un día se llevó nuestras tareas que le habían gustado y, sin preguntarnos, las hizo publicar en El Jalisciense; el día que llegó y nos repartió ejemplares del periódico y vi mi nombre impreso por primera vez, se decidió lo que yo habría de hacer en la vida. Así que Heriberto y Marco Aurelio tienen la culpa de que yo esté aquí, y también todas las personas con las que me ha tocado trabajar de una u otra forma para que estas páginas existan. 

No deja de ser muy raro, tal vez por lo anacrónico que parece en este mundo frenético, cibernético y neurótico, seguir escribiendo para el periódico. Y tampoco, ni una sola vez, ha dejado de ser igualmente emocionante: enviar el artículo, buscarlo a la mañana siguiente, imaginar que puede haber alguien leyéndolo. Seguramente no voy a cambiar el mundo —ni ganas, quién se propone semejantes ridiculeces—, pero qué suerte incomparable y engimática. Felicidades a mi periódico, a todas las personas que lo hacen y lo han hecho, y que sean muchos años más. 

J. I. Carranza

Mural, 19 de noviembre de 2023.

Now and Then

Tras el cristal de la cabina de grabación, Paul ve cómo John, en el sitio del director de la orquesta, baila, ríe, hace gestos, juega. Los ojos de Paul parecen estar viendo eso, pero también algo más: con la boca entreabierta, el cabello que ya no va a oponer mucha resistencia a la blancura, una sombra de barba también cana, su expresión es de serena perplejidad, el asombro indecible de quien presencia a la vez el origen y el final de todo. Sí, ahí está John, ya no un muchacho pero sí el hombre joven que será para siempre —un poco más joven de los cuarenta años que tendrá para siempre—, haciendo payasadas por encima de la concentración que ponen los músicos en la ejecución, y Paul, sentado delante de la consola de grabación, los brazos cruzados, a punto está de sonreír, pero esa sonrisa queda en pausa, no porque su lugar lo tome la tristeza, ni siquiera la melancolía, sino más bien una especie de constatación suavemente atónita del paso del tiempo y de lo que hace con nosotros. Son apenas unos segundos. Luego, Paul descubre que junto a él están George, joven, y él mismo, joven también, bailando, y también está la risa franca de Ringo, joven, en la batería… La canción sigue, y seguimos viendo a los viejos colaborar con los cuatro muchachos, cruzar miradas, unir sus voces, sonreírse una y otra y otra vez.

      Los milagros existen y son siempre inesperados. En este mundo enloquecido y abocado a su aniquilación, cuando el odio, la codicia, el egoísmo y la estupidez hacen funcionar inmejorablemente las maquinarias de la barbarie, luego de que en los últimos sesenta y un años, como especie, hemos atestiguado, y aun más, propiciado y asegurado la prosperidad de toda maldad y toda depravación y toda destrucción, proscribiendo y asfixiando sistemáticamente cualquier atisbo de esperanza y de salvación, ¿qué probabilidad había de que aconteciera esta canción? ¿Y qué quiere decir que haya podido cobrar forma, sonar, y que podamos oírla? Tampoco hay milagro sin misterio, y las razones profundas para la ocurrencia de éste cada quien las imaginará como prefiera. En su inocencia, en su sencilla belleza, pero en particular debido a su significado como destino final de la agrupación que, sin duda, más profundamente ha influido en la sensibilidad de la mayor parte de la humanidad a lo largo de esos sesenta y un años, esta canción de amor tiene la simpleza de lo fundamental (como la presencia del agua, como el trabajo de la luz, como una mano que se encuentra con la mano de alguien más) y su existencia tal vez pueda tomarse como un recordatorio —es lo que yo prefiero imaginar— de nuestras mejores posibilidades. 

      No todo puede estar perdido si una mañana, en medio de la vida de todos los días, entre el bullicio ensordecedor y agobiante del mero acontecer del mundo, se nos revela que hay una nueva canción de los Beatles. Creo que hay que repetirlo, porque me da la impresión de que no nos ha quedado suficientemente claro, los medios y la prensa a través de los cuales suponemos que vamos informándonos no le dedicaron los titulares principales, no hubo multitudes que salieran a las calles, no se detuvieron las fábricas ni los ejércitos ni las ciudades, ni pararon todos los aviones y todos los trenes y todos los barcos, no se pronunció ninguna potencia ni se acallaron los estruendos para hacerle espacio al silencio y, en éste, a la música, no hubo un alto global para que volteáramos a mirar al cielo y fuéramos capaces de ver en toda su plenitud lo que brillaba, si algún día llega un meteorito o de súbito nos acercamos al Sol difícilmente vamos a darnos cuenta. Hay que repetirlo: hemos vivido para oír la última canción de los Beatles, y eso tan conmovedor como increíble: nos queda el resto de la vida para entender por qué.

      Perdón por el tono hiperbólico, pero también es condición de la consideración de todo milagro auténtico. Y, desde luego, la aceptación de todo milagro es cuestión de fe. El acontecimiento del pasado 2 de noviembre admite, desde luego, la relación de hechos que acompaña la publicación del video de Peter Jackson, según la cual «Now and Then» es el fruto de una serie de acontecimientos que se desarrollaron desde la grabación del demo de John Lennon, un casete que Yoko Ono compartió con los sobrevivientes del grupo, y pasando por el intento de rescatar lo que se pudiera, en 1995, cuando Paul, George y Ringo lograron dos canciones, pero desistieron de trabajar más en «Now and Then» y la dieron por perdida. Luego, en 2022, con la tecnología que Jackson usó para el rescate de materiales inéditos que incluiría en su documental Get Back, Ringo y Paul volvieron a intentarlo. Y lo lograron por fin: con la producción del propio Paul y de Giles, el hijo del mítico George Martin (el productor a quien se ha llamado «el quinto Beatle»), sacaron la voz de John, recuperaron la guitarra de George, sumaron las suyas y su piano y su bajo y su batería… Todo está muy claro, pero también es propio de los milagros no necesitar ninguna explicación.

      Al final del video de Jackson se ve a los cuatro muchachos hacer una reverencia y desaparecer. Cuando uno termina de oír la canción, algo así se siente también: que uno, y el mundo que ha recorrido oyendo la música de los Beatles, va desapareciendo también. No es triste, no parece del todo inaceptable. Es como es.

J. I. Carranza

Mural, 5 de noviembre de 2023.

Ladridos

El edificio está lleno de perros. Según mis cuentas, en 26 departamentos viven entre 12 y 15 —parecen más, seguramente son más—. Hace más de un cuarto de siglo, cuando llegué a vivir aquí, sólo había un matrimonio que poseía siete, y era la misteriosa excepción que había hecho el casero, vigilante estricto de su propiedad y, en especial, de la convivencia pacífica entre sus inquilinos. Creo que aquel matrimonio estaba sólo de paso, pues pronto desapareció, su departamento fue ocupado por alguien más —sin perros—, y así el sosiego fue pleno durante algún tiempo, hasta que malamente aquel casero se murió. Era un viejo caballero de trato muy respetuoso, gente seria, cordial, decente, y lo auxiliaba una secretaria algo mayor en cuyo carácter se mezclaban una ternura algo empalagosa y un rigorismo de capataz insobornable: así te iba con ella si te atrasabas con la renta. O si querías meter un animal.

       Se murió, pues, aquel señor, y como suele pasar, los herederos se desentendieron de todo lo que no fuera cobrar. La secretaria eficientísima salió de escena, hizo su entrada un administrador bastante desaprensivo o indolente, el edificio empezó a caerse a pedazos —yo tengo años rogando por unos arreglos en la cocina, y nada: tengo la sospecha de que algún día nos van a correr para tumbar todo y usar el terreno para levantar una de esas torres estúpidas y vacías que infestan la ciudad—, y la fauna doméstica empezó a crecer. Las restricciones que impedían tener mascotas pronto fueron ignoradas o suprimidas, y pronto llegaron los dos primeros chuchos: uno que nació tonto y jamás ha sido capaz de reconocer a sus vecinos, razón por la cual siempre que me descubre en un pasillo se enfurece de súbito y exhibe sus deseos inveterados de matarme, y el otro que se volvió loco por pasar toda su vida en el balcón que da a la calle (un primer piso), ladrándole a la gente, a los coches, a los camiones, a las motos, a las bicis, a los tejuineros, a los pájaros, a la lluvia. (Esos dos pobres animales ya están viejos y sólo así se han calmado: al primero ya últimamente las reumas lo disuaden y nomás me ve pasar con rencor, y el segundo acabó enronqueciendo, primero, y luego quedó prácticamente mudo, aunque sigue en el balcón, rumiando sus alucinaciones).

       En algún momento perdí la posibilidad de recordar en qué circunstancias llegaron los demás. Creo que en la mayoría de los casos fue en compañía de los vecinos nuevos. (Qué multitud de vidas pueden cruzarse con la de uno a lo largo de los años en esa proximidad forzosa que impone habitar un edificio. Apariciones, desapariciones, nacimientos, muertes, entradas, salidas. ¿Cuándo fue la última vez que vimos a la señora de las pulseras de oro que, según supimos después, tenía un casino clandestino? ¿O al torvo individuo que pasaba las tardes fumando afuera de su puerta —le decíamos «El Asesino»— y una noche vació su casa y se supo que llevaba dos años sin pagar renta? ¿O cuándo llegaron los músicos del segundo piso, cuándo se largaron los del tercero, cuándo se instaló el cretino incapaz de responder los buenos días, cuándo se mudó la vecina a la que una vez se le incendió la cocina? Y esos que van saliendo ahora mismo y parece que llevan años aquí, ¿quiénes son?). Pero no sé, por ejemplo, si así fue en el caso del diminuto e histérico tirano del matrimonio que vive dos pisos abajo, mimado y adorado por la mujer, que se dirige a él con elaboradas dulzuras y carantoñas sin fin, en tanto que el marido lo aborrece y por lo bajo —lo hemos oído— lo maldice y lo insulta cuando tiene que recogerle las cacas, en el balcón desde donde llena con su estridencia el patio, incesantemente.

       De un tiempo acá, dueños de nuevos perros que siguen llegando han dado en dejarlos solos toda la mañana, toda la tarde, toda la noche, o mañana, tarde y noche, y los perros ladran. Ladran y ladran y ladran y ladran. Mañana, tarde y noche, iracundos o desconsolados, aterrorizados o enervados, hambrientos tal vez, desesperados o afligidos o continuamente sobresaltados, protestan y denuncian y se quejan y sufren. Privados de espacio (los departamentos no son muy grandes: por ahí empieza el egoísmo de las personas que deciden tener animales donde no hay condiciones), sin luz, sin aire, seguramente acalorados y hartos, son abandonados y evidentemente lo resienten y se desquitan a su modo, por sus dueños que no sólo son crueles con ellos e insensibles e irresponsables, sino también intolerablemente desconsiderados con los vecinos, que hemos de sufrir mañana, tarde y noche el concierto ensordecedor de ladridos atormentados y atormentadores, mientras a esos dueños, inhumanos y desvergonzados, no les da la gana de regresar a casa para que los pobres perros se calmen y medio vuelva la paz… hasta que otra vez empiece el ruido —a menudo, los perros están llenando de decibeles el balcón que da al patio del edificio aun cuando sus dueños están en casa, quién sabe cómo sordos al estrépito: no entiendo que nada hagan por acallarlo.

      Ya sé que puedo parecer el vecino cascarrabias que clama porque callen a sus perros. Eso soy, sí, pero también un mero ciudadano atónito por la absoluta falta de civilidad que permite que esto pase: que haya gente así de cruel con los animales y con los que vivimos alrededor. Y no parece haber remedio.

J. I. Carranza

Mural, 24 de septiembre de 2023.

Dos Hidalgos

Gracias a la tiktokera @gingerale_tonic (Virginia Arenas, o Gin), el otro día me enteré de que el Hidalgo de la Plaza de la Liberación es en realidad el segundo, pues antes hubo otro, desde la inauguración de ese espacio y hasta unos veintitrés años después. El que conocemos, atribuido al escultor Santiago Flores, desplazó al primero, cuya autoría no está clara —dice Gin que posiblemente fue obra de Ignacio Díaz Morales, autor de la Cruz de Plazas a la que pertenece la Plaza de la Liberación, y también, en complicidad con el desorbitado gobernador González Gallo, el destructor más tenaz del patrimonio en Guadalajara, que arrasó con siglos de construcciones para abrirles cancha a sus nunca muy brillantes ideas y aun así es venerado de modo casi unánime por muchos hijos de esta tierra olvidadiza y cuachalota (todo esto ya no lo dice Gin, sino que lo digo yo)—. Era, aquel primer Hidalgo, una figura lamentable, contrahecha y mal proporcionada, risible sobre todo por su expresión, como con puchero (Gin dice: «Parece que sus papás son hermanos»), y la sociedad tapatía tuvo que soportarlo hasta que, de repente, como suele pasar aquí, fue removido para poner el de Flores, que se desgañita o parece rugir, clama al cielo y alza los brazos poderosos que han roto las cadenas de la esclavitud, está dando un paso al frente, desafiante y encendido, y aunque no precisamente hermoso, sí es preferible al otro, que acabó desterrado en el Parque de la Liberación, o El Deán, donde será siempre más difícil toparse con su fealdad.

       Toda esta historia, que yo ignoraba por completo (es decir: ignoraba que la ignoraba), pude conocerla en algo más de dos minutos gracias a la bien informada y ágilmente dispuesta narración de Gin, pero también gracias al algoritmo, o como haya que llamar al dios que cablea e interconecta la información del universo con mis aficiones e intereses, mis obsesiones o mis distracciones, mis tirrias y mis embelesos, mi curiosidad polimorfa o monomaniaca: con mi cerebro, en suma. Algún rastro debo de haber dejado, en mis pesquisas y en mis ratos ociosos en línea, que el dios en cuestión —es tal vez Hermes, sabedor de nuestras pulsiones y de lo que las sacia— detectó lo oportuno de enviarme el video de los dos Hidalgos. Y, además de atender a ese rastro, supo, el dios, que mi saber estaba imperdonablemente incompleto, pues le faltaba ese dato, que hoy ya tengo por crucial e invaluable y que no olvidaré jamás, mientras este cerebro mío no se desbiele y truene.

       Se diría que los hallazgos como éste son atribuibles a la suerte, y es tentador pensar que ésta, en los tiempos que corren, se ve potenciada por las dinámicas de los medios en que estamos inmersos, en las caudalosas y vertiginosas corrientes de información que nos revuelcan todo el tiempo. Pero en realidad la suerte ha operado siempre, es parte constitutiva de nuestra existencia y, por tanto, un factor que jamás deberíamos desdeñar al ponderar nuestras posibilidades de felicidad o de sabiduría. Para seguir hablando, en concreto, de las formas en que va sumándose y adquiriendo sentido el conocimiento del pasado (los motivos de lo que somos), esa suerte puede manifestarse en casualidades y contingencias que a la postre encontraremos agradecibles: la buena suerte.

       Por ejemplo: estoy seguro de que saber de historia me gusta, y me importa, gracias a la estupenda suerte que tuve de tener, en el tercer año de primaria, a la profesora que tuve: Gloria Guerra Villanueva. Ya lo he contado: nos dejaba tirarnos en el suelo mientras nos platicaba de los aztecas y de la Conquista y de la Independencia y demás, y aquellas horas de maravilla están entre las más dichosas de mi niñez. «Saber de historia», escribí, pero no se crea que sé nada: al contrario, mi ignorancia es enciclopédica. A lo que me refiero es a la emocionante ocurrencia de ese infinitivo, descubrimiento o revelación, especialmente cuando se trata de una noticia inaudita, insospechable. Como una que conocí en un ensayo de mi amiga Teresa González Arce («La fragilidad de los héroes», incluido en el libro Días hábiles, UNAM, 2012): que Morelos usaba lentes oscuros —y no por coquetería ni por ansias de glamour, sino porque padecía migrañas y así se evitaba la luz torturante; tiempo después fui a Morelia a corroborar que, como afirmaba el ensayo de Teresa, esos lentes se conservan en el museo sito en la casa que el propio Morelos construyó con sus manos… y también entonces supe que, cuando iban a fusilarlo, el autor de los Sentimientos de la Nación llevaba consigo un diccionario francés-español que le había regalado y dedicado Hidalgo: mientras hacía la guerra, el cura Morelos estaba aprendiendo francés.

      Imagino, sí, que esas ocasiones para la buena suerte de saber algo que no sabíamos se multiplican hoy gracias a TikTok o similares. Pero entiendo que, para ello, hay que mostrarse propicio a los designios del dios, absteniéndose de perder el tiempo en porquerías y estupideces y procurando que el propio rastro se trace, sin demasiadas desviaciones, por rumbos donde sea más posible que salgan al paso quienes traen algo valioso o sorprendente (como me pasó con Gin, con su historia de los dos Hidalgos). El dios, así, tendría que premiarnos obsequiándonos con lo que, mejor que nosotros, sabe que nos falta saber.

J. I. Carranza

Mural, 10 de septiembre de 2023.

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