Categoría: Negro y cargado (Página 1 de 12)

La ardua belleza

Se lo leí alguna vez al novelista Luis Panini, probablemente durante el encierro más rudo de la pandemia: que László Krasnahorkai era el mejor escritor vivo. Pienso que fue entonces porque recuerdo haber experimentado una contrariedad automática o instintiva ante semejante afirmación, de modo que compré de inmediato un libro del húngaro, para comprobar o desmentir mejor aquello, y lo compré en formato electrónico, obviamente: en la imposibilidad de visitar librerías, mi iPad fue atestándose entonces con descargas que me hacían ilusionarme con que seguía habiendo vida en el planeta, más allá del silencio que veíamos crecer incesantemente cada tarde desde nuestro balcón. Melancolía de la resistencia. Como imagino que le sucederá a cualquiera que abre por primera vez un libro de este autor, no podía sospechar la perturbación que me aguardaba. La conmoción. Y mucho antes de terminar la lectura, ya le daba la razón a Panini, sin reservas.

      Algo al respecto escribí en este periódico hace casi un año, cuando Krasznahorkai visitó Guadalajara. La afirmación acerca del mejor escritor vivo es, al mismo tiempo, imposible y posible, y ello se debe a que se trata de una certeza que solamente cabe sostener por cuenta propia, a partir del juicio personalísimo, pues no hay forma de demostrarla… aunque tampoco hay forma de que nadie la contradiga. Tiene que ver con la medida en que un autor suscita acontecimientos altamente significativos en la experiencia de cada lector, o revelaciones que le permiten atisbar el sentido profundo de algo (acaso de su comparecencia en la realidad, acaso de la realidad misma). O bien ocurre que una lectura se imbrica de manera misteriosa pero decisiva en nuestra afectividad, de tal manera que se vuelve inviable separar lo que sentimos de lo que entendemos… Las razones son tan numerosas como la incognoscible cantidad de lectores que en el mundo son. Y, por ello, uno puede acceder a esa certeza, absoluta y difícilmente removible, la de que se ha encontrado al mejor escritor vivo, al leer por ejemplo acerca de la ominosa llegada de una ballena gigantesca a una ciudad inmersa en una tensión insoportable y muy arduamente discernible, cuyos habitantes presienten que en ese arribo está cifrado el inminente e irreversible caos que arrasará con todos. O bien al leer la historia de György Korin, el nervioso y acaso angélico archivista que ha descubierto un valiosísimo manuscrito que él sabe que salvará a la humanidad, y, al mismo tiempo, que la cabeza de los humanos se sostiene sobre la columna sin tener en realidad ningún punto de apoyo, sujeta como va por los tendones y los músculos del cuello, pero a punto siempre de caer y rodar y no nos hemos dado cuenta (Guerra y guerra).

      Leí estos días, en la revista La Tempestad, un buen ensayo de Nicolás Cabral en el que brinda algunas orientaciones para identificar los asuntos y los móviles de la obra de Krasznahorkai, al tiempo que propone algunas razones de la singularidad extrema de esa obra y de los significados que podemos ir descubriendo. Yo quiero regresarme aquí a lo que ocurrió el año pasado en la Biblioteca Iberoamericana Octavio Paz, donde el autor de Tango satánico leyó el discurso con el que había recibido, poco antes, el Prix Formentor que le entregaron en Marrakech: un relato, en realidad, que desvelaba algunas claves acerca de su propia historia y su relación con Gyula, su ciudad natal, y al final del cual listaba una serie de agradecimientos asombrosos (al Renacimiento italiano, a Faulkner, a Bach «el divino», «a la naturaleza creada, al príncipe Siddharta, a la lengua húngara, a Dios»). Un trance, una iluminación, la difícilmente formulable certidumbre de haber quedado en posesión de un conocimiento fundamental. Algo así fue —fue mucho más, pero sospecho que eso mucho entra en la esfera de lo inefable—, y desde entonces he venido pensando en que se trata de lo que ocurre cuando estamos en presencia de la belleza, sin más. Y por encima de todo.

      Que la Academia Sueca haya reconocido a un este autor da esperanzas, quiero creer: de que las veleidades y los sesgos ideológicos y políticos pueden dejar de importar por una vez en este mundo aturdido, y de que la literatura que importa prevalecerá sobre la confusión y la indigencia intelectual y moral que son signos de las sociedades modernas. Suele darse por hecho que el arte debe ser accesible, que la mínima dificultad justifica dejar a un lado una obra y buscar otra cosa. Que la claridad y la sencillez son virtudes siempre deseables, y que los libros preferibles son los que se dejan leer con toda naturalidad. Pero estas suposiciones son consecuencia, principalmente, del fracaso de la educación a lo largo de varias generaciones, y de un mercado que se aprovecha de nuestra pereza y nuestra negligencia, y para ello nos pone al alcance libros que no dan problemas. Cuando el arte existe justamente para eso: para complicarnos la existencia en formas que no imaginamos siquiera. Como sucede con los libros de Krasznahorkai: un autor que es todo lo contrario de quienes se bastan con una sintaxis transitable para rozar apenas la superficie de las cosas, y son por ello prescindibles, desechables, y terminarán por ser insignificantes y olvidados. La literatura como la del húngaro está condenada a ser eterna..

J. I. Carranza

Mural, 12 de octubre de 2025.

Otro mundo

I

Desde que empecé a leer a Jorge Ibargüengoitia, a principios de los noventa, he deplorado su muerte prematura y he venido imaginando qué podría haber escrito durante los últimos cuarenta años, desde el avionazo en Madrid. Varias veces he releído sus novelas y sus cuentos y sus artículos periodísticos y sus obras de teatro, las escasas entrevistas que dio, muchos de los muchos libros que se han publicado en torno a él, sobre el mundo al que dio forma (la geografía que comprende los estados de Plan de Abajo y Mezcala, las ciudades de Cuévano, Múerdago, Pedrones, etcétera), su vida y sus relaciones con numerosos actores de la cultura, la cuantiosa iconografía que lo muestra en diversas edades y compañías, y a menudo me he descubierto pensando cómo juzgaría los sucesivos presentes que hemos ido atravesando como mexicanos. Además de todo esto, que ha sido solamente por gusto y por la felicidad que da conocer mejor aquello que admiramos, también me dio por estudiarlo en serio, desde los terrenos de la filosofía moral, para mi tesis de maestría, y eso me condujo a ir encontrándome todo el tiempo un montón de informaciones que, por lo visto, no han dejado de producirse a lo largo de mucho tiempo: da la impresión de que Ibargüengoitia es un muy tentador y fructífero objeto de interés para la investigación académica —cosa que sin duda a él lo habría aburrido enormemente—. De manera que me han sobrado razones para tenerlo muy presente, y a pesar de toda esta larga familiaridad no son infrecuentes los descubrimientos inesperados en torno a él. Hace poco, por ejemplo, me enteré de que su segundo nombre era Blas.

            Ya antes de la pandemia, creo recordar (es buen referente para ubicarnos y saber qué pasó antes y qué después, sobre todo cuando los años van acumulándose y uno tiende a confundir pasado y presente… ¿y qué habría escrito Ibargüengoitia acerca de la pandemia, por cierto?), empecé a tener la impresión de que los lectores del guanajuatense estábamos en vías de extinción. A ver si me explico. Aunque han seguido publicándose sus libros y es común que circulen mucho mejor que los de otros autores condenados al ostracismo por las veleidosas fuerzas del mercado editorial (o por la ignorancia o el capricho o la tontería de editores incapaces de olfatear lo rentable que sería mantener vigentes determinados títulos: yo no sé, por ejemplo, por qué no se reeditan las novelas de juventud de Salvador Elizondo), sospecho que ello no significa necesariamente que sigan leyéndose y, sobre todo, entendiéndose como cabría esperar. Digo que fue antes de la pandemia porque, en el curso que estaba dando cuando nos mandaron a encerrarnos, mis alumnos acababan de leer el cuento «La vela perpetua», y fue tan deprimente descubrir que a nadie le pareció gracioso que al semestre siguiente preferí no volver a arriesgarme y quité esa lectura del programa. (He seguido evangelizando, en la medida de lo posible, pero también he debido aceptar que los tiempos cambian, las sensibilidades también, y que los motivos de risa que han podido funcionar en una época pueden ir desfigurándose o desvaneciéndose). 

            Hace algo más de un año, en una charla pública que sostuve con el novelista Juan Pablo Villalobos, éste aseguraba que Ibargüengoitia ha envejecido mal. Que, conforme pasa el tiempo, se advierte cómo su visión del mundo está plagada de prejuicios e ideas anacrónicas. Y en un ensayo incluido en su libro más reciente, Atlas de [otro] México, el crítico Rafael Lemus es implacable con el autor de Estas ruinas que ves, resaltando los que a su juicio son defectos que desde el principio estuvieron ahí, sólo que no nos habíamos dado cuenta: misógino, clasista, racista, homofóbico, acrítico y por tanto complaciente con el poder, etcétera (estoy refiriendo apresuradamente la condena de Lemus, no he tenido ánimos para volver a leer su ensayo que me resultó todavía más deprimente que la cara de pasmo de mis alumnos). Sería cosa de pormenorizar mejor mis razones, pero por lo pronto tendría que decir que estas formas de leer a un autor muerto hace cuatro décadas parecen pedir un imposible: que la literatura prevea cómo habrán de ir reconfigurándose las susceptibilidades de una sociedad conforme pase el tiempo y se truequen por otras las moralidades vigentes cuando el muerto todavía no estaba muerto.

            Sin embargo, lo cierto es que la comprensión de la obra de Ibargüengoitia está en gran medida sujeta al reconocimiento del México en que fue surgiendo. Y, si se carece de ese reconocimiento (por ejemplo en el caso de los más jóvenes, que difícilmente podrán representarse lo que significaba vivir en el tiempo del más recio PRI), la sorna desplegada por el autor no puede funcionar del todo. Lo he pensado ahora que he estado viendo la formidable serie de Luis Estrada basada en Las muertas, la novela que Ibargüengoitia publicó en 1977 a partir del caso de Las Poquianchis. Me ha dejado con la boca abierta, y creo que Estrada entiende muy profundamente lo que se proponía el novelista, a cuyo espíritu es puntualmente fiel y de tal forma que logra a su vez una obra admirable y memorable. Pero ¿estará entendiéndose cabalmente todo lo que significa? ¿Y lo que tendría que significar para nuestra comprensión de este presente que habitamos?

            Habrá que seguir evangelizando.

II

Mis impresiones acerca de la obra de Estrada son las de un cinéfilo silvestre, desprovisto de razones técnicas para decir qué está bien y qué mal. Así que sólo me limito a aventurar que el director entendió muy bien al novelista, y que consigue así una obra propia notable y leal con la original. Además, como se confirma en los créditos finales del último episodio, la serie quiere ser un homenaje al guanajuatense, y no habría podido serlo sin el claro respeto que rige la adaptación de principio a fin. El único pero que yo tengo —confío en no espoilear— es con el papel del reportero de Alarma! que interpreta Tenoch Huerta cuando el juicio a las Baladro ya está en su apogeo. Ese personaje no existe en la novela, donde sólo se menciona que Concepción de Ruiz (el pueblo donde están presas las asesinas) “se llenó de periodistas, fotógrafos y curiosos”, y luego que “Los periodistas y el público hubieran querido encontrar más cadáveres”. Entiendo que Estrada quiso hacer énfasis en el papel de la prensa amarillista en la conmoción provocada por los crímenes de Las Poquianchis —la razón principal para que Ibargüengoitia se interesara en el caso—; pero también me huele a que la productora metió su cuchara para colar a Huerta a como diera lugar… y ¡válgame, qué pésimo actor es! Pero bueno: será que hacía falta una estrella remotamente hollywoodense… Por lo demás, el reparto es sensacional, empezando por la fabulosa Arcelia Ramírez y el modo en que encarna a Arcángela Baladro, la madrota desalmada, avara y miserable: afeada,  engrosada y percudida, con una dicción que supura rabia y desprecio, hasta en el caminado se ve que Ramírez supo cómo hacer verosímil su caracterización, bamboleándose con las patas hacia afuera y la cintura pandeada: magnífica. Y Paulina Gaitán, quien da vida a Serafina Baladro, no se queda atrás: difícilmente alguien habría pronunciado mejor el parlamento con el que Ibargüengoitia la hizo defenderse de los reproches de su hermana: «—¿Qué culpa tengo de haber nacido apasionada?». Los escenarios, el vestuario, la música, la iluminación, las actuaciones (salvo la de Tenoch)… todo funciona de modo inmejorable. Un amigo, crítico de cine, me decía que los coches parecen salidos de un museo, que todo está como demasiado cuidadito; pero yo pensé que Ibargüengoitia fue también dramaturgo, y que sus novelas bien ameritan una puesta en escena en la que se preserve una cierta artificialidad teatral. En fin, me parece que Estrada, al tiempo que se propone ser muy literal, también aprovecha la libertad creadora que el mismo Ibargüengoitia otorga a los lectores de su novela, cuya materia prima son, sí, los hechos reales (los crímenes y el proceso de Las Poquianchis), pero procesados por la imaginación del autor: «Es posible imaginarlos…», es la primera frase de Las muertas.

      Ahora bien: sostengo que esta serie importa, así como la novela sigue importando, no sólo como las creaciones artísticas admirables que son, sino en razón de que pueden promover una reflexión acerca de la descomposición social que ha anegado a México en el último medio siglo. Lo digo por esto: en 1964, cuando se descubrieron los crímenes de las hermanas González Valenzuela, el país experimentó una conmoción que, si bien fue alentada por la prensa ávida de sangre, se justificaba por lo excepcional de los hechos: la serie de asesinatos y otros muchos delitos cometidos por las madrotas y sus cómplices directos, y en los que estaban coludidos numerosos personajes de la vida pública de entonces: políticos, jueces, abogados, militares, empresarios y hasta el cura que les bendecía los burdeles. Trece años más tarde, cuando Ibargüengoitia concluyó su novela, afirmó acerca de ella: «Es una historia que, a fin de cuentas, lo que capta es la corrupción de un sistema». Y en otra entrevista declaró poco después: «El tema me interesó casi por repulsión: la historia era horrible, la reacción de la gente era estúpida, lo que dijeron los periódicos era sublime de tan idiota. Todo esto, que me producía una repulsión verdaderamente muy fuerte, me pareció muy mexicano. Pero la historia me atrajo como a uno lo atrae una operación o un perro muerto: algo horrible».

      Es muy asombroso, en la experiencia de lectura de la novela, descubrir que uno está carcajeándose de eso horrible. Lo que se narra es atroz, lo que hay detrás es la maldad pura o la estupidez inconmensurable de personajes moralmente atrofiados, incapaces de reconocer la naturaleza depravada de lo que hacen. Y, sin embargo, Ibargüengoitia centra la atención en la profunda ridiculez que tiene todo eso, acaso porque solamente así es posible que nuestra inteligencia lo tramite. Al margen de eso, el hecho es que una obra así sólo existió gracias a que la sociedad de entonces pudo encontrar escandaloso que seis u ocho mujeres hubieran sido asesinadas. En el México de hoy se mata al menos a diez mujeres al día. ¿Qué nos pasó, cómo fuimos volviéndonos incapaces de aquella consternación?

            Las muertas (la novela y la serie)  brinda algunas pistas que no vamos a encontrar en ningún otro lugar.

J. I. Carranza

Mural, 14 y 28 de septiembre de 2025.

Súper Leche

Son contadas, y por eso altamente significativas, las ocasiones en que la historia encarna en la historia particular. Uno puede tener noticia de los acontecimientos más importantes que están teniendo lugar ahora mismo, y hacerse una idea, certera o no, de sus posibles consecuencias. Una guerra, una revuelta, la reconfiguración política de una sociedad, una catástrofe. O bien los adelantos tecnológicos que en estos instantes acaso estén decidiendo las transformaciones más radicales de la vida tal como la conocemos, o las descripciones de la realidad que difícilmente se ajustan ya con las que manejábamos antes —el filósofo Richard Rorty apostaba por que la evolución del pensamiento, de nuestra forma de explicarnos el mundo y, en suma, lo que somos, consistía básicamente en la sustitución de unas palabras por otras: dejamos de usar las que parecen ya no servirnos, inventamos o nos apropiamos de otras con la ilusión de que servirán mejor, y eso es todo—. Pero cuando esos acontecimientos tienen lugar en el espacio que ocupamos, la historia cobra otro sentido. Como pasó hace cuarenta años, con los sismos en México.

        Tal vez la prueba mejor para identificar estas ocasiones sean las preguntas «¿Dónde estabas?», «¿Qué estabas haciendo?». En la medida en que se pueda responderlas con más precisión, la impronta de lo ocurrido será más decisiva, y acaso tenga que ver con la noción elemental de trauma. Pero además está el carácter colectivo de la experiencia: el trauma compartido y ampliamente extendido como marca generacional sugiere que pueden hacerse otras lecturas de lo que recordamos y del modo en que lo recordamos. Yo sé muy bien, por ejemplo, dónde estaba y qué hacía el día en que mataron a Colosio —¿el último muerto de la Revolución?—; no tan claramente, en cambio, el día en que el cardenal Posadas fue asesinado. Dado que fueron hechos no demasiado separados entre sí, ¿qué quiere decir eso de la atención que yo entonces prestaba a lo que ocurría? ¿En un año, del tiroteo en el aeropuerto de Guadalajara al mitin de Lomas Taurinas, qué cambió en mi entendimiento de las cosas? Los tapatíos que teníamos uso de razón el 22 de abril de 1992 no podemos olvidar lo que nos pasó ese día. Ni quienes vimos a la Ciudad de México desplomarse el 19 de septiembre de 1985.

      El aniversario, este viernes, será buena ocasión para hacer ese ejercicio. Porque, además, sobre nuestra memoria acecha siempre el fantasma del borramiento. Y contra eso no queda sino resistir lo más que se pueda. Pienso, por ejemplo, en mi amigo Cabrera, que me contó cómo, poco después de haber empezado las clases en su secundaria aquel día, las violentas sacudidas de los edificios hicieron a alumnos y maestros correr y buscar salvarse, bajar hasta el patio, y lo último que recordaba Cabrera de ese momento era que, al volver la vista atrás, distinguió a un compañero de su salón, en muletas, que desaparecía en la nube de polvo que dejaron las escaleras por las que ya no pudo terminar de bajar. Cabrera me lo contó hace muchos años, y por alguna razón que ignoro, es como si yo también me hubiera apropiado de esa imagen concreta y desoladoramente nítida, a la que cada septiembre regreso para empezar a hacerme —pero es imposible— una idea de lo terrible que fue aquello. ¿Por qué la preservo? Acaso hay recuerdos que sea insoportable tener a solas, no sé.

      Vi hace poco fragmentos del reportaje que fue haciendo Jacobo desde las calles, poco después de ocurrido el primer temblor. ¿Ese día lo vi en vivo? Sé que mi hermano me despertó, corrí de la cama al patio y ahí nos quedamos los dos, agarrándonos de las paredes; sé que mi mamá y mi papá estaban en el consultorio, mi papá estaba tomándole medida a un paciente para hacerle un trabajo, no lo dejó bajarse del sillón porque se le iba a echar a perder la impresión; los cables en la calle tronaron, el colegio de enfrente de la casa no fue evacuado (no se usaba eso). Y poco más: yo iba a la secundaria por las tardes, así que pasado el susto seguramente me puse a desayunar con toda calma y la vida en Guadalajara siguió igual. Mientras, como demostraba la cámara que acompañaba a Jacobo, se derrumbaba el Súper Leche, en la avenida San Juan de Letrán. Desde el quemacocos de su Mercedes, Jacobo iba transmitiendo por teléfono, y ahí se bajó, se acercó a un hombre que contemplaba atónito la montaña de escombros, ya poblada por decenas de personas que removían losas, vidrios, tanques de gas, y entonces se produjo este diálogo: «¿Qué pasa, señor, por qué usted está tan agobiado?». «Aquí estaba mi negocio, era el restaurante Súper Leche». «¿Usted es el dueño del restaurante Súper Leche?». «Sí, señor. Sí, señor. Sí, señor». «¿A qué hora abren el restaurante?». «A las siete de la mañana». Jacobo le echó un brazo al hombro. «¿Quiere decir que a la hora del temblor ya estaba abierto?». «Ya, señor. En el segundo piso vivía o vive mi madre. En el segundo piso vivían aquí mi madre y mi hermana. No sé, señor. No le puedo decir nada, licenciado».

      Siempre que mis papás me llevaban a México, de niño, nos quedábamos en el Hotel Capitol, en las calles de Uruguay, y desayunábamos todos los días en el Súper Leche, a media cuadra. Y yo no pierdo, no quiero perder, los rasgos de las meseras. Había una que se llamaba Joaquina y eso me parecía muy asombroso.

J. I. Carranza

Mural, 14 de septiembre de 2025.

Merecidísimos

¿Y de qué nos admiramos? Si desde hace mucho que sabemos que son unas fichitas. Pendencieros y alebrestados, machitos urgidos de demostrar con sus exabruptos y sus manotazos que nadie puede ganarles, que ellos se imponen y someten, que ellos valen más y sólo ellos importan. Vociferan e insultan, practican su pedestre sarcasmo apenas como anticipo de sus invectivas francas y sus eructos de resentimiento y odio. Nada les duele más que ser humillados, pero el problema es que todo parece resultarles humillante. La mera existencia del otro la encuentran afrentosa. Y por eso se quitan el saco y se arremangan y se aflojan la corbata y sacan el pecho y se organizan con sus secuaces para atacar y en los ojos les brilla la ilusión al verse en ocasión de desfogar su rabia. Se trenzan con furor casi erótico, apasionados e impacientes, salivando y jadeando. Aunque no lleguen a los golpes, y se limiten a gritonearse entre la curul y la tribuna, o cuando corean las consignas acordadas para sobajar al otro, o despliegan sus performances chafas —no se sabe si queriendo ser chistosos, provocadores, dramáticos, pero en todo caso son patéticos—, o se solazan en sus desplantes y majaderías, en sus risitas sarnosas y sus señas obscenas; aunque no lleguen a los golpes, decíamos, y sólo se reten y se escupan sus bravuconerías, en sus sueños están batiéndose como gladiadores en la arena de la Historia, compitiendo por ver quién tiene más razón y más derecho, más autoridad y mejor prestigio, más poder y por tanto más fulgor y más gloria. Pero son sueños, y los sueños sueños son: en realidad, si tiran patadas y dan empujones y levantan el dedito admonitorio y se lanzan sus escupitajos en forma de reproches y acusaciones y retos y nos vemos a la salida, y a mí no me hablas así, y cállate y déjame hablar, y te voy partir tu madre; si no les importa exhibirse como macacos en celo desatados y furiosos, es porque en realidad están cuidando su modus vivendi y las prebendas de que han ido haciéndose y los contubernios que han ido tramando y las fortunas que han ido amasando, y porque quieren a toda costa seguir disfrutando de la libertad que, a su vez, les permite disfrutar de todo eso que tienen y han conseguido, siempre y sólo para sí mismos. Sus broncas son por el territorio que según ellos les corresponde y que han ganado, y para no acabar encarcelados o prófugos o al menos hechos a un lado (deberíamos volver a la práctica del ostracismo). Se llenan las fauces con entelequias como Pueblo, Patria o Ley, pero sólo porque creen que así serán más inmunes y estarán más seguros en su fuero, para seguir medrando. 

      ¿De qué nos admiramos, pues? ¿No siempre hemos sabido quiénes eran, qué los mueve y de qué son capaces? Pandilleros rapaces, matones y cínicos, malformaciones y tumores y parásitos y callos y granos fétidos y heridas supuratorias en toda la economía corporal de la Nación. La palabra más fea del idioma español acaso sea pus: ellos son la pus de México. Porque estarán, sí, los criminales, y también todos los demás corruptos y todos los demás vividores y aprovechados y transas y abusivos y defraudadores y violentos y mentirosos y preverbales impostores y desvergonzados, pero si están es gracias a ellos: a que ellos, en los recintos desde donde habría de armonizarse nuestra existencia como sociedad, en lugar de trabajar en ello se la pasan ocupándose de estupideces y gritándose y dándose zapes (ni siquiera para eso son buenos: si ya van a agarrarse, por lo menos rómpanse bien el hocico). Gracias a ellos, que solapan y pactan y se cuidan entre ellos las espaldas y tapan y desvían y alzan la mano cuando es preciso ejecutar sus coreografías acríticas y rastreras y luego salen, untuosos y planchaditos, a declarar sus fábulas hechas con elocuentes naderías, y, mientras, siguen cobrando lindamente y dándose opimas vacaciones, hozando en abundantes banquetes, rodeados de achichincles de funciones indiscernibles pero sin duda bien pagadas, y distrayendo además para sí los recursos que sea posible, y asegurándose las mejores condiciones para seguir medrando en otros lados; gracias a ellos, vaya, es que las leyes en este país las cumple quien quiere, y, si no, no importa.

      ¿Entonces? ¿Se justifican nuestra sorpresa y nuestra consternación al presenciar su más reciente zacapela, su vulgaridad y su cobardía de esta semana, sus lamentaciones y sus supuestas indignaciones? Hay, creo, algo aún más grave que eso que vimos, y es el hecho de que llevemos años viéndolo, décadas, sin que nada nos haya resultado suficiente para pararlos en seco. Es, sí, la degradación de la política (¿quiénes han sido los últimos políticos mínimamente decentes en este país? ¿Heberto Castillo? ¿Carlos Castillo Peraza? ¿Jesús Reyes Heroles?). Pero también la de toda la sociedad, que cada tres y cada seis años sigue haciéndoles el juego y dándoles votos (o consintiendo que se los roben), que no clama por su defenestración y por su encarcelamiento, que acaso los vea como campeones de las más innobles causas, que son las causas de nuestra perdición sin remedio. Abyectos, soeces, viles, ridículos y malolientes, son todavía algo peor: sin escapatoria, y porque así lo hemos permitido, son nuestros representantes. Y cumplen con esa función de modo inobjetable y puntual. Nos los merecemos.

J. I. Carranza

Mural, 31 de agosto de 2025.

In fraganti

Es divertido, pero no debería ser divertido, aunque tal vez sea divertido precisamente por eso. Falibles como somos, y aun así empecinados en mantener mínimos de verticalidad moral para no reptar e involucionar como especie, cuando sabemos del yerro o la quebrazón de alguien, o que alguien más se venció e incurrió en infidencia o chuecura, o se alocó y dejó atrás toda prudencia, o fue tentado y cayó, o cayó incluso sin que hiciera falta la tentación, nomás por puro gusto; cuando sabemos, en fin, de alguien que fue cachado (bonito uso del verbo, acaso sólo posible en el español de México: descubrir a alguien cuando hace algo prohibido o indebido), difícilmente podemos reprimir un cierto gozo, malévolo  y morbosón, debido a lo que hay de chismoso en nuestra naturaleza, pero también al egoísta alivio de no ser nosotros los exhibidos. 

      Desde luego, la licitud del regocijo al ver a alguien sorprendido en falta está inversamente relacionada con la gravedad de esa falta. No pueden alegrarnos la hora de la comida una atrocidad o un crimen —y, si tal cosa nos consentimos, algo tenemos de atroces o de criminales—; tampoco está bien (y de esto se trata todo: de lo que está bien y lo que está mal) buscarle la gracia a la desgracia de nadie, solazarse en la bajeza ajena —las bajezas por lo general son ajenas, pero podríamos preguntarnos de cuáles somos capaces—, regodearse en lo que es motivo de lágrimas para alguien más… Y justo por esto es que no debería ser divertido lo que pasó con la pareja de adúlteros cachada in fraganti en un concierto de Coldplay: porque detrás de la balconeada hay personas con sus historias, y traición y confianza defraudada y miseria y consecuencias. Pero también es divertido, acaso porque en las carcajadas planetarias que desató el hecho se refrenda nuestra querencia de ser mejores y se patentiza nuestro desquite por no siempre conseguirlo. Si los cuernos son odiosos, y motivo de tantísima desdicha para la humanidad a lo largo de los siglos, cuando una infidelidad sale mal y los engañadores son descubiertos, es imposible no parar la oreja, subirle al volumen, leer la historia de principio a fin, querer enterarse de todos los pormenores y permitirse sin remordimientos algún chiste al respecto (o los memes, que con los infieles de Coldplay manaron en abundancia). Lo mismo vale cuando son desvelados un fraude o una trácala, cuando es sorprendido un malhechor que se creía muy astuto o se sentía muy sacalepuntita, o siempre que a un farsante o a un vividor se le cae el teatrito… como cuando a un exsecretario de Gobernación y exgobernador de Tabasco y excandidato presidencial, que ha podido surfear impunemente y cínicamente las crestas más altas del encrespado mar de la política nacional, se le recuerdan las pésimas compañías en que andaba y entonces va y se esconde porque de seguro está fruncidísimo y a la vez suelto de la panza, viendo si podrá mantenerse a flote —ojalá que no, que se hunda—, y todo eso es muy entretenido, cómo no.

      Volvamos a los amantes de Coldplay. Su caso además reafirma cómo, en este mundo hipervigilado y cableado de tal forma que cualquier información puede esparcirse a velocidades y con alcances antes impensables, la privacidad es un bien cada vez más escaso, y no tenerlo en cuenta es ingenuidad pasmosa o irremediable anacronismo. Hace algunos años, en el Palacio de Bellas Artes me tocó ver una exposición sobre la vida cotidiana de la Ciudad de México, y la pieza que más me impresionó fue un mosaico compuesto por centenares de fotografías, todas en blanco y negro, tal vez de cuatro por seis pulgadas todas, en las que se veían personas caminando por la calle, invariablemente tomadas en un ligero contrapicado, como si el fotógrafo siempre estuviera con una rodilla en tierra o agazapado. Todas las personas iban por una acera de una calle concurrida; la mayoría no parecían percatarse de la presencia de la cámara, y en quienes veían al objetivo se advertía sorpresa o disgusto. Tras preguntarme en vano por la explicación de esas fotos, tiempo después recordé cómo aquí, en Guadalajara, en los años setenta y tal vez incluso en los ochenta, por 16 de Septiembre, afuera de Camarauz, entre López Cotilla y Madero, o en Juárez y Colón, al salir de los pasajes subterráneos de las relojerías y las escamochas, a la vuelta de Laboratorios Julio, frecuentemente había fotógrafos que así, agachados y sin pedir permiso, retrataban a la gente mientras iba pasando, y luego entregaban una tarjetita con un domicilio para recoger el retrato (comprándolo, por supuesto). La idea, en apariencia inocente, era facilitar la materialización de un recuerdo: una foto casual, en el centro de Guadalajara cuando aún no era el muladar que hoy es, a lo mejor paseando con alguien o sencillamente disfrutando un buen rato. Pero también cabía la posibilidad de que alguien quisiera rescatar esa evidencia de un momento en que no estaba donde debía, o iba con alguien que no convenía que se supiera… Y entonces la cosa tenía algo de extorsión —aquella exposición en Bellas Artes sería de fotos nunca reclamadas, supongo.

      La privacidad, entonces, tiene tiempo siendo empresa difícil. Por lo demás, ¿quién va a un concierto de Coldplay? Merecido se lo tuvieron, los infieles agarrados en la movida, por ir a oír a esa banda tan guanga.

J. I. Carranza

Mural, 20 de julio de 2025.

La foto fue publicada en el número 15 de la revista Luna Córnea (marzo-agosto de 1998) como una de las que acompañan el artículo «Los paseantes, la instantánea, el crimen», de Sergio González Rodríguez, acerca de la extinta fotografía de acera en la Ciudad de México.

¿Chespirito?

¿Qué hacemos con Chespirito? Como pasa con algunas figuras muy prominentes de la llamada cultura popular (concepto ya anticuado y siempre resbaladizo), la popularidad indudable de que goza parece cancelar toda posibilidad de apreciar serenamente lo que fue, hizo y causó este artista. (Ahí está: porque al pronunciarse acerca de él parece que algo está comprometiéndose o arriesgándose, me tomó varios minutos decidirme a usar la palabra «artista», como si tuviera que justificar con sumo cuidado que Roberto Gómez Bolaños pueda ser tenido por tal). El paso del tiempo, en algunos casos, aplaca las pasiones y puede verse con distintos ojos lo que antes fue motivo de polarizaciones o disputas: a nueve años de su muerte, ya podemos estar de acuerdo en que Juan Gabriel fue un genio irrepetible, pero mientras vivía la disyuntiva era infranqueable: o lo adorabas o te repelía (o lo adorabas en secreto, tu gusto podía ser juzgado muy feamente). Pero con el creador del Chapulín Colorado la cosa siempre ha sido complicada. Al menos para los mexicanos.

      No es en absoluto un mito la veneración que naciones enteras sienten por Chespirito y sus creaciones. Hace muchos años, un taxista en Río de Janeiro me regaló el viaje y me dio un abrazo porque yo era paisano de Chaves, como se llama allá el Chavo del Ocho —y no le cabía en la cabeza, al taxista, que acá le dijéramos Don Ramón a Seu Madruga—. Son legendarias las giras de estadios llenos y desfiles tumultuarios que hicieron los personajes de la vecindad (y cuando digo «la vecindad» todos sabemos de qué estoy hablando), y no hacía falta la serie que recientemente se estrenó —y que no pienso ver— para que aquella fama tuviera un revival, pues está lejos de apagarse la estela que empezó a surcar el firmamento televisivo hace más de medio siglo. Es cierto que, al paso de las generaciones, y puesto que el mundo ha cambiado y ya no tenemos al alcance solamente cuatro o seis canales de televisión, la absorción en la vida diaria del influjo de Chespirito no podrá ser igual que en otra época. Sin embargo, también es cierto que el El Chavo del Ocho está transmitiéndose de nuevo todos los días, a la hora de la comida, en televisión abierta y a todo el territorio nacional. ¿Asegura eso que millones de educandos en los niveles más básicos incorporarán naturalmente a su vocabulario términos como «chiripiorca», «chispotear» o «chusma»?

      ¿Y qué hacemos? ¿Dejamos que nos guste, o no? En la decisión pesan, creo, componentes estéticos, éticos, cívicos, políticos, y se juega en alguna medida el concepto que uno tiene de sí mismo. Desde luego: hay, y siempre ha habido, millones de personas a las que jamás les han importado estos dilemas y sencillamente han gozado y reído. Pero si uno se pone en plan de razonar el asunto, debe tener en cuenta la importancia de la obra de Chespirito en numerosos aspectos de nuestra apreciación de la realidad: lo que pensamos de la pobreza (la inopia irremediable pero enternecedora del Chavo), de la desigualdad (la cretinez de Quico), de la niñez (el menosprecio y la incomprensión de los adultos de la vecindad), de la justicia (la impunidad del moroso Don Ramón, la ineptitud del Chapulín Colorado), del amor (reducido a las efusiones ridículas con que Doña Florinda y el Profesor Jirafales sofocan sus ansias eróticas), de los roles de género y de edad (la mujer sola es una bruja, el Doctor Chapatín es un miserable y un estúpido), la educación como tiempo desperdiciado (en la escuelita sólo la Chilindrina es lista, todos los demás están a fuerzas y haciendo tonterías), etcétera. Y, también, hay que considerar todo aquello de lo que jamás se ocupó, en el México del más recio PRI, ese humorismo «blanco» hecho para blindar el entendimiento de los televidentes contra la más mínima curiosidad crítica, a diferencia de lo que, en los 70, sí hacían comediantes como Chucho Salinas o Héctor Lechuga, e incluso Los Polivoces, por hablar sólo de los que salían en la tele y podían proponerse ironías y sarcasmos y transgresiones heroicas. Adocenante, pedestre y prescindible, esa obra de gags mecánicos e invariables y juegos elementales de palabras funcionó, sin embargo. Y grandemente. 

      Consistente y eficaz, sumamente original en sus inicios, el ingenio de Chespirito pronto se volvió predecible. Y en muchas partes chafeó de modo horrible: tramas y personajes insípidos, chistes sin chiste, caprichos (El Chanfle, esa patética épica americanista). Nos dimos cuenta de que había sido dejado de dar risa cuando, «como una forma de respeto al público», se quitaron las risas grabadas. Gran cosa era chantaje sentimental, bobería hipertrofiada, cursilería y moralina —no es misterio que Gómez Bolaños acabara llamando al voto por el que sería el presidente más hipócrita que ha habido, que es Felipe Calderón—. Muerto Don Ramón y enemistado con Quico, Chespirito perdió lo mejor que tenía, que era cierta irreverencia y una pizca de malicia, y si hoy en día pueden dar risa los episodios viejitos de El Chavo del Ocho es por lo que preservan de un tiempo aún no pasteurizado por tanta precaución y tanta corrección política. 

      A pesar de todo lo anterior, Roberto Gómez Bolaños es el escritor más exitoso que ha dado México, y el más influyente en la conformación de nuestra idiosincrasia. ¿Qué hacemos con eso?

J. I. Carranza

Mural, 13 de julio de 2025.

¡Vacaciones!

¡Al fin! Como el calendario escolar para la educación básica en México lo cumple quien quiere y como quiere, se vuelve cada vez más difícil anticipar en qué momento se terminarán las clases, y por eso el comienzo de las vacaciones termina siempre tomándonos desprevenidos. Por anheladas que sean, llegan como el temporal y de pronto lo inundan todo y tenemos que arreglárnoslas para navegar por ellas sin demasiados sobresaltos ni peligros.

      Hablo, claro, de las vacaciones que tienen niñas y niños, desde los grados más pirruñitas hasta los más labregones, antes de entrar a la prepa. El rango de edades, vamos, en que la escuela es —entre otras muchas cosas, no vaya a pensarse que sólo así la veo— una suerte de paquetería donde se puede confiar que las criaturas estarán a salvo y entretenidas mientras uno trabaja. Las vacaciones, pues, que son ese tiempo extraño en que la paquetería permanece cerrada y hay que conseguir que las criaturas no se aburran, no se aloquen, no se depriman y no se apendejen. Pocas cosas tan admirables y envidiables como las sonrisas de las maestras que nos despiden luego de habernos entregado la boleta, con la satisfacción inocultable de que hallarán por fin respiro tras tantos meses de lidiar con las hordas salvajes: apenas unas horas después de esa entrega, la Miss Chayo ya debe de estar en Chamela o en Guayabitos, o de perdida en las Bahamas, sorbiendo la primera de las ciento veinte margaritas que se piensa tomar en la semana. ¿Y uno?

      Si tiene suerte, uno podrá hacer coincidir algunos días de sus propias vacaciones con las de las criaturas, y si además de suerte ha sido bendecido con algún ahorrito (si algo quedó luego de pagar la colegiatura de la paquetería y la reinscripción, y tras haber apartado lo que costarán libros y útiles: ya mandaron la lista), la perspectiva de un viaje facilita las cosas, aunque sea ilusoriamente. Jerry Seinfeld decía que, para un padre de familia, las vacaciones empiezan en el momento en que ya terminó de cargar maletas en la camioneta y de meter en ella a toda su prole, y duran lo que duran los segundos que pasan mientras cierra la portezuela del copiloto, rodea la camioneta por detrás, abre su propia puerta y se pone al volante. Aun así, la procuración de una mínima aventura, la ruptura de unos cuantos días con lo consabido y lo rutinario, la posibilidad de ir a un lugar lejano a cansarse de distinto modo, justifican sencillamente la ocurrencia de las vacaciones. Pero cuando no hay modo de salir, entonces hay que ingeniárselas.

      Antes no era así. (Siento que incurro cada vez con más frecuencia en las observaciones de esta naturaleza, comparando el tiempo presente con el pasado, por lo general a favor de este último y de tal forma que no parece que esté dispuesto a transigir. Pero creo que es inevitable: después de todo, lo natural es que el propio juicio parta de la propia experiencia, contrastando lo que hay con lo que hubo o había, y conforme uno se vuelve más viejo hay menos escapatoria). Las vacaciones entrañaban, antes que otra cosa, que a uno lo pusieran a hacer quehacer. Además, tenías que acompañar a tu mamá a un montón de lugares insólitos (a abonar en Mayco, al tianguis del Mercado Alcalde, a traer estambre de El Gato, a la tintorería, a la carnicería, al Banco Refaccionario, a la relojería, a las pollerías del Mercado Corona, a Maxi, al Nuevo Mundo, a La Cotijense), así como a casas de parientes donde, con suerte, podías aburrirte un buen rato junto a tus primos. Quizá podías ver más horas de tele en la tarde, y tantán. Al otro día, a trapear pisos y lavar ventanas, más tías, más salidas a mandados, más tele, y aquello parecía una forma de la eternidad. Hoy, en cambio, está extendida la suposición de que las vacaciones tienen que aprovecharse y es imperativo buscarles actividades a niñas y niños: cursos de verano, campamentos, prácticas deportivas; que hay que organizarles salidas, pijamadas, fiestas, idas al cine o a alguna plaza, etcétera. Y esto pasa, creo, principalmente por dos motivos: en primer lugar, mamás y papás de hoy están (estamos) más atareados, las dinámicas laborales y las configuraciones familiares han cambiado enormemente, y los dos meses de vacaciones se vuelven difícilmente manejables para gran parte de la población que tiene hijos y trabaja.

      Pero, además, hay la idea de que la ociosidad es perniciosa y se debe evitársela a toda costa a quienes vienen de batallar todo un año con la escuela, con lo agotador que puede ser ir a clases, estudiar, hacer tareas, pasar exámenes, entregar trabajos, atender a las ocurrencias de los maestros, madrugar, hacer deportes y tener seguramente alguna clase extracurricular, echar desmadre, etcétera. Tal vez sea porque la ociosidad hoy consiste, básicamente, en scrollear infinitamente en el celular o en pasarse noche y día en un videojuego, y entonces a papás y mamás nos alarman ese pasmo y esa inmovilidad. O tal vez lo que ocurre es que nos da envidia y así quisiéramos vivir, echados infinitamente, viendo mensada y media y sin hablar con nadie. También han ido cambiando las formas de la felicidad.

      Pero siempre será mejor que haya vacaciones, como quiera que sean. Lo he dicho antes: las vacaciones son la vida real; todo lo demás es simulacro, sueño o pesadilla, exceso de la imaginación.

J. I. Carranza

Mural, 6 de julio de 2025.

Foto de la exposición Tile by Tile I Exist, de Esra Gülmen, en Plataforma. Arte Contemporáneo.

El gruyero

Con tantos vehículos que deja varados la lluvia estos días, imagino que el gruyero tendrá mucho trabajo: quizás esté doblando turnos, haciendo horas extras, listo en todo momento para salir disparado por todos los rumbos de esta ciudad que con el temporal se desquicia —y también antes y después, sin tregua y por lo visto sin remedio; a ver qué milagros obra la inminencia del Mundial, pero es de temerse que sean chapuceros y fugaces—. El gruyero: capitán y único tripulante de una máquina majestuosa, dotada como una hormiga ciclópea con la capacidad de cargar varias veces su propio peso, y dedicada a mover vehículos de toda laya impedidos de seguir rodando, chocados o descompuestos, o caprichosamente renuentes a explicar qué les pasa, a justificar su negativa a seguir andando, y que de manera imperativa hay que retirar de donde se quedaron, para que los arreglen y también para que no se queden estorbando, para que no terminen de convertirse en edificios ruinosos donde halle alojamiento algún vivo, o para que no les crezca un árbol en medio, reventando el chasis primero y luego el toldo —pues bajo ese árbol puede ir afincándose una aldea, luego un pueblo y al final una metrópoli en toda forma: tal vez Guadalajara no la fundó Beatriz Hernández, sino que creció alrededor de un coche abandonado tras quedar estropeado por la inundación en una crecida imposible del río San Juan de Dios.

      El gruyero, pues, que acudió cuando la camioneta se quedó sin batería. Fue una suerte, ahora que lo pienso, que nuestro encuentro con el gruyero ocurriera en esas circunstancias, y no en otras más aparatosas o aun trágicas. Porque, en realidad, fue bastante simple la causa y no pasó de un mínimo contratiempo, incomparable con los que sufren quienes se quedan hundidos en el caudal que crece con velocidad asesina en Plaza del Sol, o quienes son arrastrados por el mar imprevisto en Isla Raza, o quienes se ven repentinamente arrojados a los rápidos de Patria, o quienes flotan a la deriva en la inmensidad de los lagos de R. Michel y Salvador López Chavez, o quienes son revolcados (y no sólo con sus coches, sino con sus casas y sus vidas enteras) en El Mante o en el interminable etcétera del desastre pluvial que cada año nos cae como si no supiéramos que otra vez va a suceder. No: el contratiempo fue meramente que la camioneta ya no quiso prender, apenas hacía un pujidito desganado que nos permitió conjeturar la causa y obrar en consecuencia: la compramos hace apenas tres meses, había que apelar a la garantía, llamar al servicio de asistencia indicado, sentarse en la banqueta y esperar.

      Y llegó. Uno —y con «uno» quiero decir «yo», pues se supone que a esto me dedico— debería anotar siempre con todo escrúpulo los detalles: de qué empresa era la grúa, de qué modelo y qué la singularizaba en términos técnicos, cuáles son los principios mecánicos de su operación. Pero no tuve cuidado o paciencia. El gruyero, no obstante, fue obsequiando algunas informaciones sumamente interesantes, por ejemplo que para un caso como el de nuestra camioneta, de transmisión automática y por lo tanto automáticamente trabada, había dos procedimientos disponibles: uno lícito y otro, si no ilícito, sí más bien un hackeo mal visto por aseguradoras y agencias. A ver si me explico con la claridad del gruyero: el procedimiento lícito es colocar bajo las llantas del vehículo por arrastrar una especie de esquíes, para no comprometer la garantía con el antedicho hackeo, que es sin embargo preferible, porque los estúpidos esquíes se salen y hay que estar batallando con ellos. El gruyero, entonces, se ahorró problemas, me pidió autorización, se la di y procedió con el hackeo, que consiste en destrabar una especie de botoncito cuya ubicación ya sabía sabiamente al abrir el cofre, y entonces todo fue más sencillo y la camioneta subió sin problemas a la grúa. Y luego nosotros. Y entonces empezó lo mejor.

      Al tanto de lo emocionante de la aventura, lo primero que nos dijo el gruyero (íbamos mi esposa y yo, que retrepamos a las alturas de la cabina como si estuviéramos subiéndonos a la montaña rusa) fue: «¡Foto pa’l Face!», con lo que quiso dar a entender su anuencia para que preserváramos el momento con el celular. Por supuesto. Me simpatizó grandemente que el gruyero estuviera al tanto de cómo eso, que para él es lo rutinario, debe de ser extraordinario para la mayoría de sus imprevistos pasajeros. Arrancó, pues, y todo el camino fue como si nos llevara en una góndola y Circunvalación División del Norte fuera el Gran Canal de Venecia: anécdotas, reflexiones (al rebasarnos una moto, por ejemplo: «Mi jefe toda la vida anduvo en moto. Y era bien borracho, pero nunca se cerraba ni se metía entre carriles, y nunca tuvo un accidente. Ya se murió. Pero de cirrosis, no en la moto»), ilustraciones técnicas sobre el funcionamiento de la grúa. Nomás le faltaba cantar. Porque el hecho es que iba muy contento. Natural y espontáneamente alegre.

      Y es lo que me maravilló. Un trabajo tan pesado, que hay que hacer con tanto cuidado y destreza, y que entraña gran responsabilidad, y el gruyero estaba alegre, de buenas, empeñado en hacernos pasar un buen rato. Lo que no le habrá tocado ver, y aún así. Lo importante que es trabajar con gusto y de buenas, caray. Malamente, no supe cómo se llamaba.

J. I. Carranza

Mural, 29 de junio de 2025.

Expulsiones

Vemos, en un noticiero televisivo, que el ayatola Jamenei da un mensaje, y a su lado hay un retrato del ayatola Jomeini: junto al actual líder supremo de Irán, el rostro invariable e inconfundible del líder de la Revolución Islámica gracias a la cual el primero está ahí. Y ese retrato es el mismo que, entre las confusiones de mi memoria, irrumpió en mi atención infantil, probablemente por medio del periódico Excélsior, que llegaba todos los días a la hora de la comida, o de la revista Impacto, que a veces mi papá compraba y cuyo atractivo principal consistía —para mí, quiero decir— en el hecho de que metía el mundo a la casa a través de fotos que no publicaban otros impresos: así como recuerdo la efigie de Jomeini triunfal en 1979, también distingo con toda nitidez el perfil de Paulo VI en su féretro unos meses antes, por ejemplo. Seguramente a mis siete años no entendía gran cosa, pero por alguna razón las imágenes como aquéllas se estamparon indeleblemente en mi recuerdo y quizá me facilitaron más adelante ir comprendiendo algo de eso que así cobraba forma y que se llama historia.

      En «La búsqueda del presente», el discurso que pronunció al recibir el Premio Nobel de Literatura, Octavio Paz refiere un acontecimiento decisivo en su vida, que acaso definió su vocación como poeta y como pensador. Cuenta que, de niño, un día estaba jugando en el jardín de la casa de su abuelo; «Tendría unos seis años y una de mis primas, un poco mayor que yo, me enseñó una revista norteamericana con una fotografía de soldados desfilando por una gran avenida, probablemente de Nueva York. “Vuelven de la guerra”, me dijo». La anécdota encapsula el momento preciso en que el niño Paz es apartado del mundo inocente y feliz de los juegos, las lecturas y las imaginaciones que han venido haciendo de su infancia «un presente sin fisuras». «Esas pocas palabras me turbaron como si anunciasen el fin del mundo o el segundo advenimiento de Cristo», sigue recordando. «Sabía, vagamente, que allá lejos, unos años antes, había terminado una guerra y que los soldados desfilaban para celebrar su victoria; para mí aquella guerra había pasado en otro tiempo, no ahora ni aquí. La foto me desmentía. Me sentí, literalmente, desalojado del presente».

      Mientras está en la televisión el retrato de Jomeini, aprovecho para darle a mi niña —es la hora de la comida— algunas informaciones que más bien estoy sacando del cajón para mí, para averiguar qué significan o significaron, y para ver si ayudan a tramitar de algún modo lo que hoy ocurre y que es, de nuevo, la inminencia del apocalipsis, que recurrentemente se recicla con palabras parecidas y odios inextinguibles y villanos similares, por lo desmesurados y lo grotescos. Probablemente también en aquel periódico o aquella revista vi por primera vez, y luego muchas veces en ese 1979, las alhajadas y fastuosas figuras del Sha de Irán y de su mujer, la emperatriz Farah, removidos del trono desde donde reinaban sobre un pasado hecho a la vez de presuntuosa tradición (su dinastía sólo había empezado en 1925) y de corrupción ominosa. Arrojados a un exilio errático, fueron dando tumbos y, mientras Giscard d’Estaing no dejó que aterrizara en Francia el avión que el propio Sha iba pilotando, López Portillo los recibió gustoso primero (le habrá encantado codearse con esa realeza), pero luego los echó de una patada porque a Carter no le había parecido bien aquel gesto. ¿La mansión que ocuparon estaba en Cuernavaca, en Acapulco? Aquí ya mi confusión se espesa y no sé bien para dónde continuar. Sólo recuerdo que poco después al Sha lo mató el cáncer, que Farah siguió saliendo en la prensa del corazón un buen rato, que Irán volvió a ser el nombre de una tierra lejana y extraña, y que sólo de cuando en cuando ocuparía de nuevo los titulares gracias a las guerras y a la ojeriza de los gringos y de Israel.

      Pero hay algo más: de pronto recuerdo a Salman Rushdie, el salvaje ataque que sufrió hace casi tres años, y caigo en la cuenta (como si hiciera falta caer en la cuenta) de que ese hombre enturbantado y ceñudo que preside el mensaje de su sucesor es el mismo que mandó matar al escritor, y que aquella orden tardó 33 años en alcanzarlo —felizmente no se cumplió, Rushdie perdió un ojo y sufrió otras gravísimas heridas, pero vivió y no fue acallado—. Los años sí pasan en balde, a veces. Casi medio siglo y el retrato de Jomeini ahí sigue, presenciando lo que hoy ocurre.

      Octavio Paz afirma que todos hemos experimentado una expulsión del presente como la que evoca en su discurso. Para él, la vida transcurrió como un empecinamiento incesante por recuperar aquel territorio perdido, y en alguna medida así nos sucede a todos cada que queremos encontrar algún sentido para lo que hemos ido dejando atrás. Pero lo que creemos saber y haber entendido, a la postre, sirve de poco ante la fuerza avasalladora de la realidad y de la historia. Hacia el final de su discurso, Paz alude a la poesía como la sola posibilidad de encontrar el camino. Lo dice de un modo ciertamente enigmático, pero acaso sólo así sea como puede formularse: «¿Qué sabemos del presente? Nada o casi nada. Pero los poetas saben algo: el presente es el manantial de las presencias».

      Luego el noticiero cambia a otro asunto, seguimos comiendo, pasamos a hablar de lo cerca que están las vacaciones.

J. I. Carranza

Mural, 22 de junio de 2025.

Otra cosa

Refrescó. Ayer, por lo menos. La mañana estuvo cubierta por un clemente y tenue nublado que bastó para disuadir al Sol o acaso le brindó pretexto para reposar un poco. La freidora de aire que era la ciudad hasta la tarde del viernes se detuvo, y tuvimos a cambio una inesperada y bienhechora temperatura propia para pensar y para no enloquecer. No se puede pensar con calor. O es más bien que la cabeza va saturándose de aborrecimientos instantáneos, detestaciones inopinadas, lamentaciones iracundas, furias ridículas, ansias de algo frío, picazones cerebrales y pegosteos del ánimo, impaciencias que no revientan y sólo nos hinchan, punzadas que atraviesan de sien a sien la materia gris y la tortuosa ocurrencia del mundo entero como pretexto para estar de malas. Encima de todo, el abotargamiento, el hastío, la molicie universal, la acedía interminable y el peso incalculable de cada miembro, que vuelve imposible despegar de la silla eso sudoroso y fofo e irresuelto que es uno, así sea para dar tres pasos e ir a subir la velocidad del ventilador, o al refrigerador por un refresco o un coco helado (porque también están las alucinaciones: «…y es un tucán / tu cantarín perfil al despertar», canta Jaime López). Ayer, para nuestra fortuna, ese estadio lastimoso de la existencia se pausó. Hoy, tal vez, ya esté triunfando el calor de nuevo.

      Hay una angustiosa condición que debemos tener siempre en cuenta quienes escribimos para un periódico. Parece obvio, pero sobre la marcha no siempre lo es: uno, ante el teclado, o aún con la libreta abierta donde bosqueja las primeras ideas, tiene que hacerse a la idea de que habita siempre el ayer. Obligarse a pensar que, cada que quiera referirse a lo que pasa en este mismo instante, deberá advertir que en realidad ha sucedido ayer, porque será leído mañana (es decir, hoy).  Hoy, por ejemplo (es decir, ayer), el calor ha remitido, sopla un vientecillo que es como una emulsión de la gracia sobre nuestras aflicciones padecidas o imaginarias. Pero, al mismo tiempo que afirmo eso, debo reconocer que ignoro en absoluto si hoy (es decir, mañana) habrá prosperado hasta la mañana o hasta la tarde el relente nocturno que es posible vaticinar que nos aguarda hoy (ayer). El relente: el enfriamiento húmedo de las altas horas, cuando uno puede resfriarse si cometió la temeridad de dormir con la ventana abierta. Treinta y siete años llevo escribiendo en periódicos y es hora en que sigue costándome trabajo acomodarme a esas complicaciones. (Qué acabo de decir, santo Cielo: casi cuarenta años, nunca había sacado esa cuenta, estoy sobrecogido, qué tanto hace que mi maestro Marco Aurelio Larios, que en paz descanse, publicó una tarea mía en El Jalisciense y sólo me dijo cuando me entregó un ejemplar, y vi por primera vez mi nombre impreso; estaba en la prepa, hizo lo mismo con varios compañeros, nos torció el rumbo irremediablemente, y yo he seguido por ese rumbo hasta estos renglones donde estoy contando esto, hoy mismo, o ayer: ayer, ayer, tengo que repetírmelo, esto que escribo está leyéndose mañana. Y parece que aquello de la tarea y mi maestro y mi nombre en la página de un periódico por vez primera fue ayer).

      De qué argumentos válidos podemos disponer, después de todo, para afirmar que el ayer es distinto del hoy y del mañana. Bertrand Russell aventuraba esta posibilidad: el mundo acaba de ser creado hace quince minutos, y todo lo que creemos recordar y saber estamos sólo imaginándolo, pues no hace más de quince minutos que repentinamente aparecimos aquí, junto con la Creación entera. En un rato más vamos a ir al mercado. Confío en que la aventura no sea agobiante, y lo que me permite tener esa confianza es la grisura desvaída del cielo, que no parece que vaya a disiparse pronto. El aire no parece tan violento como el que hace unos días tiró un enorme árbol en el Parque de la Revolución (¿era un laurel de la India? ¿Alguien recuerda los laureles de la India que había hace treinta y siete años en la acera del templo de San Francisco, por 16 de Septiembre? Si esos árboles no son eternos, qué les espera a nuestras pobres ilusiones). Tal vez no hará falta el calor para justificar un tejuino, que es pócima mágica para propiciar la dicha y terminar de armonizar nuestra fugacidad con la Creación, así ésta tenga quince minutos de haber empezado. Pero el tejuino, ¡ojo!, hay que comprarlo antes de pasar por queso y crema con El Güero, porque no hay que correr riesgos, no sea que las nubes sí se dispersen y el Sol asome y arrecie mientras buscamos al tejuinero y entonces el queso y la crema se malogren: deben ser siempre lo último, para que la empresa sea un éxito. No es un mal plan, con todo: toda ciudad empieza en el mercado o en el cementerio, y con tanto calor de los últimos días, ha sido mucho el encierro, hay que salir a ver si la ciudad sigue ahí. Hoy, mejor. O sea ayer.

      Porque hoy (es decir, mañana) habrá que atarearse en otras cosas. Haga calor o no tanto. Formarse o no en una casilla para participar de la grotesca farsa, por ejemplo. Y ojalá que ya, por favor, desde hoy, hablemos de cualquier otra cosa. «Si no podemos cambiar de país, por lo menos cambiemos de tema», como escribió el ensayista Héctor J. Ayala, antes de cambiar sabiamente de oficio y volverse guitarrista. Le va muy bien, parece, y me alegra.

J. I. Carranza

Mural, 1 de junio de 2025.

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