Apenas me alisto a exponer lo siguiente, ya estoy arrepintiéndome. ¿Debería callarme el secreto que he descubierto? No lo sé: yo estoy disfrutando de sus beneficios, aunque quizás pregonarlo traiga un beneficio para la colectividad, y tal vez así este puerco mundo sea mejor… aunque también puede que resulte todo lo contrario: si el mundo es puerco, en gran medida es porque no sabemos cómo utilizar el conocimiento para el bien. Ya se verá.
Al ir en coche por López Mateos, ahora que están poniendo ahí concreto del llamado hidráulico, el tráfico se embota inevitablemente y, sin remedio, uno es proclive a lo mismo: al desplazarse a medio kilómetro por hora, cuando ya se renunció a toda puntualidad y, por tanto, la prisa y sus angustias implotan, el entendimiento queda neutralizado y sólo se conserva la actividad cerebral indispensable para cambiar de primera a neutral, de neutral a primera, quizás para seguir respirando, para cambiarle al radio si suena la nauseabunda tonadita naranja. Sin embargo, de repente sobreviene una intuición, que parece resolverse en un descubrimiento pasmoso, inverosímil: parece —pero sólo parece, por lo pronto— que es posible avanzar con mayor rapidez. Hay que escoger una referencia: al lado va una camioneta tarada y cretina: ¡ésa! En cuestión de segundos se ve que ha quedado atrás. Pasa, digamos, un minuto, y ya no se alcanza a verla por el retrovisor. ¡Nos movemos! ¡Avanzamos, a mayor velocidad que los del otro carril! Lo que habría consumido diez minutos —recorrer el final del túnel de Las Rosas, llegar a su salida pasandito Plaza del Ángel— se lleva sólo dos. O tres. U ocho, bueno, no lo sé con precisión, pero sí sé que ha sido menos tiempo del que le tomó a la camionetota melolenga. ¿Qué está sucediendo? ¿Hemos encontrado la solución para no formar parte de esa lenta pasta de coches que con tanta pena se exprime a lo largo de la avenida?
Así es. Y ésta es la explicación.
(Aquí es donde dudo en brindarla, pues, de propalarse este conocimiento, cabe el riesgo de que, cada mañana, cada vez más automovilistas, avispados como yo, sepan qué hacer, y entonces todos estaremos haciendo lo mismo, y todo se habrá ido al carajo y nos encontraremos nuevamente varados todos, por tomar la misma decisión al mismo tiempo. Pero quiero atenerme a la verdad última que sustenta mi descubrimiento: el hecho de que la gente es necia y no sólo no entiende razones, sino que además —dada la hostilidad imperante en un medio tan opresivo para el espíritu como un embotellamiento en hora pico— ya nadie, o casi nadie, puede concederse ninguna mínima confianza en la buena voluntad de los demás, pues tal es el otro componente de lo que descubrí, la evidencia de que, a final de cuentas, no somos tan cretinos ni tan miserables como pensamos, y en última instancia, esa misma buena voluntad es lo que me mueve ahora a informar de mi hallazgo, por si alguien queda que quiera creerme y valerse de él: me lo va a agradecer).
La explicación: dos filas de coches avanzan a vuelta de rueda. La causa es que, al llegar al punto en que arrancan las obras, o tantito antes, de los dos carriles tendrá que quedar sólo uno, para que el tráfico salga del arroyo central de la avenida hacia la lateral. Vamos, digamos, de la Minerva a Plaza del Sol. Al salir del túnel de Las Rosas, habrá que salir a la lateral (a la derecha, obviamente: el hecho de que haya que detenerse a hacer estas precisiones acaso sea un indicio de que mi confianza en la gente no es tanta, ya nunca lo será), para avanzar así hasta que sea posible ingresar de nuevo a los carriles centrales. Y la cosa es que si uno va por el carril de la derecha (seguimos en los carriles centrales: ¡atentos!), los del izquierdo van queriendo formarse también en él, y se remeten en el primer hueco disponible, temerosos quizás de que ya no podrán hacerlo si se deciden demasiado tarde, en tanto que los que ya iban por el carril derecho no lo abandonarán —¡de pendejos!— pues saben que, llegado el momento, tendrán así más a la mano la salida. De tal modo, los que vamos por el carril izquierdo —¡yo de pendejo me muevo de él!— vemos cómo se despeja, cómo podemos ir dando brinquitos, dejando atrás a la camionetota oligofrénica, mientras otros coches, más adelante de nosotros, medrosos, incapaces de aguantarse tantito, suponen que se fugan del marasmo, cuando en realidad van a caer al atorón del carril derecho.
Hay que resistir, claro, y perseverar. Seguir en el carril izquierdo hasta el fin. Hasta que tope uno con la agente de tránsito —que no sirve para nada, acaso nomás para recordarnos que la ley existe y, por tanto, no debemos acabar matándonos unos a otros— que mira con desgano su celular, más embotada que todos nosotros porque está al rayazo del sol, ya a la salida del túnel, y ¡entonces sí!: cuando tenga uno delante la valla que impide el paso por los carriles centrales y obliga a salirse a la lateral, meterse al carril derecho y deslizarse grácil, gloriosamente, hasta el siguiente atorón. Ahora bien: esto funciona porque, en el fondo, muy en el fondo, en todo automovilista, por hastiado que esté, o cansado, podrido y lleno de odio y de maldad, es posible que haya un último residuo de humanidad que lo haga cedernos el paso en ese momento decisivo. Y, si no lo hace, ni modo, que no nos dé chance: ha de traer mucha prisa por llegar a chingar a su madre. Ya el siguiente lo hará, tendrá esa mínima cortesía, se detendrá un segundo para que lo aprovechemos, y lo haremos, no sin sacar la manita por la ventanilla para agradecerle enseguida, que bien se lo merece: ¿qué le costaba al otro, que llevamos delante, triunfal de seguro por habernos ganado dos metros? Lo dicho: no somos tan cretinos ni tan miserables, no todos, siempre habrá alguien que nos deje pasar. Aún hay esperanza para la civilización del por favor y el con permiso y el pásale y el gracias y uno y uno y llegamos todos.
Quienes van por el carril izquierdo y se precipitan al derecho demasiado pronto lo hacen porque no confían en que, al llegar a la reducción de carriles, alguien les cederá el paso. Los que van por el carril derecho piensan que así saldrán más rápidamente. Unos y otros, los primeros por haber renunciado a creer que todavía existe la civilidad, y los segundos por avorazados y por faltos de imaginación, merecen su castigo lento, y así van rezagándose, mientras los que sepamos esto que acabo de revelar trotaremos felizmente hasta nuestra liberación expedita. Siempre y cuando nos lo callemos y no se lo digamos a nadie, porque entonces todo mundo va a querer. No hay que decírselo a nadie.
JIC