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El casi

He caído en la cuenta de que, desde hace algunos años, una de las primeras cosas que hago al llegar a la FIL es ir a comprarme una libreta. O varias. Como traen más bien pocas de la marca que me gusta, pronto se acaban o ya están muy escogidas, así que debo apresurarme. Ahora bien: si viene mi hijita, lo primero que hacemos es dirigirnos a la zona donde venden jueguitos y tilichitos, porque ella ya trae en mente que quiere algo de ahí —este año, tiene meses soñando con unos imanes que según ella nomás se consiguen en la FIL: no vamos a descansar hasta que los encontremos.

¿Y los libros? ¿No que nos gustan tanto, que dizque somos lectores, que sabe qué? ¿No tendríamos que entrar corriendo como locos a sumergirnos en los cerros de libros para salir bien cargados, y hacer luego cola para que sus autores nos los firmen, y también pasarnos el resto del día yendo de una presentación a otra, y llevar listas de títulos anhelados desde hace tiempo para surtirlas como si estuviéramos en el súper? Es cierto que, ya satisfechas las necesidades básicas (libretas, imanes, algún rompecabezas que se nos atraviese), por lo general pasamos a los libros, y hasta compramos algunos (bueno, siempre terminamos comprando de más), y, si no hay otro remedio, pasamos a alguna presentación. Pero debo reconocerlo: los libros, al menos para mí, ya es cada vez más difícil que sean el aliciente para venir que antes eran.

Pasa, creo, esto: existe internet y, como consumidor de libros, casi nada que me encuentre en la FIL puedo dejar de encontrarlo en línea. Pero el casi es la sola razón por la que sigo viniendo: los títulos publicados por editoriales independientes, en primer lugar, que difícilmente circulan en forma de bits; enseguida, los que, aun disponibles en la red, quiero tener en papel (por razones meramente sentimentales). Y, en tercer lugar, los libros ilustrados que deben llegar al librero de mi hijita.

Ahora bien: está claro que, así, nuestra visita podríamos despacharla en un rato, yendo a donde ya sabemos que están los libros que no hallaremos en otro lado. ¿Por qué nos quedamos entonces horas? Porque, como a la mayoría de la gente que viene, lo que más nos gusta es lerendear.

J. I. Carranza

Suplemento PERfil de Mural, 27 de noviembre de 2018

Desde Portugal

Si en cada literatura hay una figura titular (en la inglesa, Shakespeare; en la italiana, Dante; en la española, Cervantes; en la mexicana, Paco Ignacio Taibo II… ¡ah, no!), la de Portugal tiene en ese sitio a Fernando Pessoa. Probablemente alguien dirá que no, que es Luís de Camões, pero seguramente en el siglo pasado y en lo que va de éste es mucho mayor la visibilidad que el autor de El libro del desasosiego ha dado en el mundo a las posibilidades poéticas de la lengua lusitana. Es, digamos, el referente a partir del cual nos representamos lo que se escribe allá. Ahora bien: los mexicanos sabemos, por la importancia que Rulfo tiene para nuestra literatura, que la preeminencia de un solo nombre por encima de todos los demás entraña el riesgo de las simplificaciones. Y el hecho es que la literatura portuguesa es muchísimo más que Pessoa.

Creo que en el programa literario del Invitado de Honor de este año en la FIL hay varias oportunidades para corroborarlo. Para empezar, se tendrá la participación de António Lobo Antunes, un viejo conocido de esta feria —su discurso de recepción del Premio FIL debe de ser uno de los más memorables que se han pronunciado. Autor de una vasta obra por cuya audacia ha conseguido asomarse a honduras de lo humano que antes de él habrían parecido inalcanzables, Antunes, ciertamente, es un autor exigente y desafiante, pero sus lectores sin falla nos vemos recompensados con impresiones indelebles de las presencias que pueblan sus novelas y de los destinos que éstas protagonizan. Es una suerte que volvamos a tenerlo aquí.

Es un programa muy diverso y atractivo, con nombres como Lídia Jorge, Nuno Júdice, Dulce Maria Cardoso, José Eduardo Agualusa, Valter Hugo Mãe, Teolinda Gersão, Gonçalo M. Tavares, José Luís Peixoto (los dos últimos bien publicados en México desde hace tiempo, el primero por la editorial Almadía y el segundo por la tapatía Arlequín), entre muchos otros.

Ahora bien: hay otra presencia importante en las letras portuguesas, la de José Saramago, quizás el autor de esa lengua más conocido. Y estará bien reencontrarse con él en su recordación, pero lo cierto es que la FIL conviene aprovecharla más para los nuevos descubrimientos.

J. I. Carranza

Suplemento PERfil de Mural, 26 de noviembre de 2018

El influjo

Carlos Fuentes fue una presencia muy importante para la FIL: porque atraía sobre ella los reflectores que siempre lo persiguieron, y también porque su cercanía a la Universidad de Guadalajara, junto con la de Gabriel García Márquez, invistió de respetabilidad internacional en el ámbito de la cultura a quienes deciden los destinos de ésta. Sigue siéndolo, y la retribución que se le ha dado a Fuentes, incluida la producción de una ópera que el señor quiso escribir, así como la creación de una librería fabulosa que lleva su nombre (y esto lo digo sin sarcasmo alguno: en verdad que es la gran cosa esa librería) se ha prolongado más allá de su muerte, por ejemplo celebrando el acto literario más importante de la FIL en memoria del autor de La región más transparente. Esto, que es una obviedad para cualquiera, seguramente tiene un peso decisivo en los modos que tiene la feria de funcionar como el que quizás sea el espacio en que la literatura tiene más protagonismo en el panorama de la cultura nacional. ¿Y qué es la literatura para la FIL? O, dicho de otro modo, ¿de qué podemos acabar entendiendo que se trata la literatura cuando vamos a la FIL?

Es, en primer lugar, algo que hacen los escritores muy famosos (como Fuentes), exitosos y muy vendidos (como Fuentes), nunca demasiado incómodos para el poder, sino todo lo contrario (como Fuentes), o nomás tantito (como Fuentes), con los que los grandes salones se atestan y con los que conviene siempre retratarse (como con Fuentes). Sobre todo, es la literatura que puede dejar al público suficientemente satisfecho y convencido de que está leyendo lo que se debe leer.

No niego que en la FIL haya cabida para otras comprensiones de la literatura. Por fortuna las hay, y yo puedo declarar varios deslumbramientos que he tenido ahí: con autores inesperados, con otros cuya actitud crítica es admirable, con otros más para quienes el arte está por encima de las veleidades de la fama y el mercado. Y también los libros de éstos circulan en la feria, desde luego. Pero sí pienso que el influjo de un autor como Fuentes ha sido determinante para que mucha gente pueda quedarse con la idea de que las cosas son nomás de un modo, y no de otros.

J. I. Carranza

Suplemento PERfil de Mural, 25 de noviembre de 2018

Otra velocidad

Si nos queremos poner dramáticos, podemos pensar que esta edición de la FIL tendrá la singularidad de arrancar en un país y terminar en otro. Ya sé que no será para tanto, pero esta circunstancia lleva a pensar en los cambios que se han sucedido mientras hemos ido reencontrándonos aquí a lo largo de más de treinta otoños. ¿La FIL se ha transformado como esta sociedad? Ha llegado a ser muy distinta, sí, pero a otra velocidad: la que marca el hecho de que siga rigiendo sus destinos el mismísimo que la creó, el incombustible emisario de un pasado que puede resultar tan lejano (habrá niños que hayan venido en las primeras ediciones que estén ya trayendo a sus nietos). Probablemente por eso parezca que se niega a toda audacia excesiva, y que ha puesto más empeño en que crezcan cada año sus números apostando a lo seguro. Pero lo cierto es que su público y el mundo del libro —¡y el mundo!— son ya bien diferentes de lo que eran hace cinco sexenios… ¿Cómo irán a repercutir en el futuro de la FIL las supuestas transformaciones que se vienen?

Los rituales tienen la función de hacer creer que todo sigue igual. Y a esta feria le importan mucho los suyos —al público no tanto, o nada, pero una cosa es lo que quiera el público y otra cumplir con la liturgia. De ahí que abunden en el programa los homenajes o los premios, como si con esas celebraciones se garantizara la perdurabilidad histórica de la feria. Podría ser de otro modo, supongo, pero no en el espacio fuera del tiempo que a veces es la FIL. Y, finalmente, siempre podemos ver qué actos tienen sentido y cuáles no. Que se reconozca la trayectoria de una escritora como Ida Vitale está muy bien, aunque siempre será mejor lo que suceda en el momento en que un nuevo lector la descubre.

O que, por fin, se recuerde a Jorge Ibargüengoitia —aunque sea gracias a la editorial que ha estado relanzando sus libros, y no porque la feria lo haya juzgado alguna vez indispensable—, hoy que platicarán sobre él Antonio Ortuño y Juan Villoro. ¿Qué estaría diciendo Ibargüengoitia de la FIL, si hubiera llegado a tocarnos que anduviera por aquí? ¡La risa que le habrían dado su querencia por la solemnidad y la fauna habitual que la puebla!

J. I. Carranza

Suplemento PERfil de Mural , 24 de noviembre de 2018

Apenas me alisto a exponer lo siguiente, ya estoy arrepintiéndome. ¿Debería callarme el secreto que he descubierto? No lo sé: yo estoy disfrutando de sus beneficios, aunque quizás pregonarlo traiga un beneficio para la colectividad, y tal vez así este puerco mundo sea mejor… aunque también puede que resulte todo lo contrario: si el mundo es puerco, en gran medida es porque no sabemos cómo utilizar el conocimiento para el bien. Ya se verá.

Al ir en coche por López Mateos, ahora que están poniendo ahí concreto del llamado hidráulico, el tráfico se embota inevitablemente y, sin remedio, uno es proclive a lo mismo: al desplazarse a medio kilómetro por hora, cuando ya se renunció a toda puntualidad y, por tanto, la prisa y sus angustias implotan, el entendimiento queda neutralizado y sólo se conserva la actividad cerebral indispensable para cambiar de primera a neutral, de neutral a primera, quizás para seguir respirando, para cambiarle al radio si suena la nauseabunda tonadita naranja. Sin embargo, de repente sobreviene una intuición, que parece resolverse en un descubrimiento pasmoso, inverosímil: parece —pero sólo parece, por lo pronto— que es posible avanzar con mayor rapidez. Hay que escoger una referencia: al lado va una camioneta tarada y cretina: ¡ésa! En cuestión de segundos se ve que ha quedado atrás. Pasa, digamos, un minuto, y ya no se alcanza a verla por el retrovisor. ¡Nos movemos! ¡Avanzamos, a mayor velocidad que los del otro carril! Lo que habría consumido diez minutos —recorrer el final del túnel de Las Rosas, llegar a su salida pasandito Plaza del Ángel— se lleva sólo dos. O tres. U ocho, bueno, no lo sé con precisión, pero sí sé que ha sido menos tiempo del que le tomó a la camionetota melolenga. ¿Qué está sucediendo? ¿Hemos encontrado la solución para no formar parte de esa lenta pasta de coches que con tanta pena se exprime a lo largo de la avenida?

Así es. Y ésta es la explicación.

(Aquí es donde dudo en brindarla, pues, de propalarse este conocimiento, cabe el riesgo de que, cada mañana, cada vez más automovilistas, avispados como yo, sepan qué hacer, y entonces todos estaremos haciendo lo mismo, y todo se habrá ido al carajo y nos encontraremos nuevamente varados todos, por tomar la misma decisión al mismo tiempo. Pero quiero atenerme a la verdad última que sustenta mi descubrimiento: el hecho de que la gente es necia y no sólo no entiende razones, sino que además —dada la hostilidad imperante en un medio tan opresivo para el espíritu como un embotellamiento en hora pico— ya nadie, o casi nadie, puede concederse ninguna mínima confianza en la buena voluntad de los demás, pues tal es el otro componente de lo que descubrí, la evidencia de que, a final de cuentas, no somos tan cretinos ni tan miserables como pensamos, y en última instancia, esa misma buena voluntad es lo que me mueve ahora a informar de mi hallazgo, por si alguien queda que quiera creerme y valerse de él: me lo va a agradecer).

La explicación: dos filas de coches avanzan a vuelta de rueda. La causa es que, al llegar al punto en que arrancan las obras, o tantito antes, de los dos carriles tendrá que quedar sólo uno, para que el tráfico salga del arroyo central de la avenida hacia la lateral. Vamos, digamos, de la Minerva a Plaza del Sol. Al salir del túnel de Las Rosas, habrá que salir a la lateral (a la derecha, obviamente: el hecho de que haya que detenerse a hacer estas precisiones acaso sea un indicio de que mi confianza en la gente no es tanta, ya nunca lo será), para avanzar así hasta que sea posible ingresar de nuevo a los carriles centrales. Y la cosa es que si uno va por el carril de la derecha (seguimos en los carriles centrales: ¡atentos!), los del izquierdo van queriendo formarse también en él, y se remeten en el primer hueco disponible, temerosos quizás de que ya no podrán hacerlo si se deciden demasiado tarde, en tanto que los que ya iban por el carril derecho no lo abandonarán —¡de pendejos!— pues saben que, llegado el momento, tendrán así más a la mano la salida. De tal modo, los que vamos por el carril izquierdo —¡yo de pendejo me muevo de él!— vemos cómo se despeja, cómo podemos ir dando brinquitos, dejando atrás a la camionetota oligofrénica, mientras otros coches, más adelante de nosotros, medrosos, incapaces de aguantarse tantito, suponen que se fugan del marasmo, cuando en realidad van a caer al atorón del carril derecho.

Hay que resistir, claro, y perseverar. Seguir en el carril izquierdo hasta el fin. Hasta que tope uno con la agente de tránsito —que no sirve para nada, acaso nomás para recordarnos que la ley existe y, por tanto, no debemos acabar matándonos unos a otros— que mira con desgano su celular, más embotada que todos nosotros porque está al rayazo del sol, ya a la salida del túnel, y ¡entonces sí!: cuando tenga uno delante la valla que impide el paso por los carriles centrales y obliga a salirse a la lateral, meterse al carril derecho y deslizarse grácil, gloriosamente, hasta el siguiente atorón. Ahora bien: esto funciona porque, en el fondo, muy en el fondo, en todo automovilista, por hastiado que esté, o cansado, podrido y lleno de odio y de maldad, es posible que haya un último residuo de humanidad que lo haga cedernos el paso en ese momento decisivo. Y, si no lo hace, ni modo, que no nos dé chance: ha de traer mucha prisa por llegar a chingar a su madre. Ya el siguiente lo hará, tendrá esa mínima cortesía, se detendrá un segundo para que lo aprovechemos, y lo haremos, no sin sacar la manita por la ventanilla para agradecerle enseguida, que bien se lo merece: ¿qué le costaba al otro, que llevamos delante, triunfal de seguro por habernos ganado dos metros? Lo dicho: no somos tan cretinos ni tan miserables, no todos, siempre habrá alguien que nos deje pasar. Aún hay esperanza para la civilización del por favor y el con permiso y el pásale y el gracias y uno y uno y llegamos todos.

Quienes van por el carril izquierdo y se precipitan al derecho demasiado pronto lo hacen porque no confían en que, al llegar a la reducción de carriles, alguien les cederá el paso. Los que van por el carril derecho piensan que así saldrán más rápidamente. Unos y otros, los primeros por haber renunciado a creer que todavía existe la civilidad, y los segundos por avorazados y por faltos de imaginación, merecen su castigo lento, y así van rezagándose, mientras los que sepamos esto que acabo de revelar trotaremos felizmente hasta nuestra liberación expedita. Siempre y cuando nos lo callemos y no se lo digamos a nadie, porque entonces todo mundo va a querer. No hay que decírselo a nadie.

JIC

Me ha pasado dos veces en un lapso de, aproximadamente, tres meses. Tal frecuencia es escandalosa, opino.

La primera vez me pasó por pendejo y la segunda vez me pasó por pendejo.

Éste es el cuadro: pido un café para llevar, me es servido con toda diligencia, ya estoy saboreándomelo, lo endulzo con primor —lo siento: soy de los que edulcoran el recio brebaje, a despecho de las admoniciones pedantes de sibaritas que hallan deleitoso el amargor—, bato con pajilla si las hay, y, si no, con una cucharita, y al momento de colocar la tapa —son vasos de cartón, se supone que han de embonarles las tapas de plástico tan bien que uno no se queme los dedos al tomar camino, si bien el agujerito de las tapas siempre deja escapar algunas gotas que escuecen las yemas… y ¡ojo!, dicho sea de paso, tal agujerito es conveniente usarlo con precaución llegado el momento de dar el primer sorbo, si no quiere uno quemarse el hocico—…

Al momento de colocar la tapa, ¡mierda!, vuelco el vaso y hago un charco ardiente y de inmediato inmundo sobre la barra, todo chorrea y por todos lados, y pasado el instante de pasmo —sostengo la tapa inútil y presencio el tsunami enloquecido, trato quizás de levantar el vaso pero en vano: ya dejó ir hasta la última gota del café que me saboreaba y desde luego había pagado: alrededor de veintiocho pesos vueltos un lodo lamentable ya que el escurrimiento va jalando el charco hasta el piso—, ya que la marcha cruel del mundo se reanuda y estoy manoteando con las primeras servilletas a mi alcance y los circunstantes que podrían verse salpicados se alejan de mi desastre y el charco sobre la barra y el charco en el piso no hacen sino crecer y arrasar con las reservas de dignidad que pudieron haberme hecho levantarme esa mañana en que no preví lo que se avecinaba llegada la hora fatal de ir a comprarme un café, se me revuelven dos sentimientos (o bien tres), parejos en lo muy apropiados que son para experimentarlos en situación semejante: uno, la desdicha de haberme quedado sin el rico café que ya no me espera en el horizonte hostil de esa tarde aborrecida; dos, la vergüenza poderosa que me lleva a pedir «un trapito» para tratar de erradicar la conflagración asquerosa que causé; tres, la autoincriminación —pues si me pasó eso fue por pendejo, no porque el vaso o la tapa estuvieran mal hechos, ni tampoco por ninguna otra razón atribuible a nada que no fuera mi inoperancia como tapador de vasos de café para llevar.

Despojado, avergonzado y odiándome intensamente —por pendejo—, en ambas ocasiones hube, sin embargo, de presenciar el mismo prodigio, un acceso directo a la renovación de mi fe en la humanidad (no tanto en la mía, pues nada me asegura, lo pienso ahora, que más temprano o más tarde no vuelva a pasarme lo mismo que esas dos veces, tirar el café recién comprado, por pendejo y nada más que por pendejo). El dependiente, la primera vez, un muchacho que hasta entonces habría tenido por huraño, y luego ya nunca, y la dependiente, la segunda vez, una muchacha que si bien no era huraña tampoco me habría parecido un dechado de bonhomía, me dijeron, una vez y otra: «No se preocupe: déjelo, yo limpio», y acto seguido ya estaban preparándome otra vez un café, y extendiéndoselo de nuevo a mis pendejos dedos, y al preguntarles en cada ocasión cuánto les debía, respondieron —y resplandecían—: «No, no es nada, no se preocupe» (otra vez «no se preocupe», consolándome y alentándome, y cómo no voy a preocuparme, si tan dado soy a aceptar cómo el mundo está podrido y ellos vienen a demostrarme qué equivocado estoy: ¿qué va a ser, con gente así como ellos, de los roñosos que vamos por la vida convencidos de que los semejantes sólo podrían darnos más y más motivos para nuestras tirrias ridículas y nuestra ansia de lo calamitoso en cada trato con ellos?).

JIC

Pocos como él. O, más bien, nadie. Pero sí, pocos, muy pocos, de los que quedan, muertos ya Enrique Cuenca, Leonorilda Ochoa, ‘El Borras’, ‘Borolas’, desde luego Chucho Salinas, Amparito Arozamena, ‘Pompín’ Iglesias, Polo Ortín, ‘El Comanche’, Pepe Gálvez… Y el enorme Mauricio Kleiff, que no actuaba, pero escribía lo que muchos de éstos hacían. Entre esos pocos que quedan, claro, están Alejandro Suárez y ‘El Loco’, por supuesto, y Eduardo Manzano, ‘Zamorita’, ‘Chabelo’, la insuperable María Victoria… ¿Quiénes más, quiénes menos? Héctor Lechuga llevaba el oficio esculpido en los rasgos, y nomás con que pusiera la carota le bastaba, pero, además, su comicidad, como en los mejores casos, radicaba en buena medida en una astucia suprema y un sentido agudísimo de la oportunidad. Lo mismo como niño baboso vestido de marinerito que como una de las ‘Hermanitas Mibanco’ (bucles, vestido floreado y las patas peludas con calcetines), o bien al encarnar al ciudadano cualquiera bajo cuya resignada seriedad operaba siempre la sagacidad necesaria para soltar alguna genialidad mordaz, para deslizar algún doble sentido tan sutil como certero, para componer la mueca precisa y desternillante. Puro ingenio, el de Lechuga y el de esos pocos como él. Y pura risa. Y pura tristeza que ya no haya quienes nos atesten así la memoria (esa memoria que termina por definir quiénes somos) con semejante felicidad.

JIC

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