Autor: José Israel Carranza (Página 3 de 14)

Primaveras

Es fácil ceder a la tentación del lirismo, de la efusión de las impresiones provocadas meramente por la luz y por percibirla. Las primaveras tapatías, en sus suavísimas explosiones, animan a eso, a ponerle a su descubrimiento las palabras predecibles, consabidas, frecuentemente incapaces de maravilla, y sin embargo útiles para encauzar nuestro asombro inevitable. La primera, este año, era en realidad un par: dos árboles juntos en un camellón del Periférico, como esperando para cruzar entre los tráileres y los autos y la gente que a su vez cruzaba para llegar a una estación del camión que pasa ahí (metrobús, peribús, macrobús, como se le diga). Y, al verla, al verlas, no pude evitar exclamar: «¡La primera primavera!», acaso porque así me lo exigen siempre ellas en sus propias exclamaciones, mejores que las mías desde luego y que las de cualquiera.

       Pero eso fue hace unas tres semanas. Algo ha sucedido en los ritmos de floración de los últimos años, debido quizás al desquiciamiento de las estaciones, de sus temperaturas, o tal vez a las condiciones atmosféricas de esta ciudad que en su desmesura imparable va sufriendo cambios metabólicos u hormonales y por ello muta todo el tiempo y la vida en ella se comporta de modos cada vez más imprevisibles. O, si no es que esos ritmos en realidad se han alterado, es posible también que la población de primaveras (y jacarandas, que vendrán enseguida, y al final los tabachines) se haya incrementado de tal forma que su presencia entre nuestras rutinas y nuestras prisas, nuestra distracción y nuestras neurosis, se ha vuelto cada vez más insoslayable, y es por ello que notamos más que antes (todo es siempre más que antes) cómo, a diferencia de lo que pasaba antes, hoy las primaveras no esperan a veces ni siquiera a que diciembre acabe de cerrar para emprender lo que les corresponde, sacándose quién sabe de dónde esos puñados de amarillo algo más enfático que el amarillo de las torres de Catedral. No esperan, pues, como si las apresurara una impaciencia o un ansia (sabrán tal vez algo que nosotros no), y a lo largo de todo enero van encendiéndose y apagándose, por todos los rumbos, haciéndonos saber que ahí estaban desde quién sabe cuándo, sólo que no nos habíamos dado cuenta, y luego otras, y otras más, en las calles donde suelen hacer sus más vistosas peregrinaciones (La Paz, la Calzada Independencia, Américas, etcétera), pero también en esquinas donde jamás habríamos imaginado que les gustaría pararse, o a media cuadra, o en un jardín o en el centro de una manzana, y siempre es como si por la noche hubiera llegado una nave espacial a instalarlas y a prenderlas, inesperadas y algo absurdas en su trato con el paisaje: un baldío habitado por la roña, al lado un edificio que sólo sostiene el olvido, la fachada un asco de roturas y pintas, la banqueta despedazada, la basura, el tráfico y el humo, y en medio de todo eso, de pronto y de un modo inmerecido, una primavera alzada sobre sí misma como una gigantesca cubetada de pintura amarilla que queda suspendida por encima de todo y hace que toda aquella fealdad y miseria, al menos mientras uno va pasando por ahí, se vuelva invisible —no es así, nunca: como dijo Nabokov del arte, su mejor definición es que consiste en la suma de belleza y piedad, piedad porque la belleza siempre muere; las primaveras y su arte también.

       El caso es que, debido a esas alteraciones en sus tiempos, en los últimos años (o así ha sido siempre y yo apenas voy dándome cuenta) las primaveras florecen dos veces. No todas a la vez, pero sí todas, en el momento que les da la gana, parece. Aquella, aquellas del Periférico, antier constaté que ya vienen de nuevo; llevaban unos días con las ramas limpias, en silencio, pero ya antier estaban dificultándome entender el color del cielo detrás de esas ramas, el gris de las nubes de las lluvias de estos días detrás del amarillo taxi (qué desgracia que los taxis tapatíos no tengan más los colores de las torres de Catedral), y seguramente mañana, cuando vuelva a pasar por ahí, serán ellas mismas las nubes insólitas de ese amarillo (y el Pájaro de Goeritz, qué pocas ganas de volar con ese bermellón y sin su amarillo de tantísimos años; Guadalajara debería ser toda amarillo primavera, sus edificios mejores y los peores también, sus camiones y sus trenes y las estaciones de unos y otros y sus luminarias y sus botes de basura y el mobiliario en sus jardines y sus fuentes y sus bicicletas y sus monumentos).

No hace falta que signifiquen nada, pero a pesar de ello —o gracias a ello, quizá— son más importantes que incontables cosas en el universo. O deberían serlo, para que les prestemos la debida atención, que nunca será suficiente. No hablo de los cuidados que precisan (habrá quien tenga esa responsabilidad, supongo: gobiernos, ciudadanos), sino en términos de lo que advertir sus inefables proposiciones puede suponer para mejorarnos súbitamente la existencia. Contemplación o experiencia estética, si se quiere, o bien, más sencillamente, alzar la vista más allá de nuestros torpes pasos y ver que ahí hay, un año más, una primavera tapatía. Deslumbrante. Sea que seamos dignos o no de ella. Y sólo porque sí, o acaso sin porqué: como la rosa del poema de Angelus Silesius que citaba Borges, también la primavera tapatía «florece porque florece».

J. I. Carranza

Mural, 23 de febrero de 2025.

Extinción

Podría pensarse que el Ingeniero ya está viejo y se le han ido acabando las fuerzas. Lo cierto, sin embargo, es que nunca se ha distinguido precisamente por su audacia o su ímpetu innovador: más bien ha ido siempre a lo seguro, acomodándose a duras penas a los cambios o dejando que se convierta en chatarra lo que habría podido servir un poco más. Pareció, alguna vez, que tenía miras históricas: cuando invirtió en la rehabilitación de varias decenas de manzanas en el centro de la Ciudad de México, buscando salvar sus edificios de las ruinas (o hacerlos rentables, más bien)… Pero ahora muchos de esos edificios están convirtiéndose otra vez en ruinas, y las manzanas en cuestión se han ido volviendo bodegas del nuevo imperio mundial chino. El museo que construyó para gloria de su difunta esposa y la suya propia, si bien pone al alcance de los mortales tesoros considerables —hay que reconocérselo, que no haya guardado esos tesoros bajo llave o no se haya limitado a traficar con ellos—, sugiere que mucho de lo que caracteriza a la historia y la personalidad del personaje es el tener por tener.

      Hace unos días, el Ingeniero se puso a echarle malo a los sesudos críticos del modo en que ha hecho su fortuna. Los tildó de imbéciles, los acusó de no saber lo que todo el mundo sabe: que esa fortuna empezó a agigantarse de modo vertiginoso gracias a una mezcla de astucia con suerte, pero también debido al favoritismo del Presidente, que le abrió al Ingeniero cancha para que se hiciera sin demasiadas complicaciones con buena parte de lo que al Estado le venía resultando un lastre. Todos lo vimos, habría que recordarle al Ingeniero. Pero qué caso tiene. No debe de ser sencillo tramitar en el ego el desplome del primer lugar al décimo sexto en la lista de los Más Ricos del Mundo, por más que al Ingeniero sigan abriéndole las puertas de Palacio cada que le da la gana, o siempre que cada Presidente de los últimos siete ha necesitado consultarle algo o arrimársele para transmitir una sensación de estabilidad y confianza. Disciplinado y poco dado a alebrestar con declaraciones salidas de tono o movimientos repentinos o desplantes, el Ingeniero ha sido en realidad sumamente complaciente con el estado de las cosas en el País, sin que parezca importarle un comino la descomposición incesante de dicho estado de las cosas. O será —claro, qué estoy diciendo, por qué iba a alarmarse— que ha sabido aprovecharse siempre de las circunstancias, en provecho de sus intereses, como hacen por lo general sus pares desde que el mundo es mundo y unos tienen más que otros. El caso, con todo, es que el Ingeniero siempre ha sido poco afecto a nada que no sea cumplir con lo que le toca: tener más que nadie en este país donde tantos tienen nada o menos que nada.

      Traigo al Ingeniero en mente por lo que ha estado pasando con uno de sus Negocios, la cadena de Tiendas que son a la vez cafés y restaurantes y farmacias y bares y librerías y puestos de revistas y donde hay venta de televisores y cámaras y maletas y perfumes y relojes y chocolates y pan y juguetes y plumas y secadoras para el pelo y boinas y chales y pantimedias y ajedreces y chicles y navajas y bolsos y productos cosméticos y dermatológicos y lentes oscuros y condones y bolsas para regalo y tarjetas de felicitación y peluches y esculturas horrendas para poner en los escritorios de profesionistas de pésimo gusto y encendedores y cigarros y puros y etcétera. Tiendas que son maquetas o resúmenes del universo —no en balde decía Carlos Monsiváis que, llegado el Apocalipsis, él iría a meterse ahí—, y que además han formado parte, principalmente por su comportamiento como Cafés, de la cultura nacional desde hace más de un siglo, siendo sede de acontecimientos históricos —la célebre foto de los zapatistas que desayunan en la barra del primero de esos Cafés, el conocido como de Los Azulejos—, pero además abiertos a la ocurrencia de los millones de encuentros de toda naturaleza, desde los amorosos a los de negocios (si es que no son lo mismo), protagonizados por millones de mexicanos con la suerte de tener al menos unos pesos para pagarse una taza del desprestigiadísimo café que ahí sirven, y abiertos también a la mera posibilidad de que uno esté ahí, y lea o escriba o no haga nada, y entonces la vida meramente se produzca, como debe pasar en los más altos momentos de la civilización.

      Bueno, pues el Ingeniero parece tener el propósito de dejar que estas Tiendas y Cafés se caigan, se vuelvan polvo, se extingan. Un recuento de X muestra cómo en los últimos pocos años han cerrado ya una docena tan sólo en la Ciudad de México. En Guadalajara, también en poco tiempo, vimos desaparecer los dos que había en Juárez y 16 de septiembre (uno donde antes estaba el Woolworth), el de Plaza Bonita, el de Plaza Pabellón, el de Américas. Y los que quedan son cada vez más una desgracia: con escaso personal, instalaciones lamentables, horarios recortados… Parece evidente que el Ingeniero no está dispuesto a destinarles un centavo para levantarlos tantito, para devolverles la dignidad, y que está dejando sencillamente que den de sí. Y es lamentable —algún día contaré in extenso mi historia con estos sitios; hoy casi sólo voy a comprar puros—. ¿El Ingeniero ya decidió dejar morir este Negocio? Lo más seguro es que sí.

J. I. Carranza

Mural, 16 de febrero de 2025.

La Vía

Cuando se creó, hace más de veinte años, la Vía RecreActiva enfrentó la previsible resistencia de muchos que se indignaron al suponer que los coches quedarían privados de las calles por donde siempre habían rodado. Tomó algún tiempo para que los tapatíos comprendiéramos que la calle sin coches no es lo mismo que los coches sin calles, pues esto último jamás sucedió: a lo largo de todo este tiempo, nomás ha sido cosa de dar algún rodeo y de ingeniárselas para hallar más calles, que es lo que sobra en esta ciudad —casi tanto como los coches y menos que las ganas de que nada cambie nunca demasiado: Guadalajara, conservadora en tantos sentidos, también lo es en lo que respecta a sus modos de moverse, generalmente para mal.

      Tal vez porque las virtudes de aquella innovación fueron pronto patentes, los tapatíos fuimos acomodándonos sin demasiados conflictos a la reorganización vial de nuestras mañanas de domingo. La Vía, así, creció y creció, y su funcionamiento se acopló asombrosamente bien a nuestro entendimiento de la ciudad durante esas seis horas a la semana, al grado de que hoy parecería impensable restarle kilómetros al trazo de esa feliz anomalía. Porque en eso radica, yo sospecho, una de las razones principales de la amplia aceptación de que goza la Vía: en el hecho de que podemos encontrar en ella una agradecible suspensión del fastidio cotidiano que es la saturación de vehículos, y además porque nos obsequia cada semana la oportunidad de ir a velocidades más humanas, a pie o en bici o en patines, que aquellas de vértigo o de tortuga tarada que se viven en medio del tráfico neurótico y los embotellamientos imbéciles. Podemos, además, confiarnos a la ocurrencia reiterada de esa ilusión: el trafical del viernes por la noche o el del sábado por la mañana son menos insoportables si nos figuramos que, en esa misma avenida por la que vamos, el domingo estarán esperándonos la expansión del silencio y la luz para que hagamos lo que nos dé la gana: caminar, trotar, pedalear, echarse sobre un pastito, con suerte hallarse a un tejuinero, bailar, jugar a algo, sacar al perro, etcétera. Y, sobre todo, ver cómo la gente también va haciendo lo que se le antoja y que en la mayoría de los casos eso que hace la gente está bien.

      Hay excepciones, claro: los patines eléctricos u otros vehículos más parecidos a motos en los que circulan individuos o muy haraganes o muy abusivos, perturbando los ritmos naturales de peatones y bicis y patines o patinetas; también los ciclistas que creen que están disputando una etapa del Tour de France y surcan la calle con temeridad estúpida, o aquellos que muchas veces en enjambres van haciendo acrobacias o meras payasadas vertiginosas, como si les urgiera darse en la madre —y a menudo lo consiguen, incluso llevándose de corbata o chocando con alguien que va en santa paz—. Pero creo que son los únicos casos de mal uso de la Vía, y, por lo que se ha dicho ahora, cuando se anunció la nueva imagen de ésta y la organización de más actividades lúdicas, deportivas y culturales, parece que ya los van a ir metiendo en cintura: ojalá. Y es que uno de los aspectos más sorprendentes de ese espacio y ese tiempo es que la gran mayoría de sus usuarios parecemos conducirnos por una suerte de pacto civil en el que priva la convicción colectiva de colaborar para que todo vuelva a salir bien cada vez, al margen de toda regla o toda autoridad: como si fuéramos permanente y tácitamente al tanto de la excepcionalidad que presenciamos y vivimos, libres de prisas y aligerados de rabias, y sencillamente paseamos, lo cual en el fondo es rarísimo cuando se hace de modo unánime y en multitud.

      Ya alguna vez he señalado aquí cómo la Vía RecreActiva posibilita una de las más indudables formas de vivencia democrática de la ciudad: al poner a su alcance traslaciones de otra manera difícilmente realizables, Guadalajara vuelve así a ser por entero de todos sus habitantes, libres de ir si quieren (y si les alcanzan las fuerzas) desde Tetlán hasta el Parque Metropolitano, o desde la Glorieta del Obrero hasta Atemajac, o desde Colomos hasta San Pedro, etcétera. Pero, además, esa restitución de lo público del espacio público propicia un reconocimiento mejor del paisaje que tenemos cuando aquella libertad de movimiento se ve restringida por las limitaciones que impone la vida de todos los días —más allá de las mañanas de domingo, quiero decir—: cuando no somos paseantes sino, otra vez, peatones, pasajeros del transporte público, automovilistas o ciclistas, y vamos y venimos porque tenemos que ir y venir, de acá para allá, en los agobios de lo habitual y debiendo ocuparnos de lo nuestro, como todos los demás. La Vía sirve, en este sentido, para recordarnos cómo es Guadalajara, y para facilitarnos imaginar cómo también podría ser.            

Seguramente será parecido en otras ciudades en las que se ha implementado algo así. Y estoy al tanto de las conveniencias políticas que la cosa implica. Pero a mí me gusta pensar que, en nuestro caso, y al margen de las decisiones de gobierno y de dichas conveniencias, quienes vivimos en esta Zona Metropolitana, con tan sólo salir a las distintas rutas, tenemos al alcance lo que nadie en el mundo: una ciudad inesperadamente vivible, que así sabe reconciliarse consigo misma y en la que es una gran suerte estar.

J. I. Carranza

Mural, 9 de febrero de 2025.

A escobazos

No ha dejado de pasar la basura, y aunque no debería asombrar, pues la basura tiene que pasar siempre, el hecho sí tiene algo de extraordinario en vista de los pronósticos nefastos que muchos hicieron cuando la Alcaldesa tapatía Verónica Delgadillo ya no renovó la concesión a la empresa que tan mal trabajo hacía. Hasta ahora, los camiones del Ayuntamiento están cumpliendo y no se desencadenó la crisis que se temía, lo cual está muy bien.

       Bien también estuvo la observación de la Alcaldesa cuando, al echar a andar su estrategia, alentó a que en lugar de decir «Ahí vienen los de la basura», digamos mejor «Ahí vienen los de la limpieza»: al aludir así al efecto que deja a su paso el personal que brinda el servicio, se reconoce más claramente la importancia de dicho servicio y centramos nuestra atención en la solución antes que en el problema. Ojalá ocurra y lleguemos a cambiar; es cierto que está muy arraigada en la vivencia de lo cotidiano la identificación entre el problema y su solución —ahora mismo, de modo automático, empecé este artículo refiriéndome al paso de la basura—, y acaso por ello se nos dificulte tanto reconocer dónde termina una cosa y empieza otra, es decir: cómo arreglárnoslas para que la solución no equivalga simbólicamente y aun literalmente al problema, que así empeora: de la basura uno nunca quiere saber gran cosa, urge siempre deshacerse de ella, nos las arreglamos a lo sumo para que sea problema de alguien más, y así las soluciones duraderas nunca se hacen realidad.

       Al ver los camiones relucientes del Ayuntamiento tapatío caí en la cuenta de que jamás había pensado en algo tan obvio: ¿por qué los camiones de basura tendrían que estar siempre sucios? Por un atavismo incuestionado, quizá, o por la mera fuerza de la costumbre, toda la vida me había parecido inobjetablemente normal ver circular por las calles de mi ciudad esas moles de inmundicia y pestilencia, pringosas por todos lados y que desprenden toda suerte de deyecciones y humo… cuando en realidad toda «unidad», como se dice, bien podría ser lavada con regularidad. O eso creo desde mi ingenuidad y mi ignorancia, pero también a partir de un recuerdo muy concreto que también estos días se me ha revelado, a propósito de las tensiones entre el emporcamiento y el aseo de nuestra vida cotidiana; seguramente habrá lectores que también tengan memoria de algo así.

       En los años setenta, ochenta, cuando vivíamos en el barrio de las Nueve Esquinas, todas las mañanas, muy temprano, mi papá sacaba la basura de la casa para entregársela al hombre que pasaba empujando un tambo con rueditas: no sé si existan aún vehículos así, hechos con barriles de lámina a los que se les había retirado la tapa y montados sobre una sencilla armazón de cuyo manillar pendía una bolsa grande de plástico en la que iban acumulándose materiales aprovechables —todavía no se usaban términos como «reciclaje» o «biodegradable»—: latas, vidrio, cartones, algún otro tesoro que el barrendero se guardaba para sí a fin de venderlo y sacar un provecho. El barrendero: así llamábamos al empleado de limpia (limpia, aseo: lo que hoy Delgadillo recomienda que llamemos «limpieza») que iba deteniéndose a recoger la basura de cada casa de Galeana —le tocaría recorrer también otras calles, imagino: Colón, Ocampo, Donato Guerra, tal vez entre La Paz y Juárez, y las que las cruzan: de Nueva Galicia a López Cotilla, un área muy grande, sin duda se la repartían entre varios—, pero que también barría las calles con su escoba de popote, y a cambio de ambas tareas recibía propinas de los vecinos (mi papá siempre se apuraba de tener a la mano esa propina), además de un conocimiento muy claro y preciso del funcionamiento del barrio —o esa impresión conservo porque el barrendero de mi calle era muy simpático y chismoso y platicón, un señor flaco, correoso, sonriente, que recuerdo con toda nitidez poniéndole el sonido de sus escobazos a las mañanas y llevándose discretamente nuestra basura, con la que nunca tuvimos que batallar.

       Evoco esa figura para insistir en la dignidad del oficio y del servicio. Porque el trabajo del barrendero, al dejar la calle limpia, era justamente lo contrario de todo lo que suele asociarse con la basura, que es invariablemente emblema de nuestras peores posibilidades, como sociedad y como individuos. Mucho antes de que fueran asentándose en la educación las nociones de conciencia ecológica que hoy suelen asociarse a nuestra relación con los residuos que generamos, dicha relación estaba principalmente modulada por la atención a las responsabilidades cívicas elementales que todos tenemos en pro de la vida en armonía y el respeto al derecho ajeno: tirar basura, pues, era una incivilidad, una patanería, signo de pésima educación y de inexistente consideración por los demás. Sigue siéndolo, por supuesto, pero no estoy tan seguro de que sigamos viéndolo así.

       Yo querría confiar en que los buenos resultados que va dando el sistema de recolección de basura implementado por Delgadillo se sostengan, y que se recoja además toda la basura tirada en banquetas, camellones, jardines, baldíos, edificios abandonados, etcétera. Y, si no es mucho pedir —no lo es, nomás lo digo así porque así se dice—, que se considere también barrer la ciudad: cada calle, a escobazos, todos los días. Como antes.

(Foto: Dian Barajas / Milenio).

J. I. Carranza

Mural, 2 de febrero de 2025.

La obispa y el nazi

La toma de posesión de Trump («inauguración», le dicen los gringos, como si estuvieran estrenando algo del todo novedoso, como si se mudaran a otro lado y recién fueran llegando y lo de antes dejara por completo de contar), con lo previsible que fue, dada la catadura conocida del personaje y los anticipos que sobradamente había dado, obsequió sin embargo numerosas ocasiones de asombro que conviene repasar. Y conviene, digo, porque en la aceleración incesante del acontecer noticioso tienden a disiparse pronto toda impresión de lo visto y todo evidente signo de lo que está por venir —o estamos más bien ya en ello, y no siempre nos percatamos justo por ir arrebatados en la dicha aceleración que nos confunde y pierde.

       Se ha señalado ya bastante, pero no deja de ser uno de los aspectos más relevantes de la ceremonia: la exhibición que de sí misma hizo la plutocracia, el grupúsculo de megamillonetas que Trump quiso tener al lado y que detentan buena parte de los medios con que trabajamos, nos comunicamos, pensamos y sentimos. Cuando era niño, oí más de una vez la leyenda de la fórmula de la Coca-Cola: ultrasecretísima, sólo la conocían tres individuos, cada uno de los cuales sabía sólo una parte, y jamás podían estar al mismo tiempo en el mismo lugar. Así que eso recordé al ver semejante reunión: en manos de ese montón de hombres sonrientes, más o menos patéticos si el adjetivo tuviera sentido tratándose de quienes poseen semejantes fortunas, están el presente y el futuro de lo que somos como civilización. ¿Y si se hubiera caído el techo en ese momento, o algo parecido, y se hubieran esfumado todos al mismo tiempo de esta tierra? Se ha observado, también, que acaso no todos habían acudido igual de gozosos que el nazi Musk, sino más bien obligados por la circunstancia histórica: impedidos irremediablemente para darle la espalda al nuevo poder y al nuevo orden —aquello de «inauguración», sí, va cobrando más sentido—. Pero, en todo caso, fueron incapaces de faltar.

       (Sobre el nazi Musk, ése sí encarnación de una forma de patetismo inédita, el imbécil más exitoso del mundo, o bien sencillamente un perverso: llama la atención la resistencia a creer lo que se vio y su mensaje, y es que ni fue un gesto involuntario, ni tenía intención inocente —enviar su corazoncito fétido a la multitud—, ni tampoco es que Musk sufra alguna condición ni haya estado demasiado contento, como niño que no sabe lo que hace. El Sieg Heil es inequívocamente eso, no se luce con una demostración así quien no busca ser reconocido como lo que es. Y con un nazi no cabe la posibilidad de malentendidos, razón por lo cual no se busca comprenderlos ni se discute con ellos. Lo que corresponde es, siempre, reventarles cuanto antes el hocico).

       El comedimiento, la camaradería incluso que mostraban los prominentes políticos sentados a espaldas de Trump, empezando por el deplorable Biden y pasando por el salaz Clinton, el mensito Bush, el desfachatado Obama y hasta la estreñida Harris, cada quien muy compuesto e incluso alegre (menos Harris, de seguro no podía con la carga de haber sido tan inepta para impedir aquello), aplaudiendo en algunos momentos y, en todo caso, avalando con su mera presencia lo que ocurría, podrá contar como una de las pruebas mejores de que la política es impensable sin el ejercicio esmerado de la hipocresía y la mendacidad. Ay, sí, presidente Trump, qué milagro que viene por aquí, ¿no gusta pasar a tomar una tacita de té? Que le vaya muy bien, ¿eh?, que todo le salga como usted quiere, y lo que se le ofrezca aquí estamos, venga un abrazo, cómo no, besitos, muá, muá.

       Porque el hecho es que cada uno de esos «opositores» pudo haber optado por no ir. Y aun más: si en verdad estuvieran del otro lado de la mentira y de la abyección, que con su indolencia y su conveniencia han dejado pasar sin obstáculos en realidad insalvables, todos los supuestos objetores de Trump y de sus esbirros no deberían haber estado ahí. Pero ahí estaban, risa y risa, tan tranquilos, como si nada debieran.

       Por eso fue tan importante lo que sucedió al otro día, cuando Trump fue a un servicio religioso en la Catedral Nacional y ahí la obispa Mariann Edgar Budde, en una altísima manifestación de valentía y decencia, no se calló ninguna de las admoniciones que tenía preparadas para el racista y homofóbico nuevo presidente, que por su parte no se ahorró torcer la boca desdeñosa. Al interceder en su sermón por las personas migrantes y por quienes integran la comunidad LBGTIQ+, la obispa sencillamente —y nada menos— dijo lo que se tiene que decir, pero que nadie más le ha dicho en su cara a Trump: no los políticos, desde luego, pero tampoco los periodistas, complacientes por lo general, ni ninguna otra figura que cuente. Sí, sobran los detractores, incluso muy famosos o visibles, que le mandan decir cosas todo el tiempo. Pero ¿en su cara? Sólo la ejemplarísima obispa Budde.

Cuando Henry David Thoreau fue encarcelado en 1846 debido a que se negó a pagar impuestos porque no quería financiar así la intervención de Estados Unidos en México ni sostener un régimen esclavista, un día fue a visitarlo a la prisión Ralph Waldo Emerson, ya uno de los forjadores más prominentes de la conciencia estadounidense. «¿Por qué estás aquí?», le preguntó. «¿Y tú por qué no estás?», le contestó Thoreau.

J. I. Carranza

Mural, 23 de enero de 2025.

Vendepatrias

A quienes crecimos oyendo hablar de la deuda externa no nos habría extrañado que México, o al menos un pedazo, un día amaneciera convertido en parte de Estados Unidos. Fuente de todas las desgracias del país, impedimento irremediable para proponerse ningún desarrollo y mucho menos ninguna prosperidad, la deuda externa surtía a los políticos de pretextos, a la iniciativa privada de razones para la autoconmiseración eterna y a los líderes sindicales de justificaciones para no hacer nada por sus agremiados; como mito fundacional, en la maldición de la deuda se amalgamaban nuestra larga historia de desaciertos, la corrupción endémica de los gobiernos emanados de la Revolución (antes no: había quien afirmaba que con don Porfirio eran los otros países los que nos debían dinero) y una vaga noción de fatalidad o sencilla y vulgar mala suerte. Junto con el temor incesante a la amenaza nuclear, a las hambrunas que devastaban África, al avance del comunismo, a la derrota de los valores morales y a otras calamidades que llegaban a adquirir tintes apocalípticos en las ingenuas narrativas de la época, la prensa sensacionalista de los años setenta y ochenta sembraba nuestro futuro con puras malas noticias. Y la deuda externa siempre estaba ahí como fondo, y en sus sombras la sonriente figura del Tío Sam que se frotaba las manos para dejarse caer sobre nuestro México lindo y querido.

       Clandestino destino, una simpática película de Jaime Humberto Hermosillo de 1987, jugaba con esas paranoias: la acción se situaba en el año 2000 —¿qué tanto hace que esa fecha nos resultaba lejanísima?—, cuando por culpa de la deuda externa, justamente, México había tenido que ceder, una vez más, más de la mitad de su territorio a los malvados gringos. Para los tapatíos que vimos el estreno —luego se volvería uno de esos títulos inconseguibles, de los que hay tantos en el cine independiente: como si nunca hubieran existido—, lo más divertido era que en esa nueva geografía la frontera se había recorrido hasta quedar por los rumbos de Plaza Patria, concretamente en el fraccionamiento Jacarandas, donde está el obelisco. Cuando la película se filmó eran los tiempos del más intenso temor por la propagación del sida, así que la trama imagina también que se ha impuesto una represión sexual intolerable, de manera que hay un grupo que lucha al mismo tiempo por la recuperación del territorio nacional y por la libertad perdida.

       A veinticinco años del temible año 2000, y a casi cuarenta de la película de Hermosillo, de los rescoldos de aquel futuro ficticio bien pueden ir levantándose nuevas imaginaciones para nuestra figuración de lo que está por venir. Otras “narrativas”, como se estila decir ahora, han sustituido a la de la deuda externa para justificar nuestros atorones y nuestros desvíos: las dagas de los gobiernos del periodo neoliberal (que algo hay de eso, pero no es nomás eso), la guerra contra el narco, las truculencias de los grupos conservadores contra la llamada Cuarta Transformación —el conjunto de mitos, supersticiones, ilusiones y fiascos que domina el relato de nuestro presente—, etcétera. Pero lo que no ha cambiado es la sonrisa del Tío Sam, que siempre está refulgiendo por encima de todo. (Es curioso: cada que escribo “Tío Sam” se me presenta el dibujo de Rius: un gringo alto, flaco, dientón, pecoso, con su barbita de chivo y los ojos de loco, de chistera y frac, al mismo tiempo ridículo e intimidante). Y ahora ello ocurre por cortesía de Donald Trump, quien no ha tenido empacho en expresar su deseo de que México se vuelva parte de Estados Unidos.

       ¿Y no, de muchas formas, es lo que siempre hemos querido? Para regresar a aquellos mediados de los ochenta, el anhelo se concretaba en la proliferación de la fayuca y la fascinación que promovía; las antenas parabólicas nos mostraban la existencia de un universo más grande que lo que nos dejaba ver Jacobo, y en gran medida la contracultura en México luego del 68 cobró forma según los modelos del Otro Lado. Con la primera firma del Tratado de Libre Comercio, lo que causaba aquellos encandilamientos pasó a formar parte del paisaje cotidiano, y paulatinamente las ciudades mexicanas fueron asemejándose cada vez más a las gabachas. Hoy en día, la expansión de internet y el comercio global han completado esa asimilación, y aunque nos preciemos de preservar tradiciones y espacios libres de la influencia, basta dar con unos pasos para constatar que la transformación es casi total e irreversible. Si, de buenas a primeras, nos convertimos en el estado 52 (el 51 va a ser Canadá), ¿qué cambiaría?

Hay un cuento delirante de Francisco Hinojosa en el que dos astutos negociantes llegan un día con el Presidente de la República y le ofrecen una buena lana para que les venda el país. No parece mal negocio, y luego de consultarlo con su gabinete y con los otros poderes, el Presidente cierra la transacción. Ya luego los compradores se ven metidos en numerosos problemas, pero el chiste es que una medida así podrá ser todo lo que se quiera (reprobable, inadmisible, imperdonable, traición a la patria y demás), pero no es en absoluto inverosímil. Después de todo, ya lo hicimos una vez: Santa Anna, quién sabe, a lo mejor se vio tímido: si hubiera vendido el territorio completo a lo mejor otro gallo nos cantaría.

J. I. Carranza

Mural, 19 de enero de 2025.

Banquetazo

El otro día me caí. Una caída más aparatosa que dramática, pues no me rompí ningún hueso, aunque al dar contra el suelo pensé que me había reventado una rodilla; una caída más bien teatral o incluso operática, ya que entoné un lamento sonoro cuando giré para quedar de espaldas, mirando al Sol —una urgencia de dignidad me hizo entender que ese giro atenuaba la degradación sufrida, que permanecer boca abajo no sólo era indecoroso y patético, sino que además parecería más alarmante y catastrófico—. Tantos segundos duré cayéndome que alcancé a imaginar 1) que podría salvarme en el último momento, que sólo habría sido un tropezón; 2) que disponía de tiempo para acomodarme del mejor modo; 3) que el punto 2 era absurdo, no había mejor modo, me golpearía en varias partes de lo que en la nota roja llaman «la economía corporal»; 4) que qué vergüenza con la gente que me veía, y 5) que al menos no iba a romperme el hocico. El rodillazo, al final, fue lo de menos: todo mi peso se concentró en el codo izquierdo, que raspó largamente el cemento de la banqueta y quedó asimismo pelado, con aspecto de camote del cerro, y en el hombro —como que se desacomodó, no he querido pensar mucho en eso.

      Llegado a este punto, debo advertir que tengo disponible una justificación para platicar aquí de mi percance, y que esa justificación no es otra que hacer notar una carencia que sufrimos como sociedad y, en lo posible, animar algunas consideraciones al respecto. Hace mucho, una noche estábamos viendo un noticiero y salió un editorialista que dedicó su colaboración a hablar del mal estado de las banquetas en su ciudad. «Otro que se quedó sin tema», me dijo mi esposa, no sin sorna, al tanto de la penosa circunstancia de quienes debemos ocuparnos cada semana de algo que sea de la incumbencia del público. Por eso me la había pensado para venir aquí a hablar del banquetazo que me di: no vaya a parecer que me quedé sin tema… Pero bueno: el caso es que hoy le doy la razón a aquel editorialista: bien está que las banquetas reclamen nuestra atención y aviven nuestra perplejidad y conciten nuestra más pura indignación: por estar estropeadas, rotas o despedazadas, o bien erizadas de irregularidades y filos y bordes, llenas de estorbos y de amenazas, o interrumpidas por agujeros y trampas, o reducidas o inexistentes o asquerosas, resbalosas, encharcadas, untadas de excrementos animales o humanos, etcétera, pueden ser la causa de que uno se caiga tontamente como yo, o más feamente —ni lo mande Dios—, o incluso de que se mate en la caída, y ello por no hablar de los incesantes modos en que dificultan la vida de las personas en sillas de ruedas o de los viejos o de los ciegos…

      (Leo, en un artículo del extrañado José de la Colina, que en México se dice «banquetas», y no «aceras» o «veredas», como en otros lados, debido a la costumbre añeja de tomarlas como asiento, frecuentemente para beber un vaso de pulque o un refresco o una cerveza: «bancas públicas y democráticas» para ver la vida pasar).

      Pronto un hombre más o menos de mi edad se acercó a darme una mano para levantarme, entre pujidos y con algunos trabajos; un muchacho fue a recoger el audífono que se me salió volando; mientras me sacudía la barriga y comprobaba que no tenía fracturas, vi algunos semblantes consternados. Estábamos en la Vía RecreActiva. Bien me dijo a otro día una amiga: la juventud se extinguió para siempre cuando te caes y ya nadie se ríe, y más bien alcanzas a oír: «Ay, se cayó el señor». Luego de ir cojeando hasta una banca (no banqueta) del Parque de la Revolución para reflexionar sobre mi vida mientras me sobaba, regresé a ver el borde malvado que me tumbó. Tal vez es un punto donde la raíz de un árbol ha levantado el piso, tal vez meramente una malhechura; como sea, algo que nadie se ha preocupado de arreglar.

      Entiendo que, con algunas particularidades que varían de un municipio a otro, la responsabilidad del mantenimiento de las banquetas es compartida entre los propietarios de los inmuebles y los ayuntamientos. Pero esa fórmula, que en teoría suena muy cívica, también puede significar que tanto las autoridades como los ciudadanos (propietarios, pero también viandantes en general: todos los que usamos las banquetas) nos desentendemos por igual, visto el estado que guarda la mayor parte de las banquetas tapatías. Da la impresión de que sólo las recién hechas son del todo transitables, y van dejando de serlo conforme pasa el tiempo, como si eso fuera lo natural. El Reglamento de Imagen Urbana para el Municipio de Guadalajara se refiere solamente a lo que debe tomarse en cuenta al proyectar banquetas nuevas o al solicitar permisos para modificar las existentes. Pero ¿a quién le toca en rigor barrerlas, lavarlas, resanarlas, allanarlas, librarlas de hoyancos, ver que se conserven completas? Cuidar, en suma, que se pueda caminar por ellas con seguridad y tranquilidad. A veces, sí, se ven obras de rehabilitación, pero nunca cubren más que unas cuantas cuadras. Y aquel programa llamado Banquetas Libres, del que tanta alharaca se hizo en su momento, ¿en qué quedó? ¿Nomás se extinguió sin pena ni gloria? Uno querría que Guadalajara fuera una ciudad más caminable. Pero parece que las condiciones para que eso sea posible nos tienen sin cuidado.

Ya se me está cayendo la costra del raspón.

J. I. Carranza

Mural, 24 de marzo de 2024.

¿Un tejuino?

En el delicado equilibrio entre la sencillez de sus componentes y la sabiduría ancestral necesaria para su preparación, el tejuino en Guadalajara depende de un ingrediente clave para que beberlo no sólo sea sabroso, sino además una rotunda e inconmutable forma de la felicidad: el hallazgo. En toda felicidad auténtica hay siempre misterio —obra alguna fuerza sobrenatural, quizás, o es más bien que nos urge saborear el primer trago antes que ponernos a buscar la explicación de ningún enigma—, y es así que uno suele darse cuenta de que quiere un tejuino sólo en el momento en que un tejuinero le sale al paso. Es una aparición providencial, pero también paradójica: de no haber ocurrido, ¿el deseo se habría producido? ¿Y si es más bien que las ganas secretas de tomarse un tejuino son las que producen al tejuinero?

      Pasa también, y será tal vez la otra cara del mismo misterio, que el antojo puede prosperar sin ningún tejuinero a la vista. Vamos, pongamos, por la Vía RecreActiva, bajo el solazo, luego de haber comprado el periódico con los Hermanos Ceniza; hace rato que se acabó el agua que llevábamos, renunciamos a comprar un refresco o un juguito en la Farmacia Guadalajara, animados por la confianza de encontrar la moto angélica, verde o azul o naranja, tal vez junto al templo de La Soledad, o en la esquina del Centro Magno, o en las inmediaciones de la Minerva… Pero nada: vamos hasta allá y volvemos y no se manifiesta nunca ninguna moto, la esperanza aquella va quedando defraudada, la sed crece y el sol cala con crueldad, y al final nos resignamos a que el domingo quede incompleto, sin causa aparente. Ojalá hubiéramos comprado el juguito, nos lamentamos: demasiado tarde.

      Sí, para poner remedio a la desolación uno podría ir a una tejuinería establecida, por ejemplo la afamada de Marcelino, en el mercado de la Capilla de Jesús. (Cada que vamos ahí mi hijita y yo, luego del frontenis, todos chamagosos y ya cansados como para esperar a que el azar nos ponga un tejuinero ambulante en el camino, recuerdo cómo en vacaciones mi mamá me llevaba los miércoles al tianguis en el Mercado Alcalde, y yo esperaba esos días con especial emoción porque siempre le comprábamos a un don que ponía su triciclo en la esquina de Angulo y Alcalde —no recuerdo que en ese tiempo hubiera tejuineros motorizados—: pocas cosas me hicieron más feliz de niño). Pero, sin ser mejor o peor, sí es distinto de la ocurrencia inesperada y simultánea de la sed y del hallazgo.

      No se trata, sin embargo, sólo de que la sed se sacie: sospecho que el gusto por el tejuino tiene que ver también con la inadvertida satisfacción de hacerlo de un modo ciertamente insólito, con esa bebida de orígenes remotos que, a lo largo de las generaciones, ha sido un vínculo de identidad con esta tierra —aunque se bebe tejuino en otros lados, sospecho que es en Guadalajara donde goza de más arraigo—. Eso insólito se relaciona también con lo mucho que tomar tejuino tiene de transgresión o de temeridad, y no sólo porque se trata de una bebida fermentada (más de alguna vez he oído a fuereños azorados reprochar que nos guste algo hecho con «maíz echado a perder»), sino también por las audaces combinaciones de lo dulce y lo salado y lo ácido, y la consistencia, la espesura, el color… Como pasa con ciertos quesos o con carnes dejadas añejar, la descomposición controlada obra un milagro de reconfiguración molecular merced al cual tiene lugar la ocurrencia de lo insospechablemente delicioso. Y estamos tal vez tan hechos ya a la asepsis y la insipidez de lo que consumimos, que por eso resulta comprensible que adquiera gustos como éste quien no los ha tenido antes. Por cierto, hay algo que me intriga: aunque parecería indisoluble la afortunadísima alianza entre el tejuino y la nieve de limón, uno de esos descubrimientos gracias a los cuales la humanidad merece salvarse de la destrucción, ¿por qué el tejuinero siempre abre la posibilidad de servir el tejuino sin su compañera perfecta? Yo nunca he respondido «Sin nieve» cuando me pregunta si lo quiero sin o con. Y, aunque imagino que habrá gente que así lo prefiera —si no, por qué preguntaría el tejuinero—, ¿no parece una renuncia injustificable o demasiado desalmada?

      Afortunadamente, no parece posible —seguramente porque no sería rentable— la industrialización de la producción de tejuino, ni que se embotelle ni se almacene. No ha sido víctima del escaso ingenio de chefs sin ideas que podrían proponerse reinventarlo o reinterpretarlo, y por suerte no se ha hipsterizado ni gentrificado. No le hace falta ponerse de moda, y bien podemos seguir arreglándonoslas con la impredecible y arcana organización de los tejuineros (¿cómo deciden dónde ponerse, a qué horas, cuándo esfumarse?). Mi esposa ha pensado en la utilidad de una app que marque por dónde van las motos tejuineras tapatías, para que sea uno quien les salga al paso… Pero no sé: insisto en que el azar es un ingrediente tan importante como la nieve de limón y la sal.

Hoy, entiendo, se celebra el Día Municipal del Tejuino. Me cae gordo siempre que se pretende institucionalizar una querencia, pero seguramente estará bien para la gente que pueda gorrear un vaso. Total: la sola razón para agradecer la llegada del calor a Guadalajara es la existencia del tejuino. Y calor no nos va a faltar. 

J. I. Carranza

Mural, 17 de marzo de 2024.

Japoneses

Sucede con frecuencia cuando uno está haciendo cola, por ejemplo para comprar las tortillas, para subir al camión, en la dulcería del cine —de las más desesperantes y tortuosas—, en el café —no: éstas son las peores, pues la espera se espesa invariablemente gracias al indeciso que, sólo hasta que llega a la caja, empieza a debatirse  entre el latte acaramelado de soya azul y lodo y el macchiato con chía y filtrado con trapo y leche de unicornio—. Sucede también dondequiera que tiene lugar una aglomeración de tamaño regular (las tiendas departamentales con rebajas o ventas nocturnas, en el patio del colegio mientras mamás y papás aguardan el comienzo del festival escolar, frente a la jaula de los changos en el zoológico); en las aglomeraciones mayores, como desfiles, estadios, mítines o balnearios en Semana Santa, es lo natural y por lo tanto no importa.

      Y para decir qué es eso que sucede voy a dar un ejemplo. Hace poco, estábamos haciendo cola para entrar al Museo Nacional de Antropología, una mañana nublada, fría, con mocos y jaqueca (yo, quiero decir). Quiso el destino que detrás de nosotros, en esa larga cola donde se forman extranjeros de muy diversas procedencias, y entre ellos japoneses bien educados, sonrientes y silenciosos como lo manda su cultura, nos tocara una familia procedente de Playa del Carmen (aunque no eran oriundos de ahí, como inevitablemente nos enteraríamos), conformada por la mujer gritona, los hijos sorgatones y gritones, el esposo gritón y medio tonto y el amigo gritón con el que se encontraron ahí. Los veinte minutos o más que tardamos en llegar a la puerta tuvimos que enterarnos de todos los pormenores irrelevantes de sus vidas taradas y de sus aventuras insípidas (era una familia fresa, en el trance de acomodarse a su reciente mudanza de regreso a la capital), gracias a sus voces abocinadas por la tremenda importancia que se daban a sí mismos. A los mocos y a la jaqueca tuve que sumar el pitido con el que acabó aturdiéndome aquella gritería, y sólo se me quitó hasta que pasamos frente a la Coatlicue, me hizo el milagro tal vez.

      No es condición, para la ocurrencia de este fenómeno, que sus protagonistas formen un rebaño: gracias a la omnipresencia de la telefonía móvil, basta que un cretino tenga urgencia o se enfade o se ponga histérico o eufórico (con carcajadas incluso) para que se olvide de que el mundo existe y eleve el volumen de su vociferación como si estuviera solo en medio de un llano. Y el egoísmo, porque de eso se trata, también gracias a la tecnología puede manifestarse también en variantes en las que la voz del egoísta es remplazada por la de sus aparatos: el otro día estaba yo en una biblioteca, lugar donde se supone que uno dispondrá de la quietud suficiente para hacer lo que ahí va a hacerse. Pero no: una joven, desentendida de la posibilidad de usar audífonos, tenía la computadora a todo volumen, me pareció que mientras veía una serie o una película, sin importarle en lo más mínimo que otros necios compartiéramos el mismo espacio tratando de estudiar o leer.

      Leí hace poco algo acerca del alto concepto en que se tiene en Japón al silencio, o, más concretamente, a la producción deliberada de silencio entre los individuos y aun en las multitudes, como una forma de asegurar las mejores condiciones para la concordia y la evitación de conflictos. A partir del respeto y la consideración por los demás como un principio inquebrantable, esta práctica cotidiana, asentada entre la mayoría de la población, es, además de una garantía para la paz, una sofisticada forma de entendimiento y comunicación en la que sobran las palabras, y tiene que ver también —aquí la cosa adquiere tintes religiosos o místicos— con la propiciación de cierta iluminación… Pero, bueno, no vayamos tan lejos: ya con que uno pueda escuchar sus propios pensamientos debe de ser suficiente para agradecer semejante disposición del espíritu colectivo. 

      Ahora mismo que escribo esto, algún ingenioso con iniciativa ha dispuesto colocar unos altavoces afuera de una tienda (estoy en un café, en un centro comercial), seguramente con el objetivo de atraer más clientela gracias a los pujidos de no sé qué cantante que ha de estar de moda, yo qué sé. En el café mismo hay música a un nivel bastante fuertecito —la eligen los empleados, supongo, lo cual es triste porque se trata solamente de música inmunda—, y, encima, llegó una pareja con niño chiquito (un año y medio, pongamos), frenético y de los que pegan chillidos de la nada, o acaso encantado por haber descubierto el eco que se hace en este lugar: por supuesto, no lo van a hacer callar: el papá, de cachucha echada para atrás, está absorto en la pantalla de su celular con la boca abierta, la mamá también, aunque ella al menos sí cierra la boca.

Me acordaba aquí, la semana pasada, del ensayo «Esto es agua», de David Foster Wallace, y hoy lo recuerdo de nuevo porque ahí habla de la «falla original», que consiste en creer que uno es el centro del universo. ¿Se puede remediar, esa falla? Tal vez empiece por callarse. No sólo aquella vez en la cola de Antropología: yo quisiera que en el mundo entero (quiero decir, como cualquiera cuando dice «el mundo entero»: el que me toca atravesar todos los días) fuéramos más japoneses. O japoneses del todo, y para siempre.

J. I. Carranza

Mural, 25 de febrero de 2024.

Segundos

Fue hace un par de semanas, en un centro comercial antaño —pero muy antaño— favorecido por el público y ahora más bien desolado, no abandonado del todo pero sí frecuentado sólo por quienes encontramos práctico ir al supermercado ahí y, de paso, a la peluquería, a ponerle pila a un reloj, a la farmacia. Antes había dos o tres neverías, pero ya no queda ninguna. También cerró hace mucho el café adonde me gustaba ir a escribir —y cerró porque no iba nadie, y porque no iba nadie me gustaba, entonces me siento un poco culpable—. En sus inicios tuvo dos cines, luego estuvieron inservibles muchos años, y hace poco volvieron a servir: se ven siempre desiertos, no sé cómo se sostienen. Está también la sucursal de una cadena de librerías: al gerente y a uno de los empleados los conozco desde hace siglos y les tengo gran estima, son seguramente los integrantes más atentos y serviciales y sabedores de su oficio en todo el gremio librero local, y ya sólo el hecho de que ahí trabajen vale la visita a ese centro comercial («plaza», se dice en Guadalajara). En cuanto a la peluquería supradicha, alguna vez platiqué aquí algo acerca de ella: es un espacio fantástico, fuera del tiempo, hecho con espejos y reflejos de los espejos, luces de hospital, música de Daniela Romo, donde se desempeña admirablemente un staff de experimentadas y muy diestras artistas de la tijera, comprometidas en la misión de mantener a raya la fealdad del mundo: su clientela la constituimos sobre todo hombres orillados a ir ahí para quedar un poco menos pavorosos.

      Pero decía: uno visita esa plaza sobre todo para comprar el súper en el súper, que es grande y suficientemente bien surtido, y que no está puerco, si bien adolece a menudo de escasez de carritos, o, si hay, todos tienen lo que David Foster Wallace identificó bien como la «rueda loca»: ese desquiciante defecto que vuelve torturante recorrer los pasillos porque el estúpido carrito se atora o se va para donde uno no quiere. En el súper no siempre hay vendedoras dando muestras de quesito, de salchichas o de granola, lo que es triste; sin embargo, sí hay un tanque transparente con langostas o bogavantes, para que uno escoja un ejemplar y se lo lleve vivo para cocinarlo vivo, lo que es aún más triste, aunque también fascinante —otra vez DFW: siempre que paso junto al tanque tengo presente su crónica «Hablemos de langostas», uno de los más formidables frescos de la demencial realidad a nuestro alcance—. Por años he creído que una vez vi, en las cajas de ese supermercado, trabajando como cerillita de la tercera edad, a la cantante que en un pasado muy remoto era dueña del bar donde ella misma servía las copas y cobraba al tiempo que cantaba boleros acompañada por un pianista fantasmal: Mary Tere, la de El Gato Verde —dudé en nombrarla, ahora mismo, porque nunca tuve absoluta certeza de que hubiera acabado sus días empacando abarrotes; si me confundí, pido disculpas a su memoria imborrable para tantos noctámbulos tapatíos de hace tres o al menos dos décadas.

      Mentí, pero rectifico: de unos meses para acá, la gente va a esa plaza no sólo por el súper, sino también atraída por una colosal tienda que vende un universo de cosas chinas, una inconcebible profusión de artículos insospechables, variedades infinitas de todo lo que uno pueda imaginar y también de lo que no, la materialización monstruosa del sueño más desaforado del más desmedido fabulista chino. Así, pues, que el estacionamiento se llena.

      Y lleno, aunque no del todo, estaba el estacionamiento un día en que, al salir del súper, hice lo que dice DFW (estoy hablando de su ensayo «Esto es agua»): «Entonces tienes que colocar tus bolsas plásticas de comida, desagradables y endebles, en el carrito con su rueda loca que lo lleva alocadamente hacia la izquierda durante todo el trayecto a través del estacionamiento lleno de tierra y de baches, y tratar de cargar las bolsas para colocarlas de forma que las cosas no se salgan y rueden por la cajuela durante todo el camino a la casa». Cerré la cajuela y, los tres (o cuatro) segundos que me tomó dar dos pasos y abrir la puerta del coche para cargarme yo también en él, bastaron para que el conductor de otro coche, que quería estacionarse al lado del mío, y ya se había embrocado para acomodarse ahí, sonara su claxon para apremiarme. Le estorbaba la puerta que yo acababa de abrir. Le estorbaba yo. Perdón, lo voy a decir como me lo dicta la perplejidad que entonces experimenté: estaba ya abriendo mi puerta, prácticamente estaba subiéndome, y un cabrón me pitó para apurarme. En ese momento, sobresaltado e incrédulo, interrumpí mi movimiento dos, tres segundos: más se iba a impacientar el pitador. Me quedé viéndolo, no era un conocido que quisiera saludarme, era meramente un imbécil con prisa. Y le hice la seña universal de «Espérate tantito», juntando pulgar e índice, para luego subirme por fin, ahora sí deliberadamente calmudo, a propósito para hacerlo rabiar. Como observó Jorge Ibargüengoitia, pensé cuando ya el tonto caminaba hacia la entrada del súper, musitando seguramente alguna maldición: quien se sirve del claxon pone en evidencia «la hediondez que brota de lo más profundo de su alma detestable».            

Los atardeceres en el estacionamiento de esa plaza son hipnóticos. A veces me entretengo tomándoles fotos.

J. I. Carranza

Mural, 18 de febrero de 2024.

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