• Onda corta

    Onda corta

    Escribí #unanovelatituladaTromsø, en la que se oye lo que transmite una estación de radio de onda corta desde un punto cercano a Moscú. Parece —no puede saberse con certeza— que ésta es una foto del sitio de donde proceden las transmisiones.


  • Bloc

    Bloc

    Escribí #unanovelatituladaTromsø. El protagonista se compra un bloc como éste.


  • Helecho

    Helecho

    Escribí #unanovelatituladaTromsø. Sale un helecho.

     


  • Voz baja

    Hace casi seis años me tocó ir a coordinar un taller de ensayo literario en Lerdo, Durango. Se vivía un momento especialmente difícil en la Comarca Lagunera. Al llegar a Torreón, lo que me recibió fue un convoy fuertemente artillado que patrullaba el aeropuerto; luego, al pasar por el centro de la ciudad (desierto, lleno de locales comerciales cerrados o abandonados, un pueblo fantasma), vi más y más patrullas que rodeaban las plazas, los edificios de gobierno, en actitud de esperar que sucediera algo. El día anterior había sido abatido un hombre poderoso y estaban velándolo (luego un comando se llevaría su cadáver). Al atardecer, todo se paralizaba: no circulaban vehículos por las calles, mucho menos gente. Antes de que el sol terminara de caer, se desplomaba sobre el paisaje un silencio ominoso. Siniestro.

    Yo me alojaba en Torreón; iban por mí para llevarme a Lerdo, que queda enseguidita de Gómez Palacio. El taller era en una casa de la cultura sostenida, principalmente, por profesores jubilados, que ponían a disposición de la gente una pequeña biblioteca, clases de música, de pintura, etcétera. Con enormes trabajos. Y las personas que acudieron al taller (unas doce, quince) me contaron cómo era vivir en medio de las balaceras diarias, cuánto habían sufrido extorsiones, secuestros, cómo tenían parientes desaparecidos o asesinados. «Yo ahorita estoy aquí, pero no sé si voy a regresar vivo hoy a mi casa», me dijo un joven maestro de primaria, y los demás sabían a qué se refería. Una señora mayor nos confió: «Lo que más rabia me da es tener que estar agradecida de que no me hayan matado». Lo más asombroso, para mí, era que estuvieran ahí para platicar de libros. Que todavía pudieran hacerlo.

    El amigo que pasaba al hotel por mí y luego me llevaba de regreso también me platicaba cómo estaban las cosas. Íbamos sólo los dos en su camioneta, y, a pesar de eso, todo el tiempo me hablaba en voz baja, en especial cuando se refería a los que llamaba «los malos». El volumen de su relato estaba modulado por el miedo.

    Estos días, en Guadalajara, he estado recordando de un modo muy vivo aquello. Aquel estupor, aquella voz baja, aquellas personas inermes y heroicas. Y el miedo.

    J. I. Carranza

    Mural, 31 de mayo 2018


  • Roth

     

    «La filosofía y la religión formulan verdades, la historia indaga los hechos, pero […] sólo la literatura —el arte en general— dice cómo y por qué los hombres viven esas verdades y esos hechos», escribió Claudio Magris para oponerse a la sentencia platónica que expulsa a los poetas de la República. La obra de Philip Roth no puede entenderse cabalmente sin tener en cuenta que la literatura tiene esa potestad indisputable de conferirle sentido a nuestra existencia. Extendida, a lo largo de más de una treintena de títulos, como un fresco monumental en cuya dilatada superficie cobran vida las historias de individuos que viven y sufren y desean y sueñan y odian y aman y dudan y se equivocan y mueren, esa obra es una demostración, página a página, de que la literatura es, más que la experiencia humana vuelta lenguaje, el observatorio óptimo para la comprensión de lo que somos en este mundo incomprensible. Y, por eso, con la muerte de un autor como Roth se extingue una inteligencia poderosísima a la que bien podemos confiar nuestras pretensiones de saber qué diablos hacemos aquí.

    En un pasaje de Lecturas de mí mismo, Roth afirma que la mitad del trabajo del escritor consiste en estar indignado. Esa convicción puede guiar la ponderación de lo que se propuso al urdir sus novelas. Son implacables, esas novelas: de un humor corrosivo, un ejercicio tenaz (cuando no frenético) de la ironía en cuyo fondo hay siempre una sostenida perplejidad —o consternación, o desesperación— por los modos en que se tocan los extremos de nuestra ridiculez y nuestro desamparo. Solos, arrogantes, arrastrados por pasiones que nos despedazan, e imparables, en nuestra insignificancia, camino al olvido, en los personajes de Roth hallamos a nuestros iguales y nos fascinan su calamidad y sus precarias ilusiones. Quien alegue haber salido indemne de esas páginas, es que ha leído mal o que vive en otro planeta.

    Esto fue Roth, el escritor cuya muerte vuelve más incomprensible todo esto: indignación, y la lucidez inigualable de la risa, y, también, la capacidad inagotable de compasión por lo que somos. Y, sobre todo, la certeza de que la literatura no sirve para nada, pero es absolutamente indispensable.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 24 de mayo 2018


  • La optimista

    Muy premiada, y bien recibida en general por el público, la serie Parks & Recreations se transmitió por televisión de 2009 a 2015. Durante sus siete temporadas, cuenta la historia de Leslie Knope, funcionaria del ayuntamiento de una pequeña ciudad, al principio subdirectora del departamento del título y luego política que hace carrera, ganando la competencia electoral por un puesto de regidora (su rival es hijo del rico del pueblo: un tarado). Es defenestrada después por el repudio de la población, vuelve a su antigua chamba, pero sus aspiraciones la llevan a encabezar una oficina del gobierno federal, y esta trayectoria va entreverada con los vaivenes de su vida personal y de las de sus compañeros de trabajo.

    He estado viendo esta serie —o me entretengo con cosas así o con los desfiguros de las campañas en curso, y, bueno, no hay que pensárselo mucho— y la encuentro admirable y ejemplar. Lo primero, por el genio de Amy Poehler, protagonista y productora, y de sus escritores, que lograron una proeza: encontrar divertidísima la burocracia. Lo segundo, porque de la conducta del personaje de Poehler pueden desprenderse algunas reflexiones bastante serias, creo yo. Para empezar, se trata de una funcionaria responsable y diligente (a veces hasta la manía), y escrupulosamente honrada, para quien nada es más importante que el bien de los ciudadanos a los que sirve. Es decir, es una funcionaria imposible. O bien, como en cierta medida la ven cuantos la rodean, una lunática. Quiere trabajar, que las leyes se cumplan, que haya justicia, prosperidad para todos, y la persecución de sus ideales la mete en embrollos de los que consigue salir airosa. Es una optimista radical, comprometida a combatir la realidad que los gobernantes viles y los gobernados indolentes o convenencieros le oponen todo el tiempo. Es conmovedora.

    La política, para Knope, es el medio para hacer un mundo mejor. Más o menos lo logra, pues, después de todo, se trata de una ficción. La serie surgió cuando el triunfo de Obama emocionaba a muchos —y qué gigantescas decepciones empezaron a incubarse entonces. Hoy, en Estados Unidos o aquí (y quizás sobre todo aquí), ¿a quién puede ocurrírsele semejante disparate?

     

    J. I. Carranza

    Mural, 17 de mayo de 2018


  • Risas difíciles

    Risas difíciles

    Es cierto que en la realidad presente de México escasean los motivos para la risa que no sea deploración. Las burlas en torno a la conducta de un corruptazo, por ejemplo, podrán ser muy divertidas, pero su trasfondo es amargo, bien porque para reír haya hecho falta que tal corruptazo existiera, bien porque tal existencia nos parezca tan irremediable que ya sólo nos quede reír de ella (y quizás celebrarla, y entonces la risa puede ser la expresión de nuestro cinismo).

    Pero, por otro lado, y hechas las salvedades necesarias —es decir, dejando aparte lo que pueda haber de tóxico en ciertas formas de risa, por ejemplo aquellas en cuyo fondo hay una injusticia flagrante o el dolor de los otros, o las que resuenan para aniquilar la dignidad de alguien—, el sentido del humor es, en general, un distintivo de claridad mental. Y de equilibrio mental. La risa que filtra nuestra percepción de las cosas sirve para no ceder a la calamidad cuando aún no es indispensable, para no consentirnos el exabrupto y no enturbiar aún más, con nuestra ira, la conversación pública. Para soportarnos un poco mejor, si es posible.

    ¿Cómo es la risa auténtica de los candidatos? Es difícil saberlo. Les conviene mostrarse de buen humor —no siempre lo logran—, desenfadados, afables. Pero eso no equivale a que tengan sentido del humor. Por lo que se ve en sus actuaciones, uno sonríe con sorna y desdén y un poco de asco; otro más, tiene la risa del tonto de la clase, sorprendido en sus babosadas; uno más se ríe de sus enemigos (reales e imaginarios) con el ñaca-ñaca de las brujas malvadas; el penúltimo, con arrogancia infundada (pero qué arrogancia no es infundada, además de estúpida), y la risa de la última es una risa estreñida, lastimosa. En el llanto y en la carcajada somos quienes somos de verdad. ¿Así son éstos?

    Por lo demás, hay que esforzarse para encontrarlos divertidos. Caricaturizables lo son, y mucho, y en tal sentido son grotescos. Risibles, quién sabe: en tal medida encarna en ellos la desgracia que es nuestra miserable democracia, y de tal modo es cada uno el resumen de lo peor que somos, que al verlos parece siempre preferible voltear a otro lado. Pero ¿para dónde vamos a voltear?

     

    J. I. Carranza

    Mural, 10 de mayo de 2018


  • 50 años de libros

    50 años de libros

     

    Mañana se inaugura la Feria Municipal del Libro de Guadalajara. El programa está bien nutrido, con una buena cantidad de actividades interesantes y presencias relevantes. Está, además, bien organizado y presentado: hay que ir al sitio feriamunicipaldellibrogdl.com.mx para conocerlo. Se homenajeará a Juan José Arreola, cuyo centenario está celebrándose este año, y desde luego que esa elección tiene mucho sentido: a Arreola siempre hay que tenerlo presente y leerlo. Y lo asombroso: será la quincuagésima edición. ¡Cincuenta años!

    Desde mucho antes de que nadie se imaginara lo que sería la Feria Internacional del Libro, la Municipal ya se había vuelto indispensable para los lectores tapatíos. Pienso en la Guadalajara de finales de los setenta, principios de los ochenta, que fue la que me vio ir por primera vez, niño, a escoger ahí mis primeros libros y a descubrir el placer que hay en el mero bobear (que eso tienen de incomparable las librerías, que se pueden pasar las horas en ellas yendo de allá para acá, abriendo un libro tras otro, dejando que cada hallazgo preciso acuda a nuestra curiosidad desprevenida, y eso siempre es una maravilla). Aquella ciudad era, desde luego, muy distinta de la que hoy tenemos, y la oferta librera estaba presidida por casas como Font, Carlos Moya, Casarrubias, la Librería de Cristal de Vallarta, antes de que las sucursales de Gonvill se multiplicaran, de que llegara Gandhi y de que Sanborns tuviera su auge (luego decayó gacho). Desde luego, estaban Jardín de Senderos y los libreros de viejo. No existía internet.

    De modo que ver que mayo llegaba era una felicidad. ¿Dejó de ser así alguna vez? No sé. Habrá quien reproche a la Feria Municipal del Libro haberse rezagado, tener una oferta no tan atractiva como la que hay por lo general en otros lados. Yo he dejado de ir algunos años, y siempre me siento un poco culpable. Pero el hecho es que esta feria tiene una virtud que, se organice como se organice (y parece que este año saldrá muy bien), la hace tan entrañable: pone los libros al paso de la gente, en la vida de todos los días, en el corazón de una ciudad que, agobiada como vive, difícilmente tendría otra ocasión de detenerse a leer.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 3 de mayo de 2018


  • Música

    Música

    Le pusieron música al video con el que la Fiscalía General del Estado de Jalisco dio a conocer los resultados que ha obtenido en la investigación de la desaparición de los muchachos del CAAV. El sonido ambiental de la transmisión de la rueda de prensa, cuando se proyectó el video, no dejaba percibirlo muy bien. Pero ya al verlo solo, ahí estaba: un fondo detrás de la voz —de locutor profesional—, cuyo volumen se intensifica en determinados momentos, por ejemplo alrededor del minuto 2:45, cuando se inserta un plano que muestra una celda vacía («La Fiscalía General del Estado, en su investigación, llegó a las detenciones de los hoy procesados a partir de la utilización de métodos técnico-científicos…»). Impecablemente producido, el video tiene una narrativa dramática bien calculada y riqueza de imágenes y recursos (incluida la animación del momento del secuestro). Y música.

    Por su hechura, esa presentación hace pensar en series televisivas tipo CSI: tecnología audiovisual al servicio de la necesidad de verosimilitud. Como para que no queden dudas de lo que se encuentra y, además, de que se ha trabajado a fondo. La verosimilitud es un recurso al que se acude para que lo dicho se tome por incontrovertible. Es apariencia de verdad, es forma, es efecto; es, además, intención: la de que se crea algo, pero también que se crea de un cierto modo. Las palabras elegidas ayudan a eso: términos inapelables (los que se toman de la ciencia y la tecnología), dispuestos en arreglo a una sintaxis en la que, paradójicamente, el sentido preciso de cada palabra termina por importar menos que el que alcanzan todas juntas. Porque de lo que está hablándose, en este video, es de «indicios», de «deducciones». Pero importa que se entiendan como «evidencias» o «conclusiones».

    Y la música. El uso perverso de la música. El propósito de que facilite el triunfo de la emotividad sobre la comprensión y sobre cualquier amenaza de escepticismo. Hay tres muchachos desaparecidos, muy probablemente asesinados. Y un Estado inepto y cómplice, que no ha servido para evitarlo y que, antes que afanarse en arreglar las cosas, o al menos aclararlas, busca que las entendamos del modo en que más le conviene.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 26 de abril de 2018


  • «¡No lo conocía!»

    «¡No lo conocía!»

    El primer recuerdo que tengo de Juan José Arreola es el de la imitación suya que hacía Enrique Cuenca, El Polivoz. ¿Malamente? No lo creo, aunque lo más probable es que esa imitación me pareciera más enigmática que cómica. Me hacía falta conocer el modelo para saber bien cuáles eran los rasgos que caricaturizaba el gran Cuenca: la melena alocada, la capa, la mirada algo desorbitada y, sobre todo, la voz, una voz, en cuya suavidad un poco siseante viajaba una especie de deslumbramiento constante, como si cuanto dijera esa voz estuviera decidido por el asombro: «¡No lo conocía, no lo conocía!», se exaltaba el personaje cuando le presentaban a alguien.

    Más tarde, claro, conocí al verdadero Arreola, y seguramente habrá sido también gracias a la televisión, en alguno de esos programas protagonizados por su voz encandilada. Había uno (hasta hace poco lo encontraba en YouTube, ya no doy con él) en el que iba subiendo el Cerro de las Campanas, y al llegar frente a la estatua gigante de Juárez que lo corona, literalmente caía de rodillas, recitándole su devoción. Ahora recuerdo la parodia del Polivoz (tampoco la hallo en YouTube: uno piensa que en internet están todos los tesoros del universo, pero luego resulta que no), y ya me parece más divertida que misteriosa. Pero a lo que voy es a esto: es bastante extraño que hubiera un tiempo (los años setenta, a lo mejor un pedazo de los ochenta) en que un escritor como Arreola figurara de un modo tan vivo y tan constante en la cotidianidad de la población en general, lectores y no lectores. Un grandísimo escritor, hay que recalcar, autor de obras perfectas y eternas, y además dueño de una memoria magníficamente poblada que, por si fuera poco, era un inagotable dispensador de maravillas para quienquiera que estuviera cerca. Yo creo que raro era entonces quien no supiera quién era Arreola, así sólo se lo conociera por medio del personaje deschavetado del Polivoz. ¿Y por qué dejaría de pasar eso? ¿Qué escritor podría tener hoy aquella omnipresencia en nuestra imaginación?

    Este lunes se celebrará el Día Mundial del Libro leyendo La feria de Arreola. Sensacional. Pienso que no hay libro que sirva mejor para hacer una lectura colectiva.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 19 de abril de 2018