• Gran librería

    Era una anomalía injustificable que la Universidad de Guadalajara no tuviera una gran librería, sobre todo si se tiene en cuenta el hecho de que es la universidad que organiza la FIL. Por más de treinta años, no hubo un espacio donde el público lector tapatío encontrara lo que más lo hace ir a la feria, que es su oferta editorial, necesariamente más amplia y diversa que la que hay por lo general en las librerías. Como con tantas incongruencias que tienen lugar en la universidad, es difícil explicar esa anomalía. Pero el caso es que ya se remedió, y de tal modo que, si se hacen las cosas bien, la nueva librería Carlos Fuentes podrá convertirse en un lugar indispensable para ese público.

    Es enorme, para empezar. Y no se trata de una enormidad absurda, pues sirve para que los libros estén bien expuestos y uno pueda deambular entre ellos por horas con toda comodidad. Bien iluminada, cuenta con espacios para arranarse un buen rato a hojear lo que a uno le interese, en la idea de que el tiempo que se pase ahí sea de lo más agradable —a diferencia de lo que encontré no hace mucho en otra librería de Guadalajara, donde a alguien se le ocurrió poner letreros en los que se conminaba a los lectores ¡a no pasar demasiado tiempo viendo los libros! (Luego quitaron esos letreros, pero a quién se le ocurre). Hay dos cafés, también, y áreas de exposiciones y salones para llevar a cabo actividades, lo cual redondea la posibilidad de que la librería funcione óptimamente como un lugar de encuentro y como un centro cultural. Los libros están dispuestos según una organización temática que, en principio, parece sensata —aunque esta forma de distribución siempre puede plantear algunas dificultades para saber qué va dónde—. Por lo demás, el área infantil es sensacional, y es seguro que las creaturas que empiecen a ir con alguna frecuencia podrán convertirse en público leal.

    Tiene el inconveniente, ahora, de hallarse en un punto al que no es tan fácil llegar. Pero aquella parte de la ciudad está transformándose aceleradamente. En fin, que hay que ir a conocerla. Y a disfrutarla. A diferencia de otros proyectos de la UdeG, que son puro relumbrón y derroche, éste tiene mucho sentido.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 26 de julio de 2018


  • Entrevista a JIC, El Financiero

    Entrevista a JIC, El Financiero

    Una novela de soledad en tiempos en que todos están comunicados

    Tromsø, de José Israel Carranza relata la historia de un sujeto descubre su soledad cuando nadie, ni él mismo, puede descifrar lo que dice o escribe.

    Rosario Reyes

    El nombre de una ciudad noruega que está dentro del Círculo Polar Ártico da título a este inquietante relato acerca de un individuo que poco a poco se da cuenta que nadie entiende lo que dice. Ni siquiera él mismo puede descifrar las notas que toma en un bloc amarillo.

    No es que haya enmudecido, pero parece condenado al silencio absoluto, a la soledad más aplastante. Su existencia se reduce a una serie de precisas y absurdas rutinas, como sintonizar en una radio de onda corta la UBV-76, que transmite desde un punto cercano a Moscú y que en 30 años sólo ha difundido voces humanas en 16 ocasiones.

    “Al final, lo único que tenemos son las apariencias y con eso tenemos que arreglárnoslas”, dice el ensayista José Israel Carranza, quien acaba de publicar Tromsø, su primera novela, en la que un hombre anónimo del que nada se sabe, salvo que está imposibilitado para comunicarse, arrastra al lector a una atmósfera angustiante. Solo, frente a un libro cuyo autor demoró tres años en escribir y cinco más -asegura- releyéndolo “obsesivamente”.

    Entrevista en El Financiero.


  • Arenas movedizas

     

    No he visto la serie de Luis Miguel. Parece que todo mundo ha estado al pendiente de ella, aunque, como por lo general ocurre cuando se trata de impresiones propiciadas por las «conversaciones» que hay en las redes sociales, lo más conveniente es tomar con reservas esa unanimidad. En todo caso, la serie podrá calificarse como exitosa y el interés de su público como auténtico. Veo que se habla de ella profusamente, y, sin embargo, no siento la menor curiosidad. O, si llego a sentirla, de inmediato queda sofocada por la anticipación del desagrado y el hastío que seguramente experimentaría si me resignara a verla. Probablemente se deba a esto: como muchos mexicanos que están en las inmediaciones de mi edad, yo tuve que formarme (estética, sentimental, moral y políticamente), en gran medida, con los materiales didácticos suministrados por Televisa, ese ministerio de propaganda y educación de los regímenes priistas hoy venido a menos.

    Casi puede decirse que no había escapatoria: entre las telenovelas, los cantantes y los noticieros que saturaron nuestras infancias y nuestras juventudes, sólo pasada la primera mitad de los noventa pudimos ir dándonos cuenta de que había un mundo más allá de lo que nos ponían delante Raúl Velasco, Jacobo Zabludovsky, Luis de Llano o Ernesto Alonso. De tal manera que, como sobreviviente de esas condiciones históricas, me horroriza volver a chapotear en semejantes arenas movedizas. Y es que creo que, agotadas las fórmulas que dieron vida a las telenovelas durante décadas, las series biográficas buscan lograr lo mismo y de modos parecidos: concentrando una atención excesiva que —puesto que nuestra capacidad de atención siempre será limitada— deja en desventaja a otros productos que quizás valgan más la pena. Y que ahora, para nuestra fortuna, están a nuestro alcance, nomás es cuestión de saber elegir.

    A veces, claro, puedo tararear como todo mundo alguna canción de Luis Miguel. Y a veces hasta buscarla y ponerla. Y disfrutarla. Más o menos sé de su historia. No he tenido más remedio. Si estuviéramos en los ochenta, seguramente estaría muy pendiente de la serie famosa. Pero el mundo ha cambiado, y querría creer que uno debería cambiar también.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 19 de julio de 2018


  • Inercia

    Por necesidad, cuando me perdí de los partidos que me importaban, a lo largo de este Mundial he debido atenerme a los resúmenes de los programas nocturnos de la televisión. Mal hecho: bien habría podido encontrar esos resúmenes, o los partidos mismos, en internet. Pero quizás por mera inercia acababa cayendo. Qué cosa más enojosa: son revistas de variedades estúpidas en las que los hechos de cada jornada —los hechos futbolísticos, quiero decir— parecían lo menos importante. En una de ésas, tuve que esperarme más de cuarenta minutos, o habrá sido una hora, a que despacharan las jugadas más importantes de un partido en no más de tres minutos. El resto fue la tertulia de los comentaristas (lamentables todos), segmentos de jueguitos melolengos, magias, pseudorreportajes, las dizque notas «de color» (un patancete albureando rusas), la estúpida mano parlanchina cuya supuesta gracia se basa en sus leperadas…

    No habría tenido por qué esperar otra cosa, desde luego. Las razones que alguna vez pudo haber para disfrutar de los modos en que la televisión nos traía los mundiales eran básicamente dos: una, que no teníamos de otra, y dos, que lo que se ofrecía no era tan repugnante como hoy —antes al contrario, si contamos aquellos tiempos excepcionales del Güiri-Güiri, por ejemplo. Pero en este 2018 las cosas son muy distintas, y están a nuestro alcance infinitas formas de ver el Mundial y de enterarnos de lo que nos importa. (Es posible que una de las mejores fuentes de información relevante, seria y atractiva haya sido la prensa escrita, mucho más que en los balbuceos y las gansadas de infinidad de comentaristas y exjugadores o extécnicos metidos a «expertos», todos preverbales, acomodaticios, tendenciosos y antipáticos.

    Dadas las condiciones actuales (monopolización de los derechos de transmisión, para empezar), es evidente que la televisión ya no sabe qué hacer para sobrevivir. Con sus excepciones: en el Canal 22 hubo un programa diario, De ida y vuelta, que aprovechaba óptimamente el Mundial como pretexto para proponer conversaciones muy sabrosas sobre la cultura rusa, entre otras cosas. Pero, de ahí en más, pura porquería. Y muy poco futbol. Qué bueno que existe internet.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 12 de julio de 2018


  • Ilusiones

     

    Si la ilusión es un recurso natural susceptible de ser administrado para que no se acabe demasiado pronto, o para que rinda los frutos que debería, a los mexicanos (como con los bosques, con el agua, con el petróleo, etcétera) no se nos da la previsión y, al contrario, derrochamos como si no hubiera un mañana. Hasta que, más o menos repentinamente, descubrimos que el yacimiento se secó, que en lugar del bosque sólo hay aridez y erosión, que del lago ya nomás queda un charquito. Y que, en lugar de la ilusión que llegó a embriagarnos y aturdirnos, tenemos (y es del mismo tamaño, o mayor) el merecido agobio de nuestras decepciones.

    Nunca me ha gustado creer que la idiosincrasia existe: el conjunto de señas y conductas que, como fatalidad o condena, definen a un grupo humano. Y es que, si fuera en realidad así, ya nos amolamos sin remedio. ¿Somos corruptos, perezosos, indolentes o malhechos porque ésa es nuestra idiosincrasia? Bonita cosa. Sin embargo, lo que sí tenemos son constantes históricas, cuyas causas son claramente identificables, y una de ellas consiste en que los entusiasmos mayúsculos que nos arrebatan tienen su origen en la ignorancia o bien en la desmemoria. ¿Nos acordamos del Milagro Mexicano, del Arriba y Adelante, de la Administración de la Abundancia, de la Renovación Moral de la Sociedad, de la emergencia de la Sociedad Civil, de la Solidaridad, de lo que iba a pasar cuando Fox sacó al PRI de Los Pinos? Puede que sí —y, además, ayuda haber vivido cuando fueron sucediéndose esas fórmulas—, pero, ante los supuestos esplendores del presente, preferimos no tener esos recuerdos en cuenta.

    Ahora bien: si hubo que irle a México en el partido contra Brasil fue porque es horrible estorbar la esperanza. Quizás algo parecido toque hacer ahora, después de una elección que, por lo pronto —y vaya que es ganancia, en la deficientísima democracia mexicana—, no desembocó en el fraude escandaloso que cabía temer. Es cierto que el optimismo propio no puede alimentarse sólo del optimismo de los demás: hacen falta hechos. Pero, en lo que los hechos llegan, corresponde dejar que la alegría haga lo suyo, especialmente la de los jóvenes, que es la única que sirve de algo.

    J. I. Carranza

    Mural, 5 de julio de 2018


  • Tromsø

    Tromsø

    Escribí #unanovelatituladaTromsø, que llegará a las librerías a partir de la próxima semana —si bien está ya disponible en amazon.com.mx, gandhi.com.mxelsotano.compendulo.com, elcorteingles.es, etc.

     


  • Es así

    Lo repetían constantemente los narradores, y es una afirmación a la que se recurre de modo casi obligado en situaciones en que, como ayer, lo que quedaba de ilusión ya tiene cara más bien de desconsuelo: «El futbol es así». ¿Así cómo? Imprevisible, habría que entender, un universo de leyes disparatadas donde aquello que dábamos por seguro se nos vuelve de pronto incierto, sin explicación y sin que esté a nuestro alcance hacer nada. Seguramente lo mismo nos decíamos ayer, a la vez, suecos, mexicanos, coreanos y alemanes. La fórmula puede aplicarse a cualquier otra cosa —el amor es así, la vida es así—, como un ensalmo mediante el que se conjura automáticamente toda posibilidad de que futbol, amor, vida, etcétera, no sean en realidad así, sino de otro modo.

    Es detestable, la formulita, pues con ella se acude siempre a la aceptación de la fatalidad como instancia última de la realidad. Por más que hagamos, las cosas son como son. ¿México no pudo entenderse mejor, no pudo haber un árbitro menos injusto, teníamos que depender de que Corea muriera matando para poder pasar a octavos, ese tránsito a la siguiente etapa sólo pudimos merecerlo a condición de no ganar más como veníamos haciéndolo? ¿Y ya todo se acomoda en nuestro entendimiento de este Mundial tan extraño nomás porque el futbol es así?

    No sé si estemos demasiado habituados a esa forma de verlo. El futbol y todo lo demás. Creo que es una de las razones de que, por ejemplo, hayamos presenciado un proceso electoral como éste, infestado de sangre, ilegalidades, bajezas, estupidez y odio, que tantos enconos ha propiciado, que tan profundamente ha socavado cualquier sentido que todavía podíamos verle a vivir en democracia, que tanto dinero ha costado y seguirá costándonos. Un proceso en el que se batieron récords de hipocresía y mezquindad, se insultó como nunca a la inteligencia del electorado y quedó garantizado que ir a las urnas será sólo refrendar el caos —en lo que se disipan las ilusiones desmesuradas de quienes ganen y se acendra el rencor de quienes pierdan. ¿Porque la democracia es así? Eso vendrán a decirnos. Y nos parecerá muy bien, como luego de perder tres a cero, como después del domingo, como siempre.

    J. I. Carranza

    Mural, 28 de junio de 2018


  • De verde

     

    ¿Los nacionalismos son detestables? Pienso que sí, en cuanto son origen de incontables malentendidos que acaban en perversidades. ¿Cómo puede justificarse, entonces, el contento que da ver que un compatriota le meta un gol a la selección campeona del mundo? Parece algo un poco esquizofrénico, pero querría imaginar que la explicación va por rumbos distintos de la patología.

    El partido contra Alemania me agarró de viaje. Apenas pude poner un pie en tierra, cuando habían transcurrido unos veinte minutos del segundo tiempo, corrí a buscar la primera televisión que me hallé. Era una pantallota gigante, en el aeropuerto de la Ciudad de México, pero pronto advertí que tenía un grave defecto: un retraso de quince segundos. Por eso casi no había gente viéndola. Como descubrí enseguida, la multitud se apiñaba afuera de un restaurante de hamburguesas, que tenía una televisioncita miserable al fondo; el local estaba lleno, aunque hubiera querido comprarme al menos unas papas no habría cabido, y por eso me quedé pegado al cristal. Ahí sí se podía gritar y pujar y rezar a tiempo, no como delante de la pantallota. No me había tocado ver el gol, pero su existencia me llenaba ya de una fe violenta que se revolvía contra sí misma, de manera que aún me faltaban las angustias intensas de ese último trecho. Vivirlas ahí fue de lo más emocionante. Tras uno de los vuelos heroicos de Ochoa, un señor que estaba junto a mí casi me abraza. Con otro me descubrí soltando alguna expresión soez a coro, y al pitido final los de adentro del restaurante alzaron sus vasos y todos aplaudimos. Hubo quien chilló.

    ¿Cuenta, una experiencia así, como manifestación de nacionalismo? Sigo terco en creer que es otra cosa. Porque, mientras duró el partido, y hasta que fue disipándose la euforia que generó, la realidad habitual quedó en suspenso, con las brutalidades que supone vivir en este país, y lo único que contaba era estar ahí, viendo eso. Sí, el equipo que ganó era el mexicano, y los que le festejamos el triunfo también lo somos, pero en el fondo eso quizás sea lo de menos. Lo que realmente importaba era tener a nuestro alcance aquella felicidad inaudita. Ojalá este sábado la volvamos a encontrar.

    J. I. Carranza

    Mural, 21 de junio de 2018


  • ¡El Mundial!

     

    Una búsqueda rápida me revela que la frase se atribuye lo mismo a Eduardo Galeano que a Juan Pablo II, a Arrigo Sacchi o a Jorge Valdano. Prefiero pensar que es de este último. Y va más o menos así: «El futbol es la más importante de todas las cosas que no importan». Tiene un atractivo engañoso: parece una aseveración con la que es fácil convenir, pero, a poco de pensarlo, cae uno en la cuenta de que habrá otras innumerables cosas irrelevantes a las que se concede una importancia tremenda. La política, por ejemplo, y estamos viéndolo con el inmundo proceso electoral que felizmente está por terminar. ¿Qué habrá significado, al amanecer del 2 de julio, semejante puesta en escena, más allá del derroche formidable de recursos para nada? ¿Qué sentido habrá tenido toda la atención que estamos prestándole a sus protagonistas viles o grotescos, atenidos como estamos a las pobres ilusiones que nos brinda nuestra democracia fársica? En México, mandan quienes tienen las armas y el dinero, por ellos no votamos, y los candidatos a lo sumo aspiran a ser sus sirvientes…

    Perdón, estábamos en otra cosa. Difícilmente aceptable para quienes le conceden verdadera importancia al futbol, la frase en cuestión sólo funciona para quienes se hallan a salvo de las pasiones desaforadas a que puede conducir la vivencia del juego: para quienes lo ven como juego, justamente, que eso es lo que frecuentemente se olvida. Ahora bien: como pudimos tenerlo clarísimo en la niñez, nada hay más serio que el juego. ¿En qué quedamos, entonces? Si juzgamos que el futbol debería ser sólo un juego, estaremos de acuerdo en que, como tal, reviste toda la importancia del mundo. ¿A qué viene Valdano —con lo bien que me cae— o cualquiera de los otros a imponernos su relativismo? Es más bien embustera, la frase, y vamos viendo, ahora que empiecen a caer los goles, qué tanto nos acordamos de ella.

    O mejor esto: por las ocasiones de belleza y asombro y felicidad que van a sucederse a lo largo de este Mundial, quitémosle, al menos este mes, las tres últimas palabras a la frase. Mientras nos sea posible. Que a la realidad vendrá dándole lo mismo, y de todos modos ahí estará esperándonos, siempre enemiga y paciente.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 14 de junio de 2018


  • Los ridículos

    Hay, desde luego, memes, aunque no tantos como cabría imaginarse. Pocos son sobresalientes, y hace falta que haya desfiguros de cierta espectacularidad para que los aprovechen bien un genio ocioso o un community manager con extraordinaria iniciativa. Por ejemplo: aunque fugazmente, fue posible hallar buenas ocurrencias en torno al accidente de la silla que se fue para atrás en el estrado, con su ocupante manoteando y alzando las patitas (qué pena, todos lo pensamos, que la caída no terminó de ser tal: eso nos habría dado para algunas horas más de diversión). Los memes que presentan al androide sin alma y con sonrisa macabra se desgastan pronto, me parece, y al menos yo no he visto ninguno que reelaborara la suerte charra que presumió hace unos días: ¡lástima! En cuanto al del hablar calmudo, hasta parece que él mismo querría que se hicieran más chistes: cuando hizo lo de la cartera, en el debate, yo sí me carcajeé. De pronto se explota el histrionismo que sabe imprimir a algunos mítines (los atavíos que le ponen, la sillita que le llevan), pero poco más. El último —el que menos importa, ni siquiera deberíamos estar hablando de él—, no ha dado más que para aquello de mochar manos, o aquello otro de su mamá que no sabe leer.

    Claro, no se trata nomás de que haya más memes. Pero a lo que voy es a que me parece significativo que los candidatos no nos resulten más risibles. No sé. Es como si, entre las precauciones para no ofender y lo fácil que es darse por ofendido, se prefiera rodear o darle la espalda a las ocasiones de caricaturizar los discursos, los hechos y, por qué no, también a los personajes. Entre los partidarios de los candidatos (sobre todo entre los del puntero y los que no quieren que sea el puntero) hay una evidente predisposición al enfrentamiento y al encono, y éstos se activan a la menor provocación. La consecuencia: que la risa no juega, que el ingenio queda sofocado por la animadversión.

    O será, quizás, que la ridiculez de los candidatos es un recordatorio permanente del ínfimo nivel de nuestra triste democracia. Que, mientras hacen su teatro, hay un país matándose y aterrorizado y enloquecido. Y así, por supuesto, quién va a tener ganas de reír.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 7 de junio 2018