• Vámonos

    Vámonos

    ¿Por qué seguir en Facebook? Las respuestas posibles son cada vez menos convincentes.

     

    Quizás como mucha gente, pero no tanta como para que sea verdaderamente relevante, he estado preguntándome estos días por qué diablos sigo en Facebook. Veo a Zuckerberg pasmado en los interrogatorios tontolones a que lo han sometido en el Senado gringo, a raíz de que se supiera que los datos de millones de usuarios quedaron a disposición de una empresa para influir en la elección de Trump, y parece que ni siquiera hace falta esforzarse en fabricar memes: las preguntas y las respuestas, pero sobre todo las actitudes, dan idea de lo grotesca que ha llegado a ser la influencia de un solo hombre en la forma que el mundo tiene hoy en día. (El tipo, según una nota de The New York Times, en previsión de estas audiencias contrató a un equipo para que recibir un entrenamiento exprés «en humildad y encanto»).

    La trayectoria de este empresario «talentoso» —y ya tendríamos que ir revisando nuestras ideas acerca del  talento, uno de esos gigantescos malentendidos que tienen al mundo podrido— habrá podido ser todo lo meteórica que se quiera, pero, como leí por ahí, el hecho es que lo llevó de crear una página para rankear el atractivo físico de las compañeras en la universidad a contribuir a meter a un fascista en la Casa Blanca. Y nomás de verlo, tan tieso y solo en el fondo de su desmesurada importancia, dan ganas de zafarse de inmediato de la red en que dejamos que nos atrapara.

    Leo, en un artículo de The New Yorker, que Zuckerberg ha pasado la mayor parte de su vida adulta disculpándose por lo que hace. Y que verlo ahora reducido (es un decir) nos llena de satisfacción porque podemos cargarle todas las culpas que no queremos reconocer. Porque lo cierto es que estos años nos la hemos pasado encantados en Facebook. ¿Y por qué seguir ahí? Las razones que yo encuentro son básicamente dos: me imagino que es una forma de estar en contacto con quienes tendría alguna dificultad (pero no insuperable) para encontrar en otro lado. Y la otra: medio difundo por ahí cosas que me interesa que se sepan. Pero tampoco es algo que no pueda hacer por otras vías. Y me pregunto: si hubiera una fuga en masa, si todo mundo se largara, ¿cómo se sentiría permanecer ahí?

    Como Zuckerberg, quizás.

     

    @JI_Carranza

     

    Publicado el 12 de abril de 2018. Sección Cultura, Periódico Mural.


  • Lo de aquí

    Lo de aquí

    Para realmente ser de la ciudad, hace falta asomarse alguna vez a sus tradiciones.

     

    Puede que a veces lo olvidemos: en la vivencia plena de la ciudad entra, además del cumplimiento de las rutinas, participar de las ocasiones en que sus habitantes hacen lo que siempre se hace aquí. Las costumbres, vaya, por lejos que nos las pongan otros modos que tenemos de vivir lo que nos toca. Si nos desentendemos de ellas, o si las vemos con extrañeza, como algo ajeno, quiere decir que estamos privándonos de un sentido cabal de identidad. Claro: habrá a quien tal identidad le valga un pepino. Pero, de aspirar al menos a reconocerla —acaso para reconocer uno mismo quién es—, hay que entrarle.

    Por ejemplo: la Visita de las Siete Casas. Yo tenía recuerdos borrosos de la niñez, cuando el paseo en la tarde noche del Jueves Santo aligeraba algo el sopor y el tedio enmarcados por la imposición del silencio (no se podía prender la radio) sólo interrumpido por las películas «santas» en la tele (o en el cine, si se daba el caso: así vi Ben-Hur en el Latino, o Quo vadis?). Allá íbamos, al gentío. Y el gentío seguía esperando ahí, cerca de cuarenta años después, donde mismo. Santa Mónica, primero —ahí conseguimos la hojita con las meditaciones prescritas, impresa por la Casa Azpeitia—, luego el Santuario de Guadalupe, la capilla de la Inmaculada Concepción, San José, Catedral (en este punto hicimos trampa, pues decidimos que contara como la sexta casa la capilla del Señor de las Aguas), y por último La Merced. Y las empanadas, una felicidad que coronó la empresa y terminó de darle todo su sentido —que a veces parecía escaparse, pues ¿qué estábamos haciendo ahí, entre el tumulto, nomás cansándonos?

    Fueron unas dos horas, con el sol como decorador entusiasta de cielo y fachadas, sin prisa, aunque sí con algunos trabajos y sobresaltos: las obras de Alcalde dificultaban el paso de la gente, a una señora que vendía elotes una estúpida inspectora del Ayuntamiento le tiró la olla, pero la gente protestó y la estúpida acabó largándose, el jardín del Santuario es una zona de guerra, todo el centro está intolerablemente sucio. Pero terminamos satisfechos: fuimos porque somos de aquí, y es lo que aquí se hace. Y tiene, cómo no, un cierto encanto que es hasta conmovedor.

     

    @JI_Carranza

     

    Publicado el 5 de abril de 2018. Sección Cultura, Periódico Mural.


  • Todo ante todos

    Todo ante todos

    Temer por nuestro rastro digital no es muy distinto de temer por el Juicio Final.

     

    No sé quién, de niño, me hizo el obsequio atroz de esta descripción del Juicio Final: llegado ese momento, todos los individuos que en el mundo hemos sido seremos reunidos en un mismo lugar, donde presenciaremos una a una todas nuestras existencias, de principio a fin, en detalle. «Todos» había que entenderlo en sentido estricto, desde Adán hasta el último de sus descendientes, si bien para mi imaginación infantil esa multitud comprendía apenas la suma de mis compañeros de escuela y las maestras («¿Vamos a ver qué hace la seño Chencha cuando entra al baño?»), mi familia y los parientes, el de la tienda, el de la carnicería, los borrachines del barrio, la señora de la papelería, los pacientes de mi papá, los amigos de mis hermanos… La humanidad entera en una especie de estadio gigantesco, presidido por una pantalla descomunal en la que se proyectarían, a lo largo de un tiempo que equivaldría al tiempo transcurrido desde la Creación hasta el Juicio mismo (pues para eso es la eternidad: para que no se acabe), nuestras vidas completas, a fin de que todos supiéramos cuánto habíamos pecado y el Pantocrátor fuera decidiendo si merecíamos la bienaventuranza a Su lado o el castigo incesante de las llamas donde irían cayendo los réprobos.

    El corolario de esta visión era sencillo: pórtate bien, porque al final todo se sabrá. Por todos. Era escalofriante —sigue siéndolo: uno nunca acaba de deshacerse de esas enseñanzas— porque afirmaba que la privacidad no existe. Dios no sólo está registrando todo lo que haces, piensas y sientes, sino que además lo exhibirá. Y tus papás lo van a ver, y tus amigos, y la seño Chencha…

    Creo que un terror parecido es el que han activado las revelaciones recientes sobre lo que Zuckerberg y compañía son capaces de hacer con lo que saben de nosotros. Ahora bien: ni que no supiéramos. Lo he leído varias veces estos días y ya no sé quién lo dijo primero: si el producto es gratis, es que tú eres el producto. Pero el hecho es que en nuestro pasado está siempre nuestra condena. ¿Y qué vamos a hacer? ¿Borramos ese pasado? ¿Servirá de algo? ¿Cómo nos las arreglamos para ya no ir dejando trazas? ¿Y cómo le quitamos las cámaras y los micrófonos a Dios?

     

    @JI_Carranza

     

    Publicado el 29 de marzo de 2018. Sección Cultura, Periódico Mural


  • La pronta ira

    La pronta ira

    Con la prisa que tenemos por indignarnos, parece prescindible oír o leer bien.

     

    Que un medio saque de contexto una declaración para que suene escandalosa se explica porque así se asegura la atención de su público, que siempre preferirá el argüende por encima de la verdad, pues ésta es menos deseable que insípida. Cuando ya sólo muy rara vez puede ofrecer exclusivas, hay prensa que las inventa, y lo hace confiada en nuestra desprevención, en nuestra credulidad, y sobre todo en nuestra negligencia para rascarle tantito y ver si la declaración en cuestión dice lo que se nos quiere hacer creer. Basta el petardo, que en la humareda que suelte no iremos a buscarle explicaciones. Nos urge más indignarnos que saber si lo estamos haciendo con fundamento, y esto tiene al menos dos causas: una, que estamos ariscos y ya cualquier vistazo a la actualidad noticiosa nos surte de motivos para repelar o aullar; otra, que está a nuestro alcance exhibir de inmediato nuestra cólera —tan veloz como inútil en la gritería que nos tiene ensordecidos: a este respecto, no está de más recomendar un reciente artículo publicado en The Globe and Mail acerca de cómo nuestra ira, tan abundante y dispersa en las redes sociales, está favorecida por algoritmos que la aprovechan y la alientan: la indignación vende muy bien (goo.gl/UJrit9).

    Mario Vargas Llosa, qué duda cabe, es el caso de esos malentendidos que la cultura frívola deja crecer, hasta el punto en que se da por hecho que importa lo que dice. Importan sus novelas, y hasta ahí. Lo demás ha sido protagonismo pernicioso. Pero de eso a que una declaración suya, tergiversada, sea la gasolina para prenderle fuego, hay un buen trecho. Y si se atiende a las palabras que pronunció antes y después de las que se sacaron de contexto en una entrevista telefónica («El que haya más de 100 periodistas asesinados en México es, en gran parte, por culpa de la libertad de prensa»), se verá que la barbaridad que pareció decir no era tal. (Ha dicho y seguirá diciendo otras, pero tan fácil como ni voltear a verlo).

    Claro: quién va a tener la paciencia de buscar esas otras palabras. Estamos demasiado atareados en enfurecernos. Y eso nos hace más dóciles, como bien lo sabe la prensa aviesa que sabe que todo nos lo tragamos tal como nos lo dé.

     

    @JI_Carranza

     

    Publicado el 22 de marzo de 2018. Sección Cultura, Periódico Mural

     


  • Al cine

    Al cine

    Las películas de la memoria a veces son preferibles a las que propone la actualidad.

     

    Qué grata experiencia es llegar, al principio por azar y luego porque la curiosidad guía el camino, a informaciones inesperadas que nos esperaban en nuestros propios recuerdos. Pasó esto: estaba a punto de emprender una diatriba contra el festival de cine que está celebrándose en Guadalajara (cada vez seremos menos los tercos que pensamos automáticamente en «La Muestra», por alusión a la Muestra de Cine Mexicano que luego se convirtió en el argüende de hoy). Tal diatriba iba sobre cómo se dejan prosperar los malentendidos mayúsculos de la cultura, como el que propició estos días la zalamería institucional puesta a sobar en grande el ego de un cineasta premiado —fue generoso, dirán algunos, y muy lindo por volver a su tierra; no voy a alegar contra eso, pues bien pudo no haberlo hecho, pero también hay una cosa que se llama imagen pública, para la que tanta generosidad es muy rentable… pero ya estoy en la pataleta que finalmente no voy a hacer.

    Puesto a buscar una entrada, me fui a dar una vuelta por la memoria (la vivencia de «La Muestra», las funciones en el Cinematógrafo, todo más vivible y más humano), e inadvertidamente di con una experiencia que me parece más rara en la medida en que no doy con nadie que la haya compartido. Fue como un sueño. (Aquí la memoria ya se olvidó del Festival y de la Muestra y del stand-up del cineasta que ni es tan original ni tan bueno…).

    Habrá sido a principios de los 90 cuando comenzó la extinción de las grandes salas. El Tonallan, como despedida de su público, le brindó todo un mes con proyecciones de clásicos, uno cada día. Una de esas tardes, me tocó ser el único espectador de «Ciudadano Kane».

    El Tonallan fue antes el cine Jalisco, y descubro, en páginas de aficionados a la historia tapatía, que el edificio original fue realizado por Luis Barragán y su hermano Juan José; también que la remodelación fue proyecto de Julio de la Peña, y que, tras una penosa agonía convertido en cine porno, cerró sus puertas definitivamente en 1996. Y, bueno, todo esto que yo no sabía estaba esperándome en la remembranza de aquel mes de gran cine. La memoria, como el cine, es muchas veces un lugar en el que nos la podemos pasar de maravilla.

     

    @JI_Carranza

     

    Publicado el 15 de marzo de 2018. Sección Cultura, Periódico Mural


  • Enjambres

    Enjambres

    La libertad de expresión, vuelta megalomanía regañona en las redes.

     

    Las redes sociales se han convertido en enjambres cuyo zumbido amenazador debería bastar para mantenernos a prudente distancia. Con sólo testerearlos un poco se desata en ellos una furia incontrolable, y, sin embargo, allá vamos, a meternos de cabeza. Desde hace rato ha venido usándose el término shitstorm (tormenta de mierda) para describir lo que puede pasar ahí (la Fundación del Español Urgente recomienda usar «linchamiento digital», pero a mí me parece que, paradójicamente —un linchamiento no puede ser peor que aventar caca—, esta expresión atenúa la realidad de lo que ahí sucede). Ya se sabe: ha habido vidas y carreras destrozadas luego de que el enjambre se ensañara con ellas. Pero, lo dicho, ahí vamos a meternos una y otra vez.

    Es posible que aquello que parecía emocionante de las redes, que era la libertad de expresión que vehiculaban, haya adoptado una forma inédita trazada por la megalomanía de sus usuarios al descubrir los alcances que podían tener sus pareceres. Si millones pueden prestarte atención, la humildad seguramente irá resultándose cada vez más una cosa incomprensible. Y es que decir lo que uno piensa no es ya meramente eso, sino también afirmar que lo que uno piensa es importante. Es lo más importante, y los demás deberían pensar así. Y lo que a mí no me divierte no tendría por qué divertirte a ti. Y lo que a mí me preocupa, a ti debería tenerte absorto. ¿Crees otra cosa? Entonces me dejo ir contra tu ridícula y retrógrada e ignorante y miserable opinión.

    Por ejemplo, durante la pasada entrega del Óscar. Yo me quedé con la impresión de que, más abundantes que los tuits que contenían chistes o memes, fueron los que los censuraban o reprendían, y también los que mandaban de qué no había que reírse. (Caso especial fue el de un periodista indignadísimo y rabioso porque Guillermo del Toro no hubiera gritado «¡Viva México!», como él, el periodista, desde su altísima estatura moral y su broncíneo patriotismo, decreta que debería hacerse en semejante ocasión). De modo que los enjambres ya no sólo se alocan y avientan caca y uno puede acabar todo picoteado: ahora tampoco es posible librarse de acabar regañado por la osadía de encontrar algo chistoso.

     

    @JI_Carranza

     

    Publicado el 8 de marzo de 2018. Sección Cultura, Periódico Mural


  • Telefilosofía

    Telefilosofía

    Todo fuera como en la tele: un profesor de filosofía al que sus alumnos le hacen caso.

     

    No será una serie exitosísima, pero, por su tema, ya es extraordinario incluso que no haya sido cancelada de inmediato por falta de público. Pues lo tiene, y parece que está llamando cada vez más la atención, y también gustando: con frecuencia me encuentro recomendaciones de espectadores entusiastas y hasta de críticos que respeto. Hablo de «Merlí», la producción catalana que va en su tercera temporada, y que tiene por protagonista a un profesor de filosofía que batalla por abrirle espacios a esta materia entre los alumnos y los colegas profesores de una escuela pública —equivalente a la prepa— vamos.

    No es que batalle mucho, este profesor, pues la ficción aceita bien las cosas como para que sus alumnos, para empezar, le hagan caso. Los problemillas que enfrenta son atribuibles a su carácter rezongón y socarrón, dado como es a decir lo que piensa y a no tomarse en serio las formas. A su alrededor, los estudiantes —entre los que se cuenta su hijo— van padeciendo las vicisitudes propias de la edad (se supone), entre las que tienen primacía las amorosas, por lo que la trama en general no es muy distinta de las de novelas de adolescentes, y por eso la serie puede hacer desesperar a quien (es mi caso) no aguante mucho el melodrama tontolón. No obstante, si se hace eso a un lado, hay que reconocer que tiene su encanto el abordaje del estudio de la filosofía y cómo los guionistas consiguen entreverar en lo que pasa las consideraciones acerca de autores y escuelas. Creo que en este sentido, bien puede funcionar como divulgación, y ya eso es bastante. Yo no recuerdo bien cómo pudo ser la embarrada de filosofía que debió darme el bachillerato. Tuve dos profesores: uno era un orate que aseguraba que lo perseguían terroristas japoneses con bazucas. El otro, entrañable, era muy bueno para provocar la discusión, pero al frente de más de setenta bestias tenía muy difícil ir más allá de sacudirnos la modorra, y no conservo ningún rastro de los contenidos que tuvimos que ver. En «Merlí», uno se ilusiona con que la filosofía pueda ir dejando huella en los jóvenes que van probándola. Pero, bueno, ya se sabe que lo bonito de las ilusiones es que nos hacen olvidarnos de la aceda realidad.

     

    @JI_Carranza

     

    Publicado el 1 de marzo de 2018. Sección Cultura, Periódico Mural


  • Vuelta al Corona

    Vuelta al Corona

    Los lugares cambian, su vida también. Lo demás es nostalgia, más bien inservible.

     

    Dos mercados nos quedaban cerca (vivíamos en las Nueve Esquinas). Si mi mamá prefería el Corona antes que el de Mexicaltzingo, habrá sido por el recorrido: Galeana-Santa Mónica siempre ha sido una calle muy sabrosa para lerendear —verbo tapatío: ir bobeando por una zona o plaza comercial, sin necesariamente comprar nada—. La visita empezaba por una pollería de la planta baja, luego la rampa hasta las carnicerías, las pescaderías y las verduras, y acababa con un jugo de zanahoria al lado de la fuente (siempre apagada) que había dentro del perímetro delimitado por la balaustrada que se esfumó con el incendio de hace cuatro años —donde también estaba el Amo Torres, todavía con su espada—. Lo que en la infancia fue rutina y hasta tedio, pasado el tiempo termina por darle forma a lo más extraordinario que recordamos.

    Poco después de que se inaugurara el nuevo Mercado Corona, mi primera impresión era que aquello extraordinario que yo recordaba (la mera vida ordinaria) difícilmente podría ocurrir de nuevo ahí. El edificio me pareció monstruoso y hostil: por la pequeñez de sus espacios, por el vacío que aún lo poblaba, pero sobre todo porque en su implantación (y su imposición) se materializaba la desaparición del viejo mercado, que, aunque feo y cochino y explosivo, tenía el carácter que sólo puede dar el uso de las generaciones. (Así pasa, pienso, con los sitios en que se cifra realmente la vida de la Ciudad: por ruinosos que puedan ser, si la gente los usa y los quiere, eso es suficiente para volverlos imprescindibles e incluso entrañables).

    El otro día volví. Y, para mi asombro, vi que volvió también la vida a ese lugar. Es, ciertamente, una vida distinta, pero bulle dentro y alrededor del mercado, y se ha apropiado de él. Hay problemas, claro: el estacionamiento es siniestro, los pasillos están más apretujados, la limpieza no existe y hay basura por todos lados. Pero resulta que el jardín que ha ido creciéndole enfrente, por Hidalgo, es muy grato, y que la gente lo disfruta y todo mundo puede lerendear de lo lindo. Al Amo Torres no le han devuelto su espada, ni al mercado su balaustrada. Tal vez algún día regresen. Pero, también, tal vez no sea indispensable.

     

    @JI_Carranza

     

    Publicado el 22 de febrero de 2018. Sección Cultura, Periódico Mural


  • Vamos al Centro

    Vamos al Centro

    ¿Devolverle la vida al centro de Guadalajara? Si vida es lo que le sobra.

     

    Sábado al mediodía. Va uno bajando por Pedro Moreno, tranquilamente (sí, con cierta lentitud porque hay algo de tráfico, pero nada del otro mundo), y, de repente, en la esquina con Federalismo, se topa con una multitud que todavía una cuadra antes habría parecido insospechable. Sale, la gente, desde el Parque de la Revolución en todas direcciones, como si ahí operara la fábrica de los miles de humanos que van a atestar el Centro (bueno, la estación del Tren Ligero de algún modo es eso: si no la fábrica, sí una fuente nutrida por los manantiales que desembocan en ella desde el sur, el norte y el oriente). Y, al seguir bajando —la meta es llegar a las zapaterías de Galeana—, la multitud irá espesándose, rellenando avenidas y calles, especialmente las peatonales. Como si toda la gente de Guadalajara hubiera querido ir ese día al Centro.

    Pasa, claro, en todas las grandes ciudades. Y malo el día en que no sea así: cuando el pánico a la influenza, en 2009, el centro tapatío llegó a verse desierto, y era siniestro. Si el gentío no está en lo suyo, pululando por el corazón de la ciudad, quiere decir que algo apocalíptico ha pasado. Así que ciertamente había razones para la alegría al ir abriéndonos paso entre tanta la masa calmuda o estorbosa -después de todo no teníamos prisa, y eso es un lujo que se olvida apreciar—, incluso cuando nos dio por ver un rato a los payasitos manchados de la Plaza de las Sombrillas —ser tapatío es aferrarse a los nombres viejos: yo sigo diciendo Tepic en lugar de Francisco Javier Gamboa, y Tolsa (sin acento) en lugar de Enrique Díaz de León; no llego al extremo de llamarle Lafayette a Chapultepec, tan viejo no estoy, pero seguiré refiriéndome a la Glorieta del Charro aun cuando ya no haya ni glorieta ni charro, etcétera.

    Finalmente, una pausa en la Plaza de los Laureles (ahí está otro caso: no Plaza Guadalajara). Y, entonces, la felicidad: unas donitas apestosas de los portales (misterio insondable: si es tal la hediondez del aceite en que las fríen, ¿por qué saben tan ricas?). Viendo pasar a la gente. Y cómo se saca fotos delante de Catedral. O se sienta junto a la fuente en cuyo centro está la perlota tapatía. Bien a gusto.

     

    @JI_Carranza

     

    Publicado el 15 de febrero de 2018. Sección Cultura, Periódico Mural


  • Apartado postal

    Apartado postal

    Escribí #unanovelatituladaTromsø y en ella pasa algo como esto: