La primera vez que escribo «2025» es al titular el archivo en el que está cobrando forma este artículo. No había abierto la computadora desde que escribí el de la semana pasada, robándole una hora a una noche de la vacación en el balcón del cuarto de hotel, junto a la playa, bajo un cielo estrellado de modo inverosímil y adoptando una postura anómala que hizo que se me torciera el cuello, pues la mesita de dicho balcón estaba demasiado chaparra. Que hayamos ido y vuelto parece ahora mismo una fantasía o un sueño: el tiempo de las vacaciones se abrevia o se dilata de formas que nada tienen que ver con el tiempo de la rutina y el trajín, cuando la escuela y el trabajo nos facilitan manejarnos con la sucesión de los días hábiles; en el asueto, en cambio, las mañanas y las tardes y las noches se comprimen en el recuerdo hasta implotar suavemente y dejar sólo el polvillo de su improbable ocurrencia. Hace una semana estaba todavía flotando en la alberca frente al mar, y parece que fue ayer mismo o que fue hace meses o años. La inminencia del final de las vacaciones acentúa esas percepciones distorsionadas y hasta trastornadoras del transcurrir del tiempo: razón de sobra para que las vacaciones no terminen nunca, diría yo.

      Hoy, que vuelvo a echar mano de la compu, descubro que hay más de cuatrocientos correos esperándome: no me había asomado al buzón en casi tres semanas, desde que activé las respuestas automáticas que avisaban a quien me buscara por esa vía que estaría desconectado y sólo volvería a revisar mi correspondencia hasta mediados de la semana que entra. Muchos de esos cuatrocientos correos son, para mi alivio, basura: publicidad, información no pedida, o sí pedida alguna vez pero nunca cancelada —boletines que buscan ponerme al tanto de cosas que no me interesan en absoluto y seguramente nunca me interesaron—, engañifas y descaradas estafas, etcétera. También correos que me preguntan qué tan satisfecho quedé después de comprar algo, por ejemplo el de la tienda sueca. Fuimos, apenas se acabaron las clases, con la sana intención de cumplir como buenos tapatíos y atestiguar esa experiencia que, por lo visto, tan esperada fue por tanta gente y que sigue entusiasmando grandemente, como bien lo comprobamos al ver que el estacionamiento estaba atascado. Esa curiosidad se vio complicada por el hecho de que un día antes había caído el aguinaldo, y así fue que salimos con un ropero y una cómoda y un perchero y una docena de tiliches más, cuando a lo sumo contemplábamos consentirnos una pichancha como souvenir. Pero no estuvo mal, debo decir —y es lo que responderé a la encuesta—, sobre todo a la hora de armar los muebles, tarea que fue sumamente satisfactoria, por lo sencilla y hasta por lo divertida (no quiero que suene a comercial): quedamos admiradísimos de la exactitud sueca para hacer que todo ensamble puntualmente y no sobre ningún chilillo ni falte ninguna rondana. A la cómoda todavía no sabemos qué meterle y el ropero que fue reemplazado por el nuevo está estorbando hasta que vengan los del Padre Cuéllar por él.

      Mientras eso pasaba, y también mientras estuvimos en la playa, y fuimos a un par de comidas con los amigos antes y después, y vimos tele hasta que se nos secaron los ojos, y leímos, y paseamos un poco, y dormimos las horas suficientes para compensar la acumulación de desmañanadas sufridas en lo que va del año lectivo, mi buzón fue repletándose con esos cuatrocientos y tantos correos que ahora mismo siguen ahí, intocados. No silencié chats en WhatsApp, porque se me olvidó hacerlo, primero, pero luego porque vi que no era necesario: parece que, afortunadamente, hemos ido aprendiendo a refrenarnos ante la tentación de importunar que brinda ese medio, y fue así que hasta gusto me dio recibir unos cuantos mensajes y enviar a mí vez otros tantos mientras iba siendo hora de cenar en Navidad y cuando contemplábamos los cohetes de Nochevieja (se lucieron, esta vez, los que aventaron en el centro de Guadalajara fueron abundantes y vistosos, parecía que estábamos en Dubái). Más o menos, pues, prevaleció el derecho a la desconexión que ampara a quienes tenemos el privilegio de descansar unos días, y salvo por algunas fastidiosas llamadas de los bancos (o de timadores que se hacían pasar por los bancos), no tuve que tomar el celular más que lo mínimo: para ver el clima (a las nueve de la mañana, al despertarme, qué desvergüenza y qué felicidad incomparable) y para sacarles fotos a las jirafas en el Zoológico, adonde fuimos el 1 de enero, básicamente para comprobar que la Barranca sigue en su lugar y, por lo tanto, todo va a estar bien. A propósito de la tiranía del celular: eliminé por fin las apps de las redes sociales, podrido ya de caer una y otra vez en sus arenas movedizas; no he cerrado mis cuentas pues necesito conservar el acceso por razones de trabajo, pero sí tomé la decisión de que, si no podría salirme de ahí, al menos está a mi alcance no volver a entrar. Y qué paz insospechable ha sido.

      Comimos tacos de barbacoa estilo Tesistán, en Cordilleras, y tortas ahogadas de Los Sánchez, en Eulogio Parra y Alfredo R. Placencia; fuimos a Pipiolo, el día 1, y no estaría mal ir mañana a los mejores lonches de pierna del universo, en San Andrés. Para agarrar valor antes de empezar a responder correos.

J. I. Carranza

Mural, 5 de enero de 2025.