Es divertido, pero no debería ser divertido, aunque tal vez sea divertido precisamente por eso. Falibles como somos, y aun así empecinados en mantener mínimos de verticalidad moral para no reptar e involucionar como especie, cuando sabemos del yerro o la quebrazón de alguien, o que alguien más se venció e incurrió en infidencia o chuecura, o se alocó y dejó atrás toda prudencia, o fue tentado y cayó, o cayó incluso sin que hiciera falta la tentación, nomás por puro gusto; cuando sabemos, en fin, de alguien que fue cachado (bonito uso del verbo, acaso sólo posible en el español de México: descubrir a alguien cuando hace algo prohibido o indebido), difícilmente podemos reprimir un cierto gozo, malévolo  y morbosón, debido a lo que hay de chismoso en nuestra naturaleza, pero también al egoísta alivio de no ser nosotros los exhibidos. 

      Desde luego, la licitud del regocijo al ver a alguien sorprendido en falta está inversamente relacionada con la gravedad de esa falta. No pueden alegrarnos la hora de la comida una atrocidad o un crimen —y, si tal cosa nos consentimos, algo tenemos de atroces o de criminales—; tampoco está bien (y de esto se trata todo: de lo que está bien y lo que está mal) buscarle la gracia a la desgracia de nadie, solazarse en la bajeza ajena —las bajezas por lo general son ajenas, pero podríamos preguntarnos de cuáles somos capaces—, regodearse en lo que es motivo de lágrimas para alguien más… Y justo por esto es que no debería ser divertido lo que pasó con la pareja de adúlteros cachada in fraganti en un concierto de Coldplay: porque detrás de la balconeada hay personas con sus historias, y traición y confianza defraudada y miseria y consecuencias. Pero también es divertido, acaso porque en las carcajadas planetarias que desató el hecho se refrenda nuestra querencia de ser mejores y se patentiza nuestro desquite por no siempre conseguirlo. Si los cuernos son odiosos, y motivo de tantísima desdicha para la humanidad a lo largo de los siglos, cuando una infidelidad sale mal y los engañadores son descubiertos, es imposible no parar la oreja, subirle al volumen, leer la historia de principio a fin, querer enterarse de todos los pormenores y permitirse sin remordimientos algún chiste al respecto (o los memes, que con los infieles de Coldplay manaron en abundancia). Lo mismo vale cuando son desvelados un fraude o una trácala, cuando es sorprendido un malhechor que se creía muy astuto o se sentía muy sacalepuntita, o siempre que a un farsante o a un vividor se le cae el teatrito… como cuando a un exsecretario de Gobernación y exgobernador de Tabasco y excandidato presidencial, que ha podido surfear impunemente y cínicamente las crestas más altas del encrespado mar de la política nacional, se le recuerdan las pésimas compañías en que andaba y entonces va y se esconde porque de seguro está fruncidísimo y a la vez suelto de la panza, viendo si podrá mantenerse a flote —ojalá que no, que se hunda—, y todo eso es muy entretenido, cómo no.

      Volvamos a los amantes de Coldplay. Su caso además reafirma cómo, en este mundo hipervigilado y cableado de tal forma que cualquier información puede esparcirse a velocidades y con alcances antes impensables, la privacidad es un bien cada vez más escaso, y no tenerlo en cuenta es ingenuidad pasmosa o irremediable anacronismo. Hace algunos años, en el Palacio de Bellas Artes me tocó ver una exposición sobre la vida cotidiana de la Ciudad de México, y la pieza que más me impresionó fue un mosaico compuesto por centenares de fotografías, todas en blanco y negro, tal vez de cuatro por seis pulgadas todas, en las que se veían personas caminando por la calle, invariablemente tomadas en un ligero contrapicado, como si el fotógrafo siempre estuviera con una rodilla en tierra o agazapado. Todas las personas iban por una acera de una calle concurrida; la mayoría no parecían percatarse de la presencia de la cámara, y en quienes veían al objetivo se advertía sorpresa o disgusto. Tras preguntarme en vano por la explicación de esas fotos, tiempo después recordé cómo aquí, en Guadalajara, en los años setenta y tal vez incluso en los ochenta, por 16 de Septiembre, afuera de Camarauz, entre López Cotilla y Madero, o en Juárez y Colón, al salir de los pasajes subterráneos de las relojerías y las escamochas, a la vuelta de Laboratorios Julio, frecuentemente había fotógrafos que así, agachados y sin pedir permiso, retrataban a la gente mientras iba pasando, y luego entregaban una tarjetita con un domicilio para recoger el retrato (comprándolo, por supuesto). La idea, en apariencia inocente, era facilitar la materialización de un recuerdo: una foto casual, en el centro de Guadalajara cuando aún no era el muladar que hoy es, a lo mejor paseando con alguien o sencillamente disfrutando un buen rato. Pero también cabía la posibilidad de que alguien quisiera rescatar esa evidencia de un momento en que no estaba donde debía, o iba con alguien que no convenía que se supiera… Y entonces la cosa tenía algo de extorsión —aquella exposición en Bellas Artes sería de fotos nunca reclamadas, supongo.

      La privacidad, entonces, tiene tiempo siendo empresa difícil. Por lo demás, ¿quién va a un concierto de Coldplay? Merecido se lo tuvieron, los infieles agarrados en la movida, por ir a oír a esa banda tan guanga.

J. I. Carranza

Mural, 20 de julio de 2025.

La foto fue publicada en el número 15 de la revista Luna Córnea (marzo-agosto de 1998) como una de las que acompañan el artículo «Los paseantes, la instantánea, el crimen», de Sergio González Rodríguez, acerca de la extinta fotografía de acera en la Ciudad de México.