¿Qué hacemos con Chespirito? Como pasa con algunas figuras muy prominentes de la llamada cultura popular (concepto ya anticuado y siempre resbaladizo), la popularidad indudable de que goza parece cancelar toda posibilidad de apreciar serenamente lo que fue, hizo y causó este artista. (Ahí está: porque al pronunciarse acerca de él parece que algo está comprometiéndose o arriesgándose, me tomó varios minutos decidirme a usar la palabra «artista», como si tuviera que justificar con sumo cuidado que Roberto Gómez Bolaños pueda ser tenido por tal). El paso del tiempo, en algunos casos, aplaca las pasiones y puede verse con distintos ojos lo que antes fue motivo de polarizaciones o disputas: a nueve años de su muerte, ya podemos estar de acuerdo en que Juan Gabriel fue un genio irrepetible, pero mientras vivía la disyuntiva era infranqueable: o lo adorabas o te repelía (o lo adorabas en secreto, tu gusto podía ser juzgado muy feamente). Pero con el creador del Chapulín Colorado la cosa siempre ha sido complicada. Al menos para los mexicanos.

      No es en absoluto un mito la veneración que naciones enteras sienten por Chespirito y sus creaciones. Hace muchos años, un taxista en Río de Janeiro me regaló el viaje y me dio un abrazo porque yo era paisano de Chaves, como se llama allá el Chavo del Ocho —y no le cabía en la cabeza, al taxista, que acá le dijéramos Don Ramón a Seu Madruga—. Son legendarias las giras de estadios llenos y desfiles tumultuarios que hicieron los personajes de la vecindad (y cuando digo «la vecindad» todos sabemos de qué estoy hablando), y no hacía falta la serie que recientemente se estrenó —y que no pienso ver— para que aquella fama tuviera un revival, pues está lejos de apagarse la estela que empezó a surcar el firmamento televisivo hace más de medio siglo. Es cierto que, al paso de las generaciones, y puesto que el mundo ha cambiado y ya no tenemos al alcance solamente cuatro o seis canales de televisión, la absorción en la vida diaria del influjo de Chespirito no podrá ser igual que en otra época. Sin embargo, también es cierto que el El Chavo del Ocho está transmitiéndose de nuevo todos los días, a la hora de la comida, en televisión abierta y a todo el territorio nacional. ¿Asegura eso que millones de educandos en los niveles más básicos incorporarán naturalmente a su vocabulario términos como «chiripiorca», «chispotear» o «chusma»?

      ¿Y qué hacemos? ¿Dejamos que nos guste, o no? En la decisión pesan, creo, componentes estéticos, éticos, cívicos, políticos, y se juega en alguna medida el concepto que uno tiene de sí mismo. Desde luego: hay, y siempre ha habido, millones de personas a las que jamás les han importado estos dilemas y sencillamente han gozado y reído. Pero si uno se pone en plan de razonar el asunto, debe tener en cuenta la importancia de la obra de Chespirito en numerosos aspectos de nuestra apreciación de la realidad: lo que pensamos de la pobreza (la inopia irremediable pero enternecedora del Chavo), de la desigualdad (la cretinez de Quico), de la niñez (el menosprecio y la incomprensión de los adultos de la vecindad), de la justicia (la impunidad del moroso Don Ramón, la ineptitud del Chapulín Colorado), del amor (reducido a las efusiones ridículas con que Doña Florinda y el Profesor Jirafales sofocan sus ansias eróticas), de los roles de género y de edad (la mujer sola es una bruja, el Doctor Chapatín es un miserable y un estúpido), la educación como tiempo desperdiciado (en la escuelita sólo la Chilindrina es lista, todos los demás están a fuerzas y haciendo tonterías), etcétera. Y, también, hay que considerar todo aquello de lo que jamás se ocupó, en el México del más recio PRI, ese humorismo «blanco» hecho para blindar el entendimiento de los televidentes contra la más mínima curiosidad crítica, a diferencia de lo que, en los 70, sí hacían comediantes como Chucho Salinas o Héctor Lechuga, e incluso Los Polivoces, por hablar sólo de los que salían en la tele y podían proponerse ironías y sarcasmos y transgresiones heroicas. Adocenante, pedestre y prescindible, esa obra de gags mecánicos e invariables y juegos elementales de palabras funcionó, sin embargo. Y grandemente. 

      Consistente y eficaz, sumamente original en sus inicios, el ingenio de Chespirito pronto se volvió predecible. Y en muchas partes chafeó de modo horrible: tramas y personajes insípidos, chistes sin chiste, caprichos (El Chanfle, esa patética épica americanista). Nos dimos cuenta de que había sido dejado de dar risa cuando, «como una forma de respeto al público», se quitaron las risas grabadas. Gran cosa era chantaje sentimental, bobería hipertrofiada, cursilería y moralina —no es misterio que Gómez Bolaños acabara llamando al voto por el que sería el presidente más hipócrita que ha habido, que es Felipe Calderón—. Muerto Don Ramón y enemistado con Quico, Chespirito perdió lo mejor que tenía, que era cierta irreverencia y una pizca de malicia, y si hoy en día pueden dar risa los episodios viejitos de El Chavo del Ocho es por lo que preservan de un tiempo aún no pasteurizado por tanta precaución y tanta corrección política. 

      A pesar de todo lo anterior, Roberto Gómez Bolaños es el escritor más exitoso que ha dado México, y el más influyente en la conformación de nuestra idiosincrasia. ¿Qué hacemos con eso?

J. I. Carranza

Mural, 13 de julio de 2025.