Cuando se creó, hace más de veinte años, la Vía RecreActiva enfrentó la previsible resistencia de muchos que se indignaron al suponer que los coches quedarían privados de las calles por donde siempre habían rodado. Tomó algún tiempo para que los tapatíos comprendiéramos que la calle sin coches no es lo mismo que los coches sin calles, pues esto último jamás sucedió: a lo largo de todo este tiempo, nomás ha sido cosa de dar algún rodeo y de ingeniárselas para hallar más calles, que es lo que sobra en esta ciudad —casi tanto como los coches y menos que las ganas de que nada cambie nunca demasiado: Guadalajara, conservadora en tantos sentidos, también lo es en lo que respecta a sus modos de moverse, generalmente para mal.

      Tal vez porque las virtudes de aquella innovación fueron pronto patentes, los tapatíos fuimos acomodándonos sin demasiados conflictos a la reorganización vial de nuestras mañanas de domingo. La Vía, así, creció y creció, y su funcionamiento se acopló asombrosamente bien a nuestro entendimiento de la ciudad durante esas seis horas a la semana, al grado de que hoy parecería impensable restarle kilómetros al trazo de esa feliz anomalía. Porque en eso radica, yo sospecho, una de las razones principales de la amplia aceptación de que goza la Vía: en el hecho de que podemos encontrar en ella una agradecible suspensión del fastidio cotidiano que es la saturación de vehículos, y además porque nos obsequia cada semana la oportunidad de ir a velocidades más humanas, a pie o en bici o en patines, que aquellas de vértigo o de tortuga tarada que se viven en medio del tráfico neurótico y los embotellamientos imbéciles. Podemos, además, confiarnos a la ocurrencia reiterada de esa ilusión: el trafical del viernes por la noche o el del sábado por la mañana son menos insoportables si nos figuramos que, en esa misma avenida por la que vamos, el domingo estarán esperándonos la expansión del silencio y la luz para que hagamos lo que nos dé la gana: caminar, trotar, pedalear, echarse sobre un pastito, con suerte hallarse a un tejuinero, bailar, jugar a algo, sacar al perro, etcétera. Y, sobre todo, ver cómo la gente también va haciendo lo que se le antoja y que en la mayoría de los casos eso que hace la gente está bien.

      Hay excepciones, claro: los patines eléctricos u otros vehículos más parecidos a motos en los que circulan individuos o muy haraganes o muy abusivos, perturbando los ritmos naturales de peatones y bicis y patines o patinetas; también los ciclistas que creen que están disputando una etapa del Tour de France y surcan la calle con temeridad estúpida, o aquellos que muchas veces en enjambres van haciendo acrobacias o meras payasadas vertiginosas, como si les urgiera darse en la madre —y a menudo lo consiguen, incluso llevándose de corbata o chocando con alguien que va en santa paz—. Pero creo que son los únicos casos de mal uso de la Vía, y, por lo que se ha dicho ahora, cuando se anunció la nueva imagen de ésta y la organización de más actividades lúdicas, deportivas y culturales, parece que ya los van a ir metiendo en cintura: ojalá. Y es que uno de los aspectos más sorprendentes de ese espacio y ese tiempo es que la gran mayoría de sus usuarios parecemos conducirnos por una suerte de pacto civil en el que priva la convicción colectiva de colaborar para que todo vuelva a salir bien cada vez, al margen de toda regla o toda autoridad: como si fuéramos permanente y tácitamente al tanto de la excepcionalidad que presenciamos y vivimos, libres de prisas y aligerados de rabias, y sencillamente paseamos, lo cual en el fondo es rarísimo cuando se hace de modo unánime y en multitud.

      Ya alguna vez he señalado aquí cómo la Vía RecreActiva posibilita una de las más indudables formas de vivencia democrática de la ciudad: al poner a su alcance traslaciones de otra manera difícilmente realizables, Guadalajara vuelve así a ser por entero de todos sus habitantes, libres de ir si quieren (y si les alcanzan las fuerzas) desde Tetlán hasta el Parque Metropolitano, o desde la Glorieta del Obrero hasta Atemajac, o desde Colomos hasta San Pedro, etcétera. Pero, además, esa restitución de lo público del espacio público propicia un reconocimiento mejor del paisaje que tenemos cuando aquella libertad de movimiento se ve restringida por las limitaciones que impone la vida de todos los días —más allá de las mañanas de domingo, quiero decir—: cuando no somos paseantes sino, otra vez, peatones, pasajeros del transporte público, automovilistas o ciclistas, y vamos y venimos porque tenemos que ir y venir, de acá para allá, en los agobios de lo habitual y debiendo ocuparnos de lo nuestro, como todos los demás. La Vía sirve, en este sentido, para recordarnos cómo es Guadalajara, y para facilitarnos imaginar cómo también podría ser.            

Seguramente será parecido en otras ciudades en las que se ha implementado algo así. Y estoy al tanto de las conveniencias políticas que la cosa implica. Pero a mí me gusta pensar que, en nuestro caso, y al margen de las decisiones de gobierno y de dichas conveniencias, quienes vivimos en esta Zona Metropolitana, con tan sólo salir a las distintas rutas, tenemos al alcance lo que nadie en el mundo: una ciudad inesperadamente vivible, que así sabe reconciliarse consigo misma y en la que es una gran suerte estar.

J. I. Carranza

Mural, 9 de febrero de 2025.