En la escuela de la niña, en la semana va a haber dos días de «clases» en los que supuestamente van a terminar pendientes del trimestre, que ni son tan pendientes porque en realidad ya los proyectos finales los acabaron desde hace días y tuvieron los últimos exámenes y ni siquiera están dejándoles tareas, así que quién sabe qué vayan a inventar. Además, niñas y niños saldrán temprano el martes porque es la posada de los profes (sospecho que si no recogemos a las creaturas a tiempo las van a dejar en el camellón), y el miércoles será su propia posada, en horario escolar, con lo que ese día propiamente empezará la vacación. Me parece muy bien: en Guadalajara, desde hace tiempo, más que tener presente el famoso puente Guadalupe-Reyes, a lo que muchos tapatíos estamos acostumbrados es al periodo que empieza a correr desde que se acaba la FIL, y ya buena parte de lo que pase en los días posteriores puede postergarse con toda legitimidad hasta bien entradito enero.

      Año con año se adelanta nuestra urgencia de llegar al cierre de todo, y esta vez traíamos tanta prisa que ya el sábado 7, en la familia, llevábamos tres posadas (y una boda, que más o menos contó como posada también). «¡Pero las posadas empiezan hasta el 16!», me alarmaba yo inútilmente, observante de tradiciones inoperantes y, por tanto, inservibles. Al mismo tiempo, estábamos ya tanteando qué regalos habrá que tener en cuenta esta vez (no muchos), dónde comprarlos (donde sea), qué otros gastos habrá que contemplar, tanto los previsibles como los inesperados —el otro día vi un meme dramático: hay un monito muy contento que está recibiendo su sobre del aguinaldo, y por detrás se le acerca una sombra siniestra con un rótulo aterrador: «Ruidito del carro»—, cuánto nos quedaría para una rápida escapada a la playa (lo suficiente para que sea, más que rápida, vertiginosa), y también qué compromisos sociales habrá que atender (no muchos), qué días convendrá dedicar a desentilichar el cuarto de los tiliches (popularmente conocido como «el gimnasio», nombre que se le quedó porque en la prehistoria guardaba yo ahí unas pesas), qué arreglos hay que hacerle a la casa (pura vanidad, los arreglos verdaderamente urgentes le tocan a las tacañas dueñas y jamás van a hacerlos), y, por último, si nos alcanzaría algún tiempo para descansar, relajarnos, no hacer nada y, en fin, realmente vacacionar.

      ¿A dónde se va el tiempo que hemos apurado con tanto frenesí? En la imaginación de lo que podremos hacer en los días ociosos por venir, caí en la cuenta de que hace un año que no vamos a comer donitas apestosas de los portales. Ya se sabe: las donas de masa sumergida en aceite que venden en las Nieves Fiestas, un local frente a Catedral y el otro frente a la Plaza de Armas, que saturan la atmósfera de la zona con una peste mareadora y ciertamente repelente, y que, sin embargo, si uno se sobrepone a la repugnancia olfativa, son uno de los manjares más exquisitos, sofisticados, inimitables y memorables de la gastronomía tapatía. Y fuimos, esa última vez, justamente aprovechando uno de los días ociosos de esa temporada navideña, pues el trajín y las rutinas de todos los días sencillamente no nos han acercado por aquellos rumbos, cosa que me parece imperdonable para el buen tapatío que siempre me propongo ser. También, y esto me resultó todavía más injustificable, más de un año llevábamos sin ir a Plaza del Sol; lo descubrimos el día que, camino de la FIL, tuve la luminosa idea de ir primero a comer tacos al pastor de los que venden ahí, por el lado donde están las carnitas y los pollos ¿y los lonches La Playita, todavía existen? El caso es que fuimos (hay muchas moscas, los meseros son muy calmudos, ¡pero qué buenos tacos!, de esos de tortilla gorda, cerrados con un palillo de dientes, con salsa extrapicosa y empujables con un vasito de horchata rosa, baratísimos), y a mí se me hacía inexplicable que, aun cuando todos los días pasamos al lado de Plaza del Sol, ni una sola vez hubiéramos parado ahí desde que vimos, el año pasado, cómo estaban poniendo ya el arbolito gigantesco enfrente de Maxi (es decir, de Gigante; es decir, de Soriana). ¿Por ir corriendo siempre, porque inadvertidamente nos obstinamos en el cumplimiento de aquel trajín y aquellas rutinas hasta que sólo eso termina constituyendo la existencia? Creo que hay que volver por más tacos para despejar el enigma. (Acabo de enterarme, por cierto, de que abrieron una sucursal de donitas apestosas en Plaza del Sol).

      Una vez, ya no recuerdo por qué, les dije a mis alumnos: «Vamos a quedarnos sin hacer nada por cinco minutos». Nadie lo logró, y seguramente tampoco nadie desprendió ningún aprendizaje del ejercicio, como no fuera la sospecha de que el profe no estaba muy bien de la cabeza. Pero yo sigo creyendo que es posible. La última vez que lo conseguí fue una soleada mañana de mayo de 2012, cuando me escapé de un encuentro de escritores en San Luis Potosí para ir a sentarme a no hacer nada durante cuarenta y tres minutos en una banca del Jardín de San Francisco de esa ciudad. Nada: a lo sumo respirar y estar ahí. No veo el momento de silenciar los chats, poner el letrerito de «Cerrado por vacaciones» en las respuestas automáticas del correo, echar llave, apagar la luz y buscar una banquita en un jardín bonito y con fuente para intentarlo otra vez.

J. I. Carranza

Mural, 15 de diciembre de 2024.