«Tan natural, tan fresca, sin maquillaje alguno», escribió Salvador Novo el 24 de noviembre de 1956 en la crónica donde dio cuenta de la recepción organizada por Silvia Pinal en su casa para mostrar el retrato que le hizo Diego Rivera. «Cuando llegué», apuntó Novo antes, «Diego y el Indio Fernández contemplaban el retrato, y se disponían a colocarlo donde se viera mejor». Ya que Diego hubo decidido el lugar, en la planta alta, «Silvia bajó a invitarnos a subir al salón. Es monísima y muy simpática». Según contó la propia actriz en su autobiografía Esta soy yo, mientras posaba para el pintor estaba preocupada del dineral que iba a costarle el cuadro, pero para su sorpresa terminó siendo un regalo por el día de su santo. «Una triple Silvia», describe Novo, «de frente al público, pero de espaldas a un espejo que refleja su figura, y junto a una pared que proyecta su sombra. En el suelo, un papelito donde se lee más o menos: se acabó este retrato el 3 de noviembre, santo de la bella artista y gran dama Silvia Pinal. Lo pintó con admiración Diego Rivera».

      Silvia tiene veinticinco años en esa pintura. Se parece y no a la muchacha de diecinueve que no le niega un beso a Tin Tan cuando éste, perfectamente borracho, le confiesa quién es en realidad en El rey del barrio. Las diferencias están principalmente en el corte y el color del cabello: oscuro y largo el de Carmelita —tras el picorete ella se aparta y le da hipo, como si se le hubiera contagiado la borrachera; luego corre a su casa y cierra la puerta con una sonrisa y un suspiro, y Tin Tan empieza a cantar «Tus besos se llegaron a recrear aquí en mi boca…», que ella oye hasta el final, ya enamorada de su enamorado—, corto y rubio en el cuadro donde se la ve en un vestido largo, negro y escotado, una mano en la cadera y la mirada serena lanzada hacia el jardín que refleja el espejo, puesta quizás (y aquí está la semejanza que triunfa sobre esos seis años) sobre una ilusión o un ensueño. Corto y rubio lleva también el cabello en Un extraño en la escalera, la película de 1955 donde interpreta a una taquígrafa que trae vueltos locos a dos hombres (Arturo de Córdova y José María Linares Rivas) y que se ve implicada en una trama criminal felizmente impedida por la intervención del personaje de Andrés Soler como un ángel encarnado. Silvia, pues, se ve en la pintura más como Laura, esa taquígrafa, pero también es la misma que encontraremos tres lustros más tarde, cuando en 1970 interprete a Kim Jones en El despertar del lobo, la exuberante mujer que subyuga a don Atenas Rubirosa (Enrique Rambal), un viejo beato y escandalizado con la conducta licenciosa de su vecina y que, según él, quiere llevarla al buen camino, cuando en realidad está babeando por ella…

      Y es también Mané, la niña fresa y caprichuda de El inocente a la que casan a la fuerza sus papás con el mecánico pobretón Cutberto Gaudázar (Pedro Infante) luego de que pasan una noche juntos —una noche en la que no pasó nada—, en 1956. Y es, la mujer del cuadro, la novicia Viridiana, y es Leticia, que venda los ojos de una oveja en El ángel exterminador, y es el demonio que tienta a Simón en el desierto, en 1961, 1962 y 1964… Pero, dejada atrás la década de los setenta, ya fue otra: aquella naturalidad y aquella frescura que notó Novo se trocaron en un rebuscamiento artificioso que acaso le impidió volver a lograr actuaciones tan memorables como aquéllas. No es un reproche, ni mucho menos: cada quien hace su vida como quiere y como puede, y lo que Silvia Pinal consiguió en las tres primeras décadas de su trayectoria es suficiente para toda la gloria que se merece. ¿Pero se debió, esa transformación, a una sobreexposición? ¿Trabajó de más? ¿La televisión tuvo la culpa? No importa: el arte siempre triunfa, y por eso no hay peligro de que su recuerdo más perdurable sea el de los papeles ínfimos que hizo en telenovelas o producciones televisivas de los últimos años, ni tampoco el de las otras zonas de su vida pública como dirigente sindical o política priista o artífice de esa deplorable escuela de la extorsión sentimental que fue Mujer, casos de la vida real. Tal vez, de haber sido las cosas distintas, Silvia Pinal habría podido perseverar en la dimensión mítica a la que parecía destinada. Pero todo quedó siempre a la vista, incluidos sus requiebros y sus quebrantos, y acaso fue demasiado humana, cada vez más y hasta sus tristísimas apariciones públicas hacia el final, lastrada por la vejez y la enfermedad y rodeada por la inmisericorde sevicia de la prensa farandulera que ignoró que estaba tratando con una divinidad.

      Pero no importa, insisto: lo que quedará es esa presencia hecha para expresar de modo inigualable el misterio de la belleza, no sólo debido a unas facciones perfectas sino también a algo que, para tomar prestado un término propio de la teología, bien puede definirse como gracia, y que es sin embargo tan difícilmente definible: la condición casi sobrenatural de quien, por el solo hecho de ser como es —de reír así, de tener esa voz, esa mirada, esa levedad— produce un encantamiento irresistible e inagotable. Como en la pintura donde sus ojos se dirigen a algo que está más allá de ella y de nosotros y que sin duda debe de ser lo mismo que la eternidad. «Y no me cansaré de bendecir tanta dulzura», terminaba cantándole Tin Tan.

J. I. Carranza

Mural, 1 de diciembre de 2024.