Dos días, en la semana, alcanzó algún revuelo mediático el asombro experimentado por mucha gente al ver las nubes sobre la Ciudad de México. Gracias a la omnipresencia de celulares con cámara, ese asombro se tradujo de inmediato en una oleada de videos que trasladaron el espectáculo desde el cielo hasta las pantallas de esos y otros miles de celulares. (No es nueva esta deprimente mediación de la tecnología en la ocurrencia de la contemplación, y más bien es ya siempre inevitable: los miles de pantallas que se alzan para capturar un concierto, unos fuegos artificiales, un gol en un estadio, un afamado cuadro en un museo o un paisaje obsequiado por la naturaleza, como si la maravilla no pudiera acontecer del todo sin ser grabada con apremio —y quizás enseguida olvidada—, como si nuestros humanos y cada vez más inservibles sentidos no bastaran. Y algo tiene de inhumano, por tanto, que las reproducciones de aquellas nubes pronto reemplazaran, en la atención de la gente, a las que aún estaban produciéndose en el cielo: en esto ha desembocado la evolución de la especie, en la reducción del mundo al aparato al que va atada nuestra mirada).
Poco después de que lo hicieran aquellas nubes, fueron disipándose también el estupor y las explicaciones que la imaginación colectiva alcanzó a urdir. No, no se trataba de ninguna señal apocalíptica ni de ningún mensaje divino, tampoco era el camuflaje adoptado por una flota de naves extraterrestres en un sobrevuelo de reconocimiento para preparar la invasión —ya se están tardando—. Como sencillamente hicieron ver algunos expertos, se trató de formaciones «lenticulares» debidas a determinadas condiciones atmosféricas, tal vez algo inusuales pero en absoluto insólitas, como en general sucede con toda colaboración del viento con la humedad y la temperatura. Pero aunque no hubiera misterio —o no fuera muy difícil deshacerlo—, el hecho es que aquellas masas y sus colores ocuparon por algunas horas la conversación pública, o parte de ella. Y es adonde quería llegar: a aventurar la afirmación de que eso, más que la ocurrencia misma del fenómeno, fue lo verdaderamente extraordinario.
Salvo que sean evidentes portadoras de tempestades, cuando se avecinan de modo ominoso en el horizonte —«La vecina se atormenta», apuntó en un periquete el fabuloso Raúl Aceves—, o ya en el momento en que rompen con toda su furia sobre nuestra inmensa fragilidad, las nubes tienen inmensamente difícil ser noticia. A veces, es cierto, adquieren una relativa importancia escenográfica en el transcurrir de los hechos, e incluso se puede reparar en los modos en que influyen sobre los estados de ánimo con que protagonizamos esos hechos; por eso mismo, la literatura y el cine de vez en cuando se valen de ellas para crear ambientes o también para usarlas como metáforas o símbolos: se nubla la vista de quien cae en la desesperación, se ciernen negros nubarrones sobre quien se encamina a la calamidad, el embotamiento y la confusión equivalen a internarse en una espesa neblina, los dichosos y los ingenuos andan en las nubes —pero también los distraídos radicales o las almas superiores: Kaspar Hauser, por ejemplo, arrebatado en una visión que parecía agitar los cielos—, y caerse de una nube, bueno, habrá que preguntarle a Damiel, el ángel que recibe la gracia de convertirse en hombre en El cielo sobre Berlín… o a Cornelio Reyna.
Pero, por sí solas, como las del miércoles y el jueves en la otrora Región más Transparente —¿está volviendo a serlo, han vuelto las claridades vespertinas del alto aire del Valle de México, luego de décadas de tolvaneras y esmog?—, es rarísimo que las nubes lleguen a condensarse en los titulares de noticieros y periódicos, que sean objeto de atención masiva (así esa atención se despliegue ante una pantalla, y no sobre el cielo). Y que haya ocurrido, al menos esos dos días, probablemente quiere decir mucho del presente que atravesamos: por ejemplo, que en dicho presente hay posibilidades de que se suspendan, así sea momentáneamente, nuestro hartazgo y nuestra consternación. Si, para mirar las nubes, nos desentendemos por un instante de la atrocidad consuetudinaria, de la estupidez incesante y la inacabable vileza, del miedo y la angustia y el horror y el sobrecogimiento, ¿eso significa que es posible que tales males vayan extinguiéndose o amainando al menos? Dicho sea todo esto, quiero aclararlo, sin optimismos infundados y ridículos. ¿Por qué pudimos ocuparnos por un rato de unas nubes?
Fundada en 2005, la Cloud Appreciation Society promueve la difusión del saber científico en torno a esos acontecimientos celestiales, pero, sobre todo, el ejercicio pleno de su mera contemplación. Muchos de los afiliados son también fotógrafos o pintores, lo que quiere decir que aprovechan esa contemplación para sus fines creativos, y la Sociedad publica libros, celebra certámenes, organiza conferencias y excursiones. Pero hay, sobre todo, individuos convencidos de que lo más importante ocurre en silencio, entre uno y el cielo, porque algo hay ahí arriba, y porque en buena medida estamos en esta tierra justamente para verlo («La vida sería inconmensurablemente más pobre sin las nubes», se lee en su manifiesto). Las nubes de los amaneceres y los atardeceres de Guadalajara suelen ser también fascinantes.
J. I. Carranza
Mural, 14 de enero de 2024.