El edificio está lleno de perros. Según mis cuentas, en 26 departamentos viven entre 12 y 15 —parecen más, seguramente son más—. Hace más de un cuarto de siglo, cuando llegué a vivir aquí, sólo había un matrimonio que poseía siete, y era la misteriosa excepción que había hecho el casero, vigilante estricto de su propiedad y, en especial, de la convivencia pacífica entre sus inquilinos. Creo que aquel matrimonio estaba sólo de paso, pues pronto desapareció, su departamento fue ocupado por alguien más —sin perros—, y así el sosiego fue pleno durante algún tiempo, hasta que malamente aquel casero se murió. Era un viejo caballero de trato muy respetuoso, gente seria, cordial, decente, y lo auxiliaba una secretaria algo mayor en cuyo carácter se mezclaban una ternura algo empalagosa y un rigorismo de capataz insobornable: así te iba con ella si te atrasabas con la renta. O si querías meter un animal.
Se murió, pues, aquel señor, y como suele pasar, los herederos se desentendieron de todo lo que no fuera cobrar. La secretaria eficientísima salió de escena, hizo su entrada un administrador bastante desaprensivo o indolente, el edificio empezó a caerse a pedazos —yo tengo años rogando por unos arreglos en la cocina, y nada: tengo la sospecha de que algún día nos van a correr para tumbar todo y usar el terreno para levantar una de esas torres estúpidas y vacías que infestan la ciudad—, y la fauna doméstica empezó a crecer. Las restricciones que impedían tener mascotas pronto fueron ignoradas o suprimidas, y pronto llegaron los dos primeros chuchos: uno que nació tonto y jamás ha sido capaz de reconocer a sus vecinos, razón por la cual siempre que me descubre en un pasillo se enfurece de súbito y exhibe sus deseos inveterados de matarme, y el otro que se volvió loco por pasar toda su vida en el balcón que da a la calle (un primer piso), ladrándole a la gente, a los coches, a los camiones, a las motos, a las bicis, a los tejuineros, a los pájaros, a la lluvia. (Esos dos pobres animales ya están viejos y sólo así se han calmado: al primero ya últimamente las reumas lo disuaden y nomás me ve pasar con rencor, y el segundo acabó enronqueciendo, primero, y luego quedó prácticamente mudo, aunque sigue en el balcón, rumiando sus alucinaciones).
En algún momento perdí la posibilidad de recordar en qué circunstancias llegaron los demás. Creo que en la mayoría de los casos fue en compañía de los vecinos nuevos. (Qué multitud de vidas pueden cruzarse con la de uno a lo largo de los años en esa proximidad forzosa que impone habitar un edificio. Apariciones, desapariciones, nacimientos, muertes, entradas, salidas. ¿Cuándo fue la última vez que vimos a la señora de las pulseras de oro que, según supimos después, tenía un casino clandestino? ¿O al torvo individuo que pasaba las tardes fumando afuera de su puerta —le decíamos «El Asesino»— y una noche vació su casa y se supo que llevaba dos años sin pagar renta? ¿O cuándo llegaron los músicos del segundo piso, cuándo se largaron los del tercero, cuándo se instaló el cretino incapaz de responder los buenos días, cuándo se mudó la vecina a la que una vez se le incendió la cocina? Y esos que van saliendo ahora mismo y parece que llevan años aquí, ¿quiénes son?). Pero no sé, por ejemplo, si así fue en el caso del diminuto e histérico tirano del matrimonio que vive dos pisos abajo, mimado y adorado por la mujer, que se dirige a él con elaboradas dulzuras y carantoñas sin fin, en tanto que el marido lo aborrece y por lo bajo —lo hemos oído— lo maldice y lo insulta cuando tiene que recogerle las cacas, en el balcón desde donde llena con su estridencia el patio, incesantemente.
De un tiempo acá, dueños de nuevos perros que siguen llegando han dado en dejarlos solos toda la mañana, toda la tarde, toda la noche, o mañana, tarde y noche, y los perros ladran. Ladran y ladran y ladran y ladran. Mañana, tarde y noche, iracundos o desconsolados, aterrorizados o enervados, hambrientos tal vez, desesperados o afligidos o continuamente sobresaltados, protestan y denuncian y se quejan y sufren. Privados de espacio (los departamentos no son muy grandes: por ahí empieza el egoísmo de las personas que deciden tener animales donde no hay condiciones), sin luz, sin aire, seguramente acalorados y hartos, son abandonados y evidentemente lo resienten y se desquitan a su modo, por sus dueños que no sólo son crueles con ellos e insensibles e irresponsables, sino también intolerablemente desconsiderados con los vecinos, que hemos de sufrir mañana, tarde y noche el concierto ensordecedor de ladridos atormentados y atormentadores, mientras a esos dueños, inhumanos y desvergonzados, no les da la gana de regresar a casa para que los pobres perros se calmen y medio vuelva la paz… hasta que otra vez empiece el ruido —a menudo, los perros están llenando de decibeles el balcón que da al patio del edificio aun cuando sus dueños están en casa, quién sabe cómo sordos al estrépito: no entiendo que nada hagan por acallarlo.
Ya sé que puedo parecer el vecino cascarrabias que clama porque callen a sus perros. Eso soy, sí, pero también un mero ciudadano atónito por la absoluta falta de civilidad que permite que esto pase: que haya gente así de cruel con los animales y con los que vivimos alrededor. Y no parece haber remedio.
J. I. Carranza
Mural, 24 de septiembre de 2023.