En la fachada del Hospital Civil de Guadalajara se lee la dedicatoria que, al conectar en la memoria histórica esa obra con su fundador, continúa dándole el sentido profundo que ha tenido para la existencia de esta ciudad: «Fr. Antonio Alcalde a la humanidad doliente». El recuerdo del benefactor queda, en esas letras, fijado por su interés en que esa humanidad hallara ahí socorro, alivio, refugio: el Hospital es para ella.
Pocos de cuantos han tenido en sus manos el poder de hacer algo por la gente de esta tierra se han ocupado de un modo tan admirable por quienes sufren más. Y no es difícil imaginar que, si Alcalde viera los colmos de dolor y de horror que tantas personas han de padecer en este presente enloquecido, pondría cuanto antes manos a la obra por remediar lo que ocurre. Al contrario de incontables autoridades que han dejado prosperar esta descomposición, ya sea por ineptitud, porque así ha convenido a su codicia o por mera perversidad, Alcalde, para empezar, se uniría compasivamente a quienes sufren: a las víctimas de todas las atrocidades por las que cada día amanecemos más ensangrentados que el anterior; a las madres y los padres y los hijos y los hermanos y los cónyuges y los amigos de los más de siete mil desaparecidos de Jalisco por los que el Estado ha de reconocer que no ha sabido hacer nada. A todo ese dolor inimaginable, Alcalde sumaría el suyo, sin dudarlo.
Pero hay una parte de esta sociedad, hipócrita, cruel, egoísta y mezquina, que quizás se merezca que no tengamos un Fray Antonio Alcalde para que nos cuide. Digo esto a raíz de lo que hizo el escultor Alfredo López Casanova con la estatua del fraile en la Rotonda. Dejando de lado que el arte ha de ser subversión, o no ser nada, y que todo autor tiene potestad para que su obra diga lo que le venga en gana (¡échenle un ojito a todos los mensajes que Orozco cifró en sus murales!), qué impresionante cómo esa parte de la sociedad, que pega de gritos por las leyendas inscritas en la estatua de Alcalde, sea por completo incapaz de indignarse así por tres muchachos que, hace un año, fueron devorados por la maldad más absoluta. Qué lejos está, esa biempensantía tapatía, de la humanidad doliente.
J. I. Carranza
Mural, 28 de marzo de 2019