Nos dormimos o nos distrajimos en otras cosas, o tal vez estábamos tan ganosos de vacaciones que inconscientemente quisimos prolongarlas lo más posible, hasta que advertimos la intimidante cercanía de su final y vimos qué nos faltaba: ¡los útiles escolares! A lo largo de toda la primaria pudimos reírnos de mamás y papás despistados o indolentes (como era un colegio privado, no precisamente barato, no se nos ocurría que algunos estuvieran en dificultades para destinar unos pesos al gasto), a menudo desvergonzados, que dejaban al crío llegar al arranque del año escolar sin el arsenal completo, a diferencia de la cría nuestra, que ya desde varias semanas antes estaba bien abastecida y lista para echarse a la espalda la mochila descomunal y atiborrada.

       Pero esta vez se nos fue la onda. Quizá, como se trataba de dar el salto mortal de la primaria a la secundaria, nos arredraba la posibilidad de encontrarnos con dificultades inesperadas u ocurrencias inexplicables, así que fuimos dándole largas. Hasta que ya vimos que las clases empiezan el lunes, y tuvimos que organizar de emergencia la excursión ritual, y nos arrancamos a la papelería de todos los años. La misma de siempre: desde la primera vez, nos habían recomendado ir ahí porque no solamente era seguro que encontraríamos todos los artículos que buscáramos, sino también porque el dueño había tenido la astucia (pero además la nobleza, digo yo) de brindar un descuento de 30 por ciento con la condición de que la lista se surtiera completa en su local. Así que doble ventaja: todo en un solo lugar y un buen ahorro. (Imagino que no será el único comerciante del ramo con estas estrategias, pero luego uno puede andar en la luna o a las carreras, así que doy completo el dato, que más que anuncio debería verse como un servicio social: es la papelería Herrera Cornejo, en Rubén Darío y Manuel Acuña, una de esas discretas instituciones de la ciudad que nos han hecho la vida más vivible a los tapatíos por mucho tiempo, y que como muchos establecimientos del comercio local y tradicional merecen nuestra fidelidad y nuestra gratitud).

       «Desde la primera vez», veo que anoté, y resulta que eso fue hace diez años, tiempo durante el cual lista fue acortándose sensiblemente, yo creo que en parte por la pandemia, pero también porque en algún momento alguien cayó en la cuenta de la insensatez ecológica que representaba forrar con plástico cada libro y cada cuaderno —y pedir además tantos cuadernos, algunos de los cuales regresaban al final del año intactos; el año pasado, de hecho, hubo una escasez mundial, según explicó el dueño de la papelería, a causa de la guerra en Ucrania…—. Fueron multiplicándose, además, las recomendaciones de reusar y reciclar, de forma que ya no tuvo ningún sentido comprar un juego de geometría cada año, por ejemplo (yo recuerdo que en mis tiempos de educando de primaria la exigencia de un juego nuevo cada vez no era negociable, amén de la forradera loca de todo). En todo caso, la lista de este primero de secundaria estuvo muy lejos de incluir caprichos o absurdos, y fue muy sencillo surtirla (y no tan oneroso, bendito Dios).

       Sin embargo, acaso en castigo a nuestras calmas, ya que estuvimos ahí ciertamente tuvimos que vérnoslas en un pequeño tumulto, pues evidentemente no fuimos los únicos en dejarlo para el último momento. Pero no importó, y, de hecho, lo que he venido querido decir desde el principio de este artículo es que esta compra, con todo y lo carrereada que fue y aunque hubo que esperar turno detrás de las mamás atarantadas que no se decidían entre las marcas de lápices o de compases o de pegamentos, y aun cuando otras veces haya habido que hacer algunos malabares financieros para posibilitarla, es uno de mis momentos favoritos del año, y la espero con emoción y la disfruto intensamente cada que llega —sospecho que más que la cría, que luego se aburre o anda pensando en otras cosas, mientras su mamá y yo nos maravillamos con las variedades de los colores y los papeles y los sacapuntas y los borradores—.      

       Tendrá que ver, supongo, con las restituciones que la experiencia hace en la evocación de la infancia: el hecho de que yo no hubiera tenido mucho que ver en la compra de mis útiles cuando era niño, pues de lo que se trataba era básicamente de salir del paso y además, a diferencia de lo que ocurre hoy, los niños de entonces no contábamos gran cosa a la hora de decidir nada. Pero también está el mero gozo sensorial que obsequia la experiencia. Si López Velarde pudo calificar como «santo» el olor de la panadería, ¿cuál adjetivo le convendría a ese intenso aroma que mezcla las fragancias de los lápices con las de los crayones, la del plástico de las mochilas, la de la cartulina y la plastilina y el resistol y la tinta? No creo que haya felicidad tan específica como la que dispara el redescubrimiento de ese olor —y por eso es triste reemplazar la visita a la papelería pequeña o mediana por otras posibilidades, como comprar los útiles en el supermercado o, peor, en línea: de lo que podemos perdernos por querer disfrutar de algunas supuestas comodidades.

Ya estamos listos, pues, para mañana; la mochilota no está tan tremenda esta vez, va a haber que madrugar algo más, parece que no falta nada. Ni ilusión tampoco, ese material escolar necesarísimo.

J. I. Carranza

Mural, 27 de agosto de 2023.