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De feria en feria

El sábado fuimos, primero, a la Feria Municipal del Libro de Guadalajara. Cuando era niño, ese espacio fue decisivo para el lector en que me convertiría, y cada mayo me emocionaba que mis papás me llevaran a los portales de la Presidencia. Muy pocos años, en cuarenta y tantos, he dejado de darme una vuelta, y casi siempre me ha recompensado el hallazgo de alguna maravilla, ya sea un libro largamente buscado o uno inesperado, en todo caso irresistibles. Y, cuando no ha sido así, al menos he disfrutado ver cómo la gente se acerca a hacer sus propios hallazgos. Porque creo que el privilegio de esa feria es, justamente, el lugar en el que se celebra: al paso de la gente, en medio de la vida de todos los días.

Bueno, pues este sábado fue muy triste volver. La pobreza de la oferta, para empezar. Ya ni siquiera se ocupa la cuadra de Independencia. De no ser por las editoriales independientes, prácticamente nada había que valiera la pena: muchos saldos, varios stands de publicaciones oficiales —de ésas que sólo se explican porque ciertas instancias de gobierno necesitan dilapidar sus presupuestos—, piedritas, juguetitos, métodos de lectura rápida… Ni siquiera se pusieron los libreros de viejo, que a menudo llevan lo más valioso. Todo desolado. En cuanto al programa, nada vimos que nos animara a quedarnos.

Y de ahí nos fuimos al Festival del Libro Infantil y Juvenil Inventario, en el parque El Polvorín. ¡Qué diferencia! Oferta formidable de libros, exposición de los ilustradores que ganaron un concurso, cuentacuentos, música, autores, teatro, talleres, comida… Una auténtica feria. Llena de gente. ¿Qué falla allá y qué funciona aquí? No sé. Ambos espacios son iniciativas ciudadanas apoyadas por el gobierno. Ojalá que la Feria Municipal se replantee a fondo, porque no sólo es la más antigua del país, sino la más significativa para muchos lectores; ojalá que Inventario vuelva a hacerse así de bien, todos los años. Y ojalá que en ambas ferias los tapatíos sigamos fabricando recuerdos entrañables, como de seguro ocurrió con mi hijita en la segunda —luego de la aburrida colosal que tuvo en la primera: yo no hallaba cómo explicarle por qué, de niño, me la pasaba tan bien ahí.

 

J. I. Carranza

Mural, 23 de mayo de 2019

50 años de libros

 

Mañana se inaugura la Feria Municipal del Libro de Guadalajara. El programa está bien nutrido, con una buena cantidad de actividades interesantes y presencias relevantes. Está, además, bien organizado y presentado: hay que ir al sitio feriamunicipaldellibrogdl.com.mx para conocerlo. Se homenajeará a Juan José Arreola, cuyo centenario está celebrándose este año, y desde luego que esa elección tiene mucho sentido: a Arreola siempre hay que tenerlo presente y leerlo. Y lo asombroso: será la quincuagésima edición. ¡Cincuenta años!

Desde mucho antes de que nadie se imaginara lo que sería la Feria Internacional del Libro, la Municipal ya se había vuelto indispensable para los lectores tapatíos. Pienso en la Guadalajara de finales de los setenta, principios de los ochenta, que fue la que me vio ir por primera vez, niño, a escoger ahí mis primeros libros y a descubrir el placer que hay en el mero bobear (que eso tienen de incomparable las librerías, que se pueden pasar las horas en ellas yendo de allá para acá, abriendo un libro tras otro, dejando que cada hallazgo preciso acuda a nuestra curiosidad desprevenida, y eso siempre es una maravilla). Aquella ciudad era, desde luego, muy distinta de la que hoy tenemos, y la oferta librera estaba presidida por casas como Font, Carlos Moya, Casarrubias, la Librería de Cristal de Vallarta, antes de que las sucursales de Gonvill se multiplicaran, de que llegara Gandhi y de que Sanborns tuviera su auge (luego decayó gacho). Desde luego, estaban Jardín de Senderos y los libreros de viejo. No existía internet.

De modo que ver que mayo llegaba era una felicidad. ¿Dejó de ser así alguna vez? No sé. Habrá quien reproche a la Feria Municipal del Libro haberse rezagado, tener una oferta no tan atractiva como la que hay por lo general en otros lados. Yo he dejado de ir algunos años, y siempre me siento un poco culpable. Pero el hecho es que esta feria tiene una virtud que, se organice como se organice (y parece que este año saldrá muy bien), la hace tan entrañable: pone los libros al paso de la gente, en la vida de todos los días, en el corazón de una ciudad que, agobiada como vive, difícilmente tendría otra ocasión de detenerse a leer.

 

J. I. Carranza

Mural, 3 de mayo de 2018

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