Como no soy hotelero, no vendo artesanías ni preparo tostadas, no es que me preocupe mucho una posible escasez de turistas en el centro de Guadalajara; sin embargo, al verlos por los rumbos de San Juan de Dios, por ejemplo, sí me intrigan poderosamente sus motivos para haber elegido este destino, las figuraciones que pudieron hacerse antes de llegar y sus impresiones al conocer eso que les habían platicado o vendido. Deben de ser unos artistas de la ilusión, los agentes de viajes y los promotores turísticos que consiguen ilusionar a esa parejita joven de Minnesota, a esos señores mayores de Canadá que habrían podido elegir el Caribe y optaron por pasear en calandria, al grupo de franceses que se espantan las moscas y sufren por la asoleada mientras van camino del Cabañas, en plena Plaza Tapatía: ¡qué capacidad de fantasía! Y qué tremenda ha de ser la decepción que se llevan los engatusados, una vez que están aquí y ven la distancia entre la realidad y aquello que les ofrecieron.
Desde luego, si esas maquinaciones llegan a fallar algún día, o si a los turistas potenciales les da por buscar fotos reales de lo que van a ver o se encuentran con los testimonios de quienes ya vinieron y anduvieron por el centro tapatío, la merma consecuente en los ingresos de hoteleros, artesanos y vendedores de tostadas podría ser trágica. No parece, sin embargo, que esa posibilidad sea muy temible: las condiciones que harían cundir la mala imagen de Guadalajara tienen décadas arraigadas en el ser tapatío, y aun así sigue viniendo gente todo el tiempo. ¿Por qué? Seguramente porque las suposiciones que el mundo puede hacerse acerca de lo que ofrece este rincón del mundo son muy singulares, y habrá millones de turistas entusiasmados por corroborarlas: la estridencia de nuestro folclor más vendible, así como el hecho de que pasear por aquí no sea tan caro como hacerlo en otros lados, son razones suficientes para garantizar que no dejará de haber autobuses repletos de turistas que trabajosamente se abren paso para meter pequeñas multitudes en el Centro Joyero.
Así pues, no me apura tanto lo que cuenten sobre Guadalajara los turistas que hayan sobrevivido a la experiencia. Por ejemplo, antier: por Juárez, entre Molina y Degollado, quienes iban en el Tapatío Tour y podían apreciar, a su derecha, la magnífica fachada del Edificio Norman —un buen anticipo, ciertamente, de las maravillas arquitectónicas que quedan a lo largo de todo Juárez-Vallarta—. Supongo que esos paseantes venían del mercado de San Juan de Dios, que habrán alcanzado a conocer con dificultades debido a la aglomeración de comerciantes instalados provisionalmente en las afueras gracias a que aún no terminan de repararse los estragos ocasionados por el incendio de hace cuatro meses. Bueno, pues lo que podían ver a su izquierda era un cerro de basura acumulado encima, por debajo y a los lados de unas papeleras atestadas; unos pasos más adelante —perdón— una guacareada monstruosa esparcida sobre buena parte de la acera, casi frente a la entrada de un hotel, y más adelante otro cerro de basura y —perdón otra vez— una mierda pantagruélica que alguien (no un perro, no un caballo: un ser humano) tuvo a bien deponer asimismo en la banqueta.
Digo que no me apuran tanto los turistas porque lo que me consterna, en realidad, es lo que los habitantes de esta ciudad somos capaces de ya no ver, de ya no percibir. Pues aquella guacareada y aquella basura y aquella mierda —perdón y más perdón— estaban al paso del gentío que se mueve y hace su vida por ahí, que entra y sale de las tiendas, cargando bultos, tomando un tejuino, llevando a las criaturas de la mano, de prisa o calmudamente, viendo escaparates o el celular, esquivando los coches y la gente, comiéndose un vaso de fruta con chile, platicando, riendo, pensando en sus cosas… Y, por una suerte de capacidad de supervivencia desarrollada como adaptación al medio, cada quien evadiendo por reflejo la inmundicia y los charcos y las deyecciones, fijándose sin fijarse en dónde pisa.
(Por Pedro Moreno, dicho sea de paso, están llevándose a cabo unas obras de cambio de adoquinado, y parece una zona de guerra. Pero además hay esto: en la Plaza Pablo Neruda —donde están las tiendas de novias; por El Farolito, vamos—, inaugurada en ocasión del centenario del poeta en 2004, el desastre es pasmoso. De milagro no han terminado de romper a pedradas la doble escultura de vidrio en la que hay inscritos versos de Neruda. Y yo me preguntaba, ingenuamente: ahora que Guadalajara es Capital Mundial del Libro —whatever that means—, ¿no sería ocasión de rescatar ese lugar, supuestamente significativo para la cosa literaria?).
Evidentemente, las causas de que el centro de Guadalajara sea un asco inagotable se reducen a dos: la conducta de la sociedad marrana, sin más, que produce tanta porquería, y la mezcla de indolencia, ineptitud y cinismo de la autoridad que sencillamente se desentiende de limpiar. No tiene mucha ciencia, quiero creer. Al Alcalde Lemus, que le gusta tanto usar el centro como escenografía cuando se viste de charrito, y que a la mejor provocación suelta su porra: «¡Ánimo, Guadalajara!», ¿no le da vergüenza? O tal vez padece también de esa insensibilidad que ha ido apoderándose de toda la población y que nos impide ver. Y oler.
Mural, 31 de julio de 2022.