Etiqueta: Basura

A escobazos

No ha dejado de pasar la basura, y aunque no debería asombrar, pues la basura tiene que pasar siempre, el hecho sí tiene algo de extraordinario en vista de los pronósticos nefastos que muchos hicieron cuando la Alcaldesa tapatía Verónica Delgadillo ya no renovó la concesión a la empresa que tan mal trabajo hacía. Hasta ahora, los camiones del Ayuntamiento están cumpliendo y no se desencadenó la crisis que se temía, lo cual está muy bien.

       Bien también estuvo la observación de la Alcaldesa cuando, al echar a andar su estrategia, alentó a que en lugar de decir «Ahí vienen los de la basura», digamos mejor «Ahí vienen los de la limpieza»: al aludir así al efecto que deja a su paso el personal que brinda el servicio, se reconoce más claramente la importancia de dicho servicio y centramos nuestra atención en la solución antes que en el problema. Ojalá ocurra y lleguemos a cambiar; es cierto que está muy arraigada en la vivencia de lo cotidiano la identificación entre el problema y su solución —ahora mismo, de modo automático, empecé este artículo refiriéndome al paso de la basura—, y acaso por ello se nos dificulte tanto reconocer dónde termina una cosa y empieza otra, es decir: cómo arreglárnoslas para que la solución no equivalga simbólicamente y aun literalmente al problema, que así empeora: de la basura uno nunca quiere saber gran cosa, urge siempre deshacerse de ella, nos las arreglamos a lo sumo para que sea problema de alguien más, y así las soluciones duraderas nunca se hacen realidad.

       Al ver los camiones relucientes del Ayuntamiento tapatío caí en la cuenta de que jamás había pensado en algo tan obvio: ¿por qué los camiones de basura tendrían que estar siempre sucios? Por un atavismo incuestionado, quizá, o por la mera fuerza de la costumbre, toda la vida me había parecido inobjetablemente normal ver circular por las calles de mi ciudad esas moles de inmundicia y pestilencia, pringosas por todos lados y que desprenden toda suerte de deyecciones y humo… cuando en realidad toda «unidad», como se dice, bien podría ser lavada con regularidad. O eso creo desde mi ingenuidad y mi ignorancia, pero también a partir de un recuerdo muy concreto que también estos días se me ha revelado, a propósito de las tensiones entre el emporcamiento y el aseo de nuestra vida cotidiana; seguramente habrá lectores que también tengan memoria de algo así.

       En los años setenta, ochenta, cuando vivíamos en el barrio de las Nueve Esquinas, todas las mañanas, muy temprano, mi papá sacaba la basura de la casa para entregársela al hombre que pasaba empujando un tambo con rueditas: no sé si existan aún vehículos así, hechos con barriles de lámina a los que se les había retirado la tapa y montados sobre una sencilla armazón de cuyo manillar pendía una bolsa grande de plástico en la que iban acumulándose materiales aprovechables —todavía no se usaban términos como «reciclaje» o «biodegradable»—: latas, vidrio, cartones, algún otro tesoro que el barrendero se guardaba para sí a fin de venderlo y sacar un provecho. El barrendero: así llamábamos al empleado de limpia (limpia, aseo: lo que hoy Delgadillo recomienda que llamemos «limpieza») que iba deteniéndose a recoger la basura de cada casa de Galeana —le tocaría recorrer también otras calles, imagino: Colón, Ocampo, Donato Guerra, tal vez entre La Paz y Juárez, y las que las cruzan: de Nueva Galicia a López Cotilla, un área muy grande, sin duda se la repartían entre varios—, pero que también barría las calles con su escoba de popote, y a cambio de ambas tareas recibía propinas de los vecinos (mi papá siempre se apuraba de tener a la mano esa propina), además de un conocimiento muy claro y preciso del funcionamiento del barrio —o esa impresión conservo porque el barrendero de mi calle era muy simpático y chismoso y platicón, un señor flaco, correoso, sonriente, que recuerdo con toda nitidez poniéndole el sonido de sus escobazos a las mañanas y llevándose discretamente nuestra basura, con la que nunca tuvimos que batallar.

       Evoco esa figura para insistir en la dignidad del oficio y del servicio. Porque el trabajo del barrendero, al dejar la calle limpia, era justamente lo contrario de todo lo que suele asociarse con la basura, que es invariablemente emblema de nuestras peores posibilidades, como sociedad y como individuos. Mucho antes de que fueran asentándose en la educación las nociones de conciencia ecológica que hoy suelen asociarse a nuestra relación con los residuos que generamos, dicha relación estaba principalmente modulada por la atención a las responsabilidades cívicas elementales que todos tenemos en pro de la vida en armonía y el respeto al derecho ajeno: tirar basura, pues, era una incivilidad, una patanería, signo de pésima educación y de inexistente consideración por los demás. Sigue siéndolo, por supuesto, pero no estoy tan seguro de que sigamos viéndolo así.

       Yo querría confiar en que los buenos resultados que va dando el sistema de recolección de basura implementado por Delgadillo se sostengan, y que se recoja además toda la basura tirada en banquetas, camellones, jardines, baldíos, edificios abandonados, etcétera. Y, si no es mucho pedir —no lo es, nomás lo digo así porque así se dice—, que se considere también barrer la ciudad: cada calle, a escobazos, todos los días. Como antes.

(Foto: Dian Barajas / Milenio).

J. I. Carranza

Mural, 2 de febrero de 2025.

Invisible

Como no soy hotelero, no vendo artesanías ni preparo tostadas, no es que me preocupe mucho una posible escasez de turistas en el centro de Guadalajara; sin embargo, al verlos por los rumbos de San Juan de Dios, por ejemplo, sí me intrigan poderosamente sus motivos para haber elegido este destino, las figuraciones que pudieron hacerse antes de llegar y sus impresiones al conocer eso que les habían platicado o vendido. Deben de ser unos artistas de la ilusión, los agentes de viajes y los promotores turísticos que consiguen ilusionar a esa parejita joven de Minnesota, a esos señores mayores de Canadá que habrían podido elegir el Caribe y optaron por pasear en calandria, al grupo de franceses que se espantan las moscas y sufren por la asoleada mientras van camino del Cabañas, en plena Plaza Tapatía: ¡qué capacidad de fantasía! Y qué tremenda ha de ser la decepción que se llevan los engatusados, una vez que están aquí y ven la distancia entre la realidad y aquello que les ofrecieron.

      Desde luego, si esas maquinaciones llegan a fallar algún día, o si a los turistas potenciales les da por buscar fotos reales de lo que van a ver o se encuentran con los testimonios de quienes ya vinieron y anduvieron por el centro tapatío, la merma consecuente en los ingresos de hoteleros, artesanos y vendedores de tostadas podría ser trágica. No parece, sin embargo, que esa posibilidad sea muy temible: las condiciones que harían cundir la mala imagen de Guadalajara tienen décadas arraigadas en el ser tapatío, y aun así sigue viniendo gente todo el tiempo. ¿Por qué? Seguramente porque las suposiciones que el mundo puede hacerse acerca de lo que ofrece este rincón del mundo son muy singulares, y habrá millones de turistas entusiasmados por corroborarlas: la estridencia de nuestro folclor más vendible, así como el hecho de que pasear por aquí no sea tan caro como hacerlo en otros lados, son razones suficientes para garantizar que no dejará de haber autobuses repletos de turistas que trabajosamente se abren paso para meter pequeñas multitudes en el Centro Joyero.

      Así pues, no me apura tanto lo que cuenten sobre Guadalajara los turistas que hayan sobrevivido a la experiencia. Por ejemplo, antier: por Juárez, entre Molina y Degollado, quienes iban en el Tapatío Tour y podían apreciar, a su derecha, la magnífica fachada del Edificio Norman —un buen anticipo, ciertamente, de las maravillas arquitectónicas que quedan a lo largo de todo Juárez-Vallarta—.  Supongo que esos paseantes venían del mercado de San Juan de Dios, que habrán alcanzado a conocer con dificultades debido a la aglomeración de comerciantes instalados provisionalmente en las afueras gracias a que aún no terminan de repararse los estragos ocasionados por el incendio de hace cuatro meses. Bueno, pues lo que podían ver a su izquierda era un cerro de basura acumulado encima, por debajo y a los lados de unas papeleras atestadas; unos pasos más adelante —perdón— una guacareada monstruosa esparcida sobre buena parte de la acera, casi frente a la entrada de un hotel, y más adelante otro cerro de basura y —perdón otra vez— una mierda pantagruélica que alguien (no un perro, no un caballo: un ser humano) tuvo a bien deponer asimismo en la banqueta.

      Digo que no me apuran tanto los turistas porque lo que me consterna, en realidad, es lo que los habitantes de esta ciudad somos capaces de ya no ver, de ya no percibir. Pues aquella guacareada y aquella basura y aquella mierda —perdón y más perdón— estaban al paso del gentío que se mueve y hace su vida por ahí, que entra y sale de las tiendas, cargando bultos, tomando un tejuino, llevando a las criaturas de la mano, de prisa o calmudamente, viendo escaparates o el celular, esquivando los coches y la gente, comiéndose un vaso de fruta con chile, platicando, riendo, pensando en sus cosas… Y, por una suerte de capacidad de supervivencia desarrollada como adaptación al medio, cada quien evadiendo por reflejo la inmundicia y los charcos y las deyecciones, fijándose sin fijarse en dónde pisa. 

      (Por Pedro Moreno, dicho sea de paso, están llevándose a cabo unas obras de cambio de adoquinado, y parece una zona de guerra. Pero además hay esto: en la Plaza Pablo Neruda —donde están las tiendas de novias; por El Farolito, vamos—, inaugurada en ocasión del centenario del poeta en 2004, el desastre es pasmoso. De milagro no han terminado de romper a pedradas la doble escultura de vidrio en la que hay inscritos versos de Neruda. Y yo me preguntaba, ingenuamente: ahora que Guadalajara es Capital Mundial del Libro —whatever that means—, ¿no sería ocasión de rescatar ese lugar, supuestamente significativo para la cosa literaria?).            

Evidentemente, las causas de que el centro de Guadalajara sea un asco inagotable se reducen a dos: la conducta de la sociedad marrana, sin más, que produce tanta porquería, y la mezcla de indolencia, ineptitud y cinismo de la autoridad que sencillamente se desentiende de limpiar. No tiene mucha ciencia, quiero creer. Al Alcalde Lemus, que le gusta tanto usar el centro como escenografía cuando se viste de charrito, y que a la mejor provocación suelta su porra: «¡Ánimo, Guadalajara!», ¿no le da vergüenza? O tal vez padece también de esa insensibilidad que ha ido apoderándose de toda la población y que nos impide ver. Y oler.

Mural, 31 de julio de 2022.

© 2025 ensayos.mx

Tema por Anders NorenArriba ↑