Autor: Verónica Nieva (Página 1 de 17)

Connivencia

La historia de Estados Unidos, desde la llegada de los primeros colonos, sirve para explicar meridianamente el nivel de abyección que ha alcanzado la vida pública en ese país. Las realidades particulares de los individuos quedan aparte, y entre esas realidades caben las que han dado origen a algunos de los productos culturales y de los desarrollos científicos y tecnológicos más deslumbrantes. Pero la realidad colectiva que construyen esos mismos individuos como ciudadanía, y dentro de ésta la clase política, constituye un colmo de depravación y de estupidez difícilmente concebible si no estuviéramos viéndola. Tal vez sea injusto decirlo así, por la sencilla razón de que el tiempo pasa, las generaciones se suceden, las sociedades se reconfiguran y, en fin, el mundo cambia, pero el hecho es que la nación que hizo posible alcanzar la Luna es la misma que va a volver a elegir este martes a Donald Trump.

      Todo el párrafo anterior, evidentemente, es una obviedad. Y, en cuanto a la afirmación que lo cierra, me parece difícilmente inaceptable. Aquí tocaría pronunciar el ensalmo que suelen hacer los agoreros para dejarle un respiradero al optimismo: «Ojalá me equivoque». Pero me lo impide el hecho palmario de que, independientemente de lo que sugiera la estadística y de la división más bien ilusoria entre partidarios y simpatizantes de un bando u otro, la sociedad estadounidense adora a Trump: lo necesita, le urge que vuelva, le quiere entregar el mando absoluto sobre sus vidas, jamás va a negarle nada. No lo ha hecho: nada ha sido suficiente para detenerlo, aun los detractores más tenaces han sido incapaces de sacarlo de la jugada (no se diga de meterlo a la cárcel), lo hemos visto proferir las peores vilezas e incurrir en los actos más repulsivos a toda noción de decencia elemental, y ahí sigue. Y ocurre que la contienda en el fondo es una fantasía: si en realidad los millones de votantes que no votarán por Trump quisieran negarle toda posibilidad de llegar a la Casa Blanca, no estarían esperando a este martes, no se conformarían con la creencia ingenua de que bastará votar contra él, no estarían esperando a que las sumas de su lunático sistema electoral les hagan el favor. Así que no es cierto que esos millones no quieran que gane: en su complacencia, en su indiferencia, en su tontería colosal, pero sobre todo en su connivencia con la ignominia sostenida que representa la mera existencia de Trump, incluso esos objetores han estado colaborando en su triunfo. Va a ganar y se lo merecen.

      ¿Que Kamala Harris es preferible? Pues sí, pongamos, pero qué tan idónea puede ser si, en su discurso y en los hechos, ella y sus partidarios no han sabido reducir a la nada a ese endriago incontenible que ha hecho de la mentira y la bajeza sus armas infalibles para hacer que prevalezca su odio —y el de los suyos—. ¿Por qué se merecen los demócratas ganar, si en los hechos, a lo largo de más de ocho años, nada se han propuesto en serio para detener al enemigo? Como en México sabemos bien, pues acabamos de repasar la lección en la votación pasada, la oposición inservible termina por no importar y, más aún, por coadyuvar (verbo horrible, pero es que todo esto es horrible) a la afirmación en el poder de los peores. Son lo mismo, a fin de cuentas, y para sostener esta aseveración me remito al enorme George Carlin, quizás el comediante estadounidense más corrosivo e insobornable que ha habido, y que una vez explicó que él no votaba jamás porque eso lo hacía cómplice con un sistema podrido en el que sólo cabía elegir entre las peores opciones: un sistema que arropa y ensalza y bendice a los más viles, rastreros, hipócritas, inescrupulosos y mezquinos. «Y luego vienen a decirte», concluía, «”Si no votas no te quejes”. Y es al contrario: si votas, no tienes justificación para quejarte, porque eres parte de todo eso».         

      Guillermo Sheridan ha observado que todo político mexicano lleva su caricatura incluida. En el caso de los gringos, en especial Trump, es fascinante cómo no hay caricatura que le dé alcance. Lo cual ha traído consigo un efecto llamativo: por más ridículo que sea, por más ignorancia que exhiba, por más incoherencias que diga, por más feroces que sean sus invectivas, por más inexplicable que sea su conducta (en un mitin reciente se pasó cuarenta minutos pidiendo canciones y meciéndose en el escenario), por más absurdo que sea, en suma, se vuelve cada vez menos inverosímil. No es sólo que ya desde hace tiempo haya dejado de dar risa, sino que es tan auténtico en toda su monstruosidad que ya pocas cosas parecen anormales en él.

      Pero no es lo más sobrecogedor. Sigo en Instagram a Mark Peterson (@markpetersonpix), un fotógrafo que trabaja para prestigiados medios y, desde un tiempo, se ha concentrado en retratar a los asistentes a mítines y a los políticos en el despliegue pleno de todo lo que son. La gente real, vamos, antes o más allá de los discursos, las palabras: en sus miradas alucinadas, sus bocas abiertas en un grito o una carcajada, sus manos alzadas o entrelazadas y sus ropas y sus cabellos y sus uñas y su sudor y su grasa y sus huesos y sus arrugas y sus poros. Ver esas fotos sirve mucho, creo yo, para hacerse una idea de lo que está pasando, aparte de cualquier explicación que la historia pueda dar.

Miedito

No sé si sea una tendencia (trending, que le llaman), pero estos días han estado saliéndome videos, armados con inteligencia artificial, en los que se ve una gran fiesta de Halloween cuyos protagonistas principales son algunos de los más conspicuos personajes de la política internacional actual: Donald Trump, arrebatado por la inspiración, toca la guitarra eléctrica y Vladimir Putin lo acompaña con una sonrisa serena y satisfecha en la batería («Fortunate Son», de Creedence Clearwater Revival), mientras desfilan por la pantalla Kamala Harris caracterizada como bruja; Kim Jong-un, que reparte dulces disfrazado de Darth Vader; Barack Obama como un payaso deplorable; Benjamin Netanyahu con una capa de Drácula, riendo cándidamente, rodeado de niños. En otro, Joe Biden está al piano, mientras Obama requintea y Voldímir Zelenski salta disfrazado de osito y Emmanuel Macron llama a una puerta vestido como Napoleón; hacia el final (suena «House of the Rising Sun», de The Animals) vemos a Trump maquillado como el Guasón, que se acerca a la cámara seductor y siniestro.

Creo que lo más llamativo en estos videos es que nada en ellos parece demasiado disparatado. Hay congruencia entre los individuos originales y sus representaciones, y salvo por algunos casos en que se enfatizan ciertos rasgos o gestos (la risa de Kamala es excesiva, se le desorbitan los ojos), en realidad no hay caricatura ni muecas falseadas. No hay absurdo. La inteligencia artificial sencillamente tomó las figuras de los personajes y sus modos de moverse y sus expresiones faciales para que habitaran esas fiestas e hicieran, eso sí, esas cosas extrañas… que sin embargo no son más extrañas que las que hacen todos los días. Lo cual tal vez signifique que eso grotesco que muestran los videos es reflejo fiel de la esperpéntica naturaleza de los individuos de carne y hueso. Y lo más inquietante es que no resulte en absoluto inquietante.

Por alguna razón, la única forma de horror que he soportado en arte es el horror cósmico de H. P. Lovecraft y sus predecesores y sus antecesores. Fue un mundo que me descubrió mi esposa cuando teníamos poco de habernos conocido, en la prepa, y me prestó aquella formidable compilación de Rafael Llopis en Alianza Editorial, Los mitos de Cthulhu; a lo mejor estaba calándome a ver qué tan coyón era. Pero la cosa es que encontré un deleite insospechable en el sobrecogimiento que causaban las historias de Lord Dunsany, Arthur Machen, Ambrose Bierce y el propio escritor de Providence que concibió esos mundos inconcebibles. Fuera de eso, ni en literatura ni en cine me gusta jamás que me asusten ni que nada me dé miedo; incluso de Otra vuelta de tuerca, de Henry James, me arrepiento, y no se diga cuando por descuido he caído en novelas o películas que dan escalofríos o provocan sobresaltos: cada vez he acabado preguntándome enfurecido qué diablos hago pasándomela así de mal. En cuanto a Lovecraft y sus imaginaciones, creo que me resultan admisibles por su desmesura y por su imposibilidad: entre más verosimilitud, más inerme y atónito y aterrado quedo. Por razones parecidas jamás me subo a los juegos mecánicos: porque uno se puede matar.

Sin embargo, paradójicamente, también hay ciertas formas de lo sobrenatural que me agüitan durísimo. Umberto Eco decía que El resplandor, de Kubrick (supongo que también la novela de Stephen King), sólo puede infundir miedo a los protestantes, mientras que con El exorcista únicamente experimentamos terror los católicos. Creo que tenía razón porque la primera he podido verla varias veces, y hasta se me hace divertida, mientras que la segunda la vi una sola y lo lamentaré por el resto de mi vida. También me sucedió, en tiempos de temeridad juvenil en que todavía me animaba a ver cosas así —o quería quedar bien con mi esposa, que se la pasa encantada con las películas más escalofriantes y tremendas—, con Corazón de ángel, de Alan Parker, donde Robert De Niro sale del mismísimo Chamuco (me pongo chinito nomás de acordarme), o con El abogado del Diablo, donde es Al Pacino el que hace de Pifas —ésa la vimos de noche, en el cine, y al salir el estacionamiento estaba desierto y casi chillo—. En suma, cada que el asunto es el Patas de Cabra, yo salgo corriendo. Cruz, cruz, que se vaya el Diablo y venga Jesús.

Volviendo a los videos de Halloween, ojalá alguien le pida a la IA hacer algo parecido con políticos mexicanos, no sería difícil el casting: Noroña, Norma Piña, el gobernador de Sinaloa, «Alito», y desde luego la Presidenta, más el Cabecita de Algodón como un chaneque (Alfaro no porque ya ni quien lo pele). Pero, más allá de eso, esos videos dan qué pensar si se considera cómo las invenciones más desaforadas difícilmente rivalizan con las razones para el espanto que surte la actualidad noticiosa. Encima, pasa esto: los monstruos, las pesadillas, los infiernos, la locura y la maldad que imperan en tantos lugares y afligen las vidas de tantas personas, por escalofriantes que sean, van pareciendo cada vez menos temibles —salvo para las víctimas, claro—. Las atrocidades peores van incorporándose sin cesar a nuestra tramitación de lo real, y vamos camino de perder por completo la capacidad de horrorizarnos. Será lo más aterrador, sin embargo: que lo que presenciamos acabe por no parecer suficientemente aterrador.

J. I. Carranza

Mural, 27 de octubre de 2024.

Amigo robot

¿Para qué querría yo un robot? Para que planche. Por más que intento alejarme de esta respuesta automática y pedestre, y fuerzo la imaginación para encontrar modos más inteligentes de aprovechar las asombrosas posibilidades de la tecnología robótica, termino regresando siempre a esa necesidad básica y vital. No se me antoja que un robot haga mi trabajo —escribir esto, por ejemplo—, porque me gusta hacerlo y no estoy tonto. Ni tampoco ninguna tarea que me daría vergüenza no hacer por mí mismo, como sacar un refresco del refri o llevar a lavar el coche. (De hecho, ahora que lo pienso, cuando llevo a lavar el coche la mayor parte del trabajo corre por cuenta de un robot, la maquinaria que enjabona y frota y enjuaga y seca, mientras yo nomás estoy aplastado y mi única labor es no pisar el freno en lo que el coche recorre ese tracto intestinal de foquitos y rodillos y chorros de espuma y agua). Entiendo que muchas personas estarán en condiciones de aprovechar de modos incontables los servicios de un robot, pero algo me hace sospechar que tendrían que ser solamente personas con alguna discapacidad. El resto, si hemos de ser francos, los usaríamos principalmente por haraganería —que es la razón inocultable de que sólo piense en la planchada, aunque tampoco es para tanto: con musiquita o una buena serie el rato se pasa volando.

Pero pocas cosas tan rentables, lo mismo en mercadotecnia que en política, como nuestra infinita haraganería. Seguramente por eso alcanzó tanta resonancia la reciente presentación que hizo Elon Musk de la nueva generación de los robots que produce su compañía Tesla. El faramalloso multimillonario, en unos cuantos días, apareció primero dando brincos y enseñando las lonjas en un mitin de Trump, luego en una fiesta donde las estrellas fueron los androides de marras, y finalmente aventó un cohete al espacio y luego lo atrapó de nuevo, algo que por lo visto fue un hito en la carrera por alcanzar otros planetas, o al menos para esa tontería que llaman «turismo espacial», y que consiste en meter a un puñado de ricachones en una cápsula y, a un costo estratosférico, ponerlos a orbitar por unos minutos la Tierra —para el caso, mejor ir a los juegos de las Fiestas de Octubre—. Musk, en fin, está viviendo uno de sus más altos momentos como una de las figuras más conspicuas de este tiempo infame, suyo en la medida en que suya es la riqueza inconcebible que posee y el mundo está en manos sólo de quienes tienen las armas o tienen el dinero.

Los autómatas exhibidos, un pelotón de maniquíes articulados que interactuaron con los asistentes a una gran fiesta, según dijo el propio Musk, pronto estarán a la venta para el público en general —otro millonetas aparatoso y vociferante, Ricardo Salinas Pliego, anunció que vamos a poder sacarlos en abonos en Elektra—. En esa fiesta además se lanzó un taxi sin taxista y también una como decapesera que asimismo se maneja sola. (¡Ah, las decapeseras! ¿Quién se acuerda de ellas? Eran las combis de un servicio subrogado del Sistecozome, horriblemente adaptadas para que les cupieran hasta veinte o más cristianos, de a diez pesos por piocha, y que surcaban calles y avenidas de esta ciudad por ahí de los años ochenta. Un día casi salgo volando de una cuando iba a velocidad asesina por Gobernador Curiel). Pero fueron los robots los que más llamaron la atención: platicaban con la gente, bailaban, preparaban cocteles, etcétera. Luego corrieron rumores de que había empleados de Musk manipulándolos a control remoto, pero de cualquier forma todo fue un éxito y cundió la emoción por lo que se avecina. No parece imposible que esa noche se haya decidido la elección en Estados Unidos: en vista del apoyo de Musk a Trump, la movida evidentemente estuvo al servicio de seducir votantes indecisos.

Es bastante decepcionante que los robots parezcan… robots. Que a estas alturas sigan moviéndose y comportándose como humanoides tullidos y un poco estúpidos, incapaces de ninguna agilidad ni ninguna prestancia. Caminan como si acabaran de hacerse caca encima —hasta donde sé, no hacen caca—; se contonean sin ritmo cuando dizque bailan, parece que les duele el pescuezo todo el tiempo; aunque puedan escanciar una botella sin derramar una gota o tomar un huevo sin romperlo, sería temerario pedirles un café o una sopa caliente. Y es triste que sigan sirviendo básicamente para lo mismo que servía Robotina, la de Los Supersónicos. En más de sesenta años, ¿no se nos ha ocurrido otra cosa mejor? (No: por eso quiero que mi robot planche). «Puede ser un maestro, cuidar a tus hijos, pasear a tu perro, cortar el césped, hacer la compra, ser tu amigo, servir bebidas», dijo Musk. Se entiende que las tareas domésticas más enfadosas se le deleguen… Pero ¿para qué querría uno un perro, si no tiene tiempo para cuidarlo? ¿O hijos? Con todo, lo más deprimente es la penúltima sugerencia: el robot puede «ser tu amigo».

Mi papá me compró, cuando era niño, un robot de juguete (¿no son juguetes todos los robots?) cuya gracia era que se veían en su interior unos pistones que subían y bajaban con unas lucecitas, y se desplazaba en unos como patines. Era de pilas. Nunca le puse nombre; cuando se lo regalé a mi hijita, pasó a merecer por fin uno: Regino. Es fantástico. Lo malo es que nunca pude hacerlo que planchara.

J. I. Carranza

Mural, 20 de octubre de 2024.

Para otra vida

Se asombraba la periodista Gabriela Warkentin, el jueves en su programa de radio, de que la flamante ganadora del Premio Nobel de Literatura fuera más joven que ella. No pude menos que comprenderla: ya desde hace un rato es inevitable que experimente cierto desasosiego cada que un dato así me confirma cómo está más cerca el momento de sacar mi tarjeta de Bienestar. Cincuenta y cuatro años va a cumplir Han Kang a finales de noviembre (al averiguar esta información, el primer resultado que me devuelve el buscador es la ubicación de un restaurante con el nombre de la coreana en Plaza Bonita), y aunque me lleva dos añitos, mi primera impresión es que ciertamente es una chamaca. Luego descubrí que Warkentin y yo no fuimos los únicos en sobresaltarnos: como si el Nobel debieran dárselo solamente a «adultos en plenitud», causó cierto revuelo el hecho de que esta vez lo ganara alguien nacido en 1970, y, sin embargo, como tuvo la paciencia de advertirlo el ensayista Eduardo Huchín, ha habido quienes a edades aún más tempranas tuvieron la bendición de Estocolmo: «García Márquez y Hemingway tenían 55 años cuando lo recibieron y todavía más joven lo recibió William Faulkner, con 52. Aunque a todos ellos les gana Pearl S. Buck, que tenía 46 años cuando le dieron el suyo en 1938», anotó en Facebook, y más tarde agregó: «En las respuestas a este post se han ido sumando: Rudyard Kipling con 41, Albert Camus con 44, Joseph Brodsky con 47, Orhan Pamuk con 54, Olga Tokarczuk con 56».

¿A qué edad debe llegar la gloria? Desde hace algunos años, el novelista Luis Panini acostumbra hacer una fabulosa lista de autores que, a su juicio, deberían ganar el Nobel; lector formidable, conoce bien la obra de los candidatos más recónditos del universo y con generosidad admirable divulga sus méritos; gracias a él, por ejemplo, yo descubrí al húngaro László Krasznahorkai, y suscribo la certeza de Panini de que se trata del mejor escritor vivo (anunciaron que va a venir a la FIL, por cierto: estoy que no lo puedo creer). Al darse a conocer el nombre de Han Kang, Panini escribió: «Una autora de 1970. ¡Maravilla!», y luego replicó algo que ya había escrito sobre ella en 2021 («Escribe con la misma pasión pasajes desconcertantes y otros que producen un efecto calmante inmediato. El trauma parece ser su materia prima, moldeándolo cíclicamente en crescendos físicos y emocionales…»). No la consideró en sus vaticinios para este 2024, sin embargo, porque su «regla autoimpuesta es mencionar sólo autores que pasen de los 55 años». Esa reticencia, que en principio yo compartiría, acaso se explique por la posibilidad de que, en la cincuentena, o incluso ya rebasada, aún queda bastante tiempo para malograr una trayectoria con obras que difícilmente superen las ya despachadas: ahí tenemos el caso de Vargas Llosa, que luego de recibir el Nobel no ha logrado lo que alcanzó con sus primeras novelas —y con alguno de sus títulos más recientes dan ganas de que se lo quiten—. No obstante, hay que tener en cuenta que la gente se muere y a veces sencillamente no se alcanzó a reconocer a tiempo a quien más lo merecía, y la historia del Nobel es rica en injusticias así, tan irreparables como oprobiosas: Jorge Luis Borges, Virginia Woolf, James Joyce, Franz Kafka, Marcel Proust y un interminable etcétera que hace pensar que recibir esos once milloncitos de coronas suecas es más bien penoso (qué va).

Juan José Arreola decía que él no leía nada que no tuviera al menos medio siglo de haberse publicado. Desdeñaba, yo pienso que muy sabiamente, la notoriedad impuesta y los malentendidos de la fama, pero también la ansiedad supersticiosa de estar al corriente ocupándose de los contemporáneos —no obstante lo cual fue, como profesor y como editor, un impulsor entusiasta de las búsquedas de los muy jóvenes, labor a la que muchos debemos haber perseverado—. Prefería, en todo caso, confiar el tiempo de su vida como lector a libros sancionados por la tradición, ese juez inmejorable. Y es que cada hora que leemos es, también, una hora que estamos dejando de leer algo más. Pero esa norma arreoliana es, en el fondo, una apuesta: ¿y si al adoptarla estamos perdiéndonos ahora mismo de conocer al nuevo Arreola, digamos, que posiblemente esté ya publicando sus primeros prodigiosos miligramos?

Yo no tenía en mis planes leer a Han Kang, tanto así que ni siquiera sabía de su existencia, aun cuando ya algo suyo está traducido al español —amén de que en 2016 obtuvo el Man Booker International con la versión al inglés de La vegetariana, es decir que fama ya tenía—. ¿Me da curiosidad? Sí, pero tengo que calibrar esa curiosidad, motivada nada más que por el Nobel, contra una sospecha que acaso tiene que ver con las razones de Arreola: llega un momento en la vida en que leer debería ser, cada vez más, releer. Regresar a lo que una vez nos deslumbró, y a tratar de comprender mejor los libros que uno tiene por fundamentales. Hace poco saqué del librero la Summa de Maqroll el Gaviero, de Álvaro Mutis, y me conmovió enormemente encontrar las anotaciones a lápiz que testimonian mi deslumbramiento a los 19 años. ¿Cuántas otras veces alcanzaré a pasar de nuevo por ahí? O por El astillero, de Onetti. O por Montaigne.

Así que Han Kang bien podrá esperar para otra vida, creo. Falta no le voy a hacer.

J. I. Carranza

Mural, 13 de octubre de 2024.

Ir al super

El otro día descubrí que había cambiado el espacio de las frutas y las verduras en el supermercado. Antes organizado según las necesidades de refrigeración de determinados productos, separados por tanto de los que pueden estar a temperatura ambiente, ese espacio —según yo— había funcionado óptimamente desde que el súper abrió. Ver que ya estaba todo revuelto me hizo experimentar aquello que Cortázar llamaba «la sensación de no estar del todo». Nada me desasosiega como los cambios inesperados impuestos a mis rutinas: todavía no me repongo de la vez que, en tiempos de Enrique Álvarez del Castillo, modificaron de golpe todas las rutas de transporte colectivo en Guadalajara, jamás pude acostumbrarme y en algún momento renuncié a entender los sucesivos cambios que desde entonces ha habido, de tal forma que mi mayor vergüenza como tapatío es que no sé tomar camiones. Luego, poco a poco, mientras escogía la papaya y agarraba otra bolsita para los limones, el shock se trocó en inquietud paranoica: ¿van a seguir otros cambios como ése? ¿Qué están tramando? ¿No tendrían que consultarnos a los clientes primero? Y lo peor: ¿qué quiere decir de mí esta dificultad para aceptar que los jitomates estén en otro lado?

En materia de transformaciones de lo cotidiano yo soy más bien partidario de Parménides, y me sostengo en la convicción de que todo cambio es ilusorio y nada logra contra lo verdaderamente importante de la existencia. Pero sí me saco de onda. Porque, para seguir hablando de la experiencia de ir al súper, querría que en ella estuvieran aseguradas las condiciones indispensables para mantener a salvo la serena felicidad que me dispensa. Y las alteraciones inesperadas del paisaje son recordatorios de la precariedad de esas condiciones, así como de nuestra ineludible fugacidad en esta tierra. ¿Felicidad? Nada menos. Pocas cosas tan gratas como ir al súper, quiero decir —y, a sabiendas de las numerosas y razonables resistencias que puede encontrar esta aseveración, preciso cuanto antes: pocas cosas tan gratas para mí.

El súper al que más vamos se inauguró hace apenas algo más de cinco años (fui a buscar este dato, no es que lo traiga tatuado en el corazón). Antes, en su lugar hubo otro, que cerró y dejó el local vacío al menos por dos años, y al que también íbamos con regularidad, por lo que no es improbable que mis recuerdos de uno y otro se superpongan, lo mismo que los recuerdos de todos los otros supermercados que hay en mi medio siglo de vida (tantito más). Ese amasijo de memorias, que muchos compartirán, debe de ser un terreno fértil para elucidar la configuración de la afectividad de una sociedad como la tapatía, en particular del sector integrado por quienes vamos cada semana o cada quincena o cada que Dios quiere a comprar el mandado (y algún gustito, a lo mejor): a qué súper te llevaban tus papás, dónde te surtes ahora, cuál prefieres y por qué, a cuál nunca volverías. ¿Y cuáles recuerdas de otros tiempos? (Con estas memorias también puede armarse un buen test de tapatiez, que vaya de lo más fácil a lo más difícil: ¿qué súper había frente al Parque Morelos? ¿Cuáles han sido las diferentes cadenas a las que ha pertenecido el de Plaza del Sol? ¿El de Tránsito es un…? Entre las más preguntas más rudas, podrían salir a flote nombres como Maxi, Hemuda, Blanco —a ver, ¿dónde había Blanco en Guadalajara?—, o esto que les pregunté a mis hermanos, porque yo no había nacido todavía pero he oído del asunto como se oye de un lugar mítico: ¿qué había en el cruce de Arista y Alcalde, por ahí de los años 60? Es hora en que siguen discutiendo en el chat familiar: que si Vatrix, Vatry, Vatri o Vatris… Y preguntas capciosas: ¿alguna vez ha habido Sumesa aquí? ¿La Tlalpense contaba como súper, y por qué sí o por qué no? Etcétera).

La escritora Annie Ernaux llevó un diario minucioso de todas sus visitas al súper a lo largo de un año. Por un lado se proponía constatar que ahí despliega el conjunto de las posibilidades del comportamiento humano —cosa que parece dudosa; quien sabe cómo será en Francia, pero aquí hay tipos de personas que jamás te encontrarías pidiendo el jamón, buscando el yogur o llevando una bolsa de frituras junto a las peras y el Fabuloso—, pero también quería averiguar las explicaciones de lo que la experiencia puede tener de gozosa. «¿Acaso venir al supermercado no significa, de alguna manera, verse admitido en el espectáculo de la fiesta, sumirse realmente, y no a través de una pantalla de televisión, en las luces y la abundancia?». Descubrió también que mientras uno va escogiendo, pensando en lo que hace falta, comparando precios, sacando cuentas, dejándose seducir por la publicidad, probando las muestras de queso o granola, hojeando las revistas de la caja, el tiempo deja de transcurrir. Yo lo entiendo no como aquello que pasa en los casinos de Las Vegas, donde se funden el día y la noche en un mundo sin ventanas para que sea imposible detenerse y dejar de jugar, sino más bien como una forma discreta de la eternidad a nuestro alcance: desde que tomas el carrito y empiezas a recorrer esas luces y esa abundancia, bajo esa música que suena pero no se oye, y hasta que sales de nuevo a la famosa realidad, has sido provisionalmente inmortal.

Aunque los chiles y las guayabas ya no estén donde estaban siempre.

J. I. Carranza

Mural, 6 de octubre de 2024.

Adiós a las risas

El expresidente Andrés Manuel López Obrador se rio mucho.

A lo largo del sexenio, el Presidente Andrés Manuel López Obrador se rio mucho. Y quiso, también, que los mexicanos riéramos con él, como lo prueba el buen humor que por lo general exhibe en público (en privado, dicen, puede ser un volcán colérico), además de su propensión a colar siempre dichos, juegos de palabras y chistes, así como su ingenio para la imposición de apodos, la destreza casi siempre infalible que tiene para la carrilla y su talento asombroso para la producción de absurdos, y también su recio blindaje contra todo sentido del ridículo (dos veces se puso a balar como borrego en las «mañaneras»). Nunca se ha quedado riéndose solo: seguramente al tanto de que eso es propio de dementes, cada vez que ha soltado la carcajada o ha desplegado sin más una ocurrencia insospechable (como cuando dedicó parte de la mañanera a ver las peripecias de Benito Bodoque), sonriente y divertido, tuvo la certeza absoluta de que su hilaridad era compartida de inmediato, y no sólo por sus numerosos y deplorables paleros y lamebotas, sino también por millones de mexicanos que todos los días le beben las gracejadas, y aun por aquellos (entre los que me cuento) que, sin tener el mínimo afecto por el individuo, nos sorprendemos a veces incapaces de aguantar la risa por su última payasada —a muchos les pesa, me imagino, y querrían que esa risa no interrumpiera su rabia y su aborrecimiento.

Esa risa, compartida e infalible, ha colaborado activamente en la conformación del discurso del presidente, y a la par de sus decisiones más razonadas, ha sido un componente fundamental en la fabricación cotidiana de sí mismo que ha tenido a López Obrador atareado durante estos años, lo mismo en los cientos de sus «mañaneras» que en todas las demás producciones de su figura al frente de la llamada «transformación» que encabeza. Sus dichos, sus ingeniosidades, sus gestos, sus muecas, sus burlas de otros, sus ironías y sus sarcasmos, hasta sus balidos de borrego, han contribuido a imprimir continuamente más coherencia al personaje, y así, al contrario de Juárez, adusto siempre, ceñudo, grave, no será extraño que las estatuas y las estampitas de López Obrador lo representen sonriente, o al menos mirando al horizonte como si acabara de recordar un chiste.

Pero esa risa es también un indicio muy fiable de su percepción de la realidad y de su comprensión acerca de lo que cabe hacer con ella (o dejar de hacer, como en la más emblemática de omisiones y sus traiciones a sí mismo, que es el caso Ayotzinapa). El presidente se ha reído todo lo que le da la gana, y nos ha invitado a acompañarlo en su contento, porque entiende, y espera que entendamos, que reír es posible. Y, además, que es lícito: al reír él, en el ejercicio de su función como responsable de conducir el destino de la nación, la risa de la nación toda está siendo no solamente alentada, sino autorizada. Si el presidente puede reírse, todos tendríamos que poder hacerlo también. Y es que esa risa del presidente ha buscado ser, al mismo tiempo, señal de inocencia y prueba de claridad moral. Inocencia: al permitirse reír, ha cultivado una imagen de hombre bienintencionado y despreocupado que, precisamente, se permite reír porque no encuentra obstáculo para ello: porque nada puede estar tan mal, en este presente que atraviesa el país, como para no consentirse al menos algún momentito de chacoteo. Claridad moral: es la risa de los probos, de los justos, ha de verse como su recompensa por haber vencido sobre la tentación (la corrupción, la codicia, el autoritarismo y demás vilezas); intocado por la depravación en la que suelen enfangarse quienes participan en política, y dotado de un esplendor inextinguible, el hombre puro es el que más derecho tiene a reír. Pues en su risa se condensa su virtud: si el presidente puede reírse, estando las cosas como están, de pie sobre el charco de sangre o sobre la fosa clandestina o en medio del fuego cruzado o en el ojo del huracán de hambre, ignorancia y miedo que hace volar por los aires toda afirmación proveniente del gobierno («Vamos muy bien» ha sido el mantra más socorrido del sexenio, en boca del primero en saber lo mal que vamos); si el presidente puede reírse ante el incesante muro de rostros de desaparecidos y sobre los aullidos de dolor de sus madres, que excavan todo el país para, al menos dar con sus huesos; si el presidente puede reírse frente a las ansias de reventar que tienen la desesperación y la violencia, y ante la impunidad inconcebible con que el crimen ha ido enseñoreándose de áreas cada vez más grandes del país donde sencillamente el Estado dejó de existir y donde únicamente imperan el pavor y el exterminio, entonces eso quiere decir que está más allá (más arriba, más lejos) de todo mal, pues esa risa pura, de niño alegre o abuelito satisfecho, no podría jamás prestarse a ningún malentendido ni esconder ninguna intención aviesa. ¿Qué de malo puede tener? Es la risa de quien tiene la conciencia limpia.

Este martes, cuando traspase la banda presidencial, López Obrador va a reír mucho. Es difícil pronosticar cuánto tiempo seguiremos oyendo el eco de esa risa, y también si, a partir del miércoles, Claudia Sheinbaum encontrará igual de chistoso eso a lo que el poeta Javier Sicilia se ha referido como «administrar el infierno».

J. I. Carranza

Mural, 29 de septiembre de 2024.

López Tarso

¿Quién queda? Mucho tiene de desolador y algo de desalmado esta pregunta, habitual cuando un grande termina de faltar. A veces empiezan a faltar antes, cuando la vida los ha obligado a hacer mutis y sólo llegamos a saber qué fue de ellos al barrer el olvido. No fue el caso de Ignacio López Tarso, presente a lo largo de unas siete décadas en la cultura nacional (popular y de la otra). Desde los cincuenta del siglo pasado, cuando era bracero y el destino lo tumbó de una escalera para hacerlo volver y cambiar de nombre y de rumbo, y hasta no hace mucho, cuando la enfermedad por fin lo puso en paz. (El periodista Héctor de Mauleón recordaba que, según el testimonio del propio actor, el Tarso se lo puso Xavier Villaurrutia, y que la lectura de los Nocturnos le habría salvado la vida mientras convalecía de la caída que le rompió la espalda: Saulo de Tarso, una caída, una revelación, el origen de una vocación).

      ¿Quién queda? Cada despedida deja más despoblado el escenario de nuestra memoria, que algún día quedará vacío del todo, o será más bien que ya no reconoceremos a nadie. Lo cierto es que el tiempo no pasa en balde y más difícil se nos hace cada vez admitir a nuevos figurantes. No me gusta hablar de «mi generación» porque nunca sé qué quiere decir eso, pero sí puedo asegurar que los mexicanos que pasamos buena parte de la infancia en las inmediaciones de un televisor en los años setenta llevamos en lo hondo de la psique el momento traumático en que López Tarso se salía del personaje en la película Cri-Cri, el Grillito Cantor, y pedía un aplauso para el auténtico Francisco Gabilondo Soler, cuya vida había venido interpretando hasta ese momento (y entonces veíamos que Cri-Cri era en realidad un señor de patillas algodonosas y gruesos anteojos, muy distante de la envarada apostura de su intérprete en la cinta).

      A partir de esa evocación, a lo largo de toda la semana no he dejado de repasar mi memoria particular de López Tarso, que no se termina; al contrario, se amplifica y me obsequia constantemente con inesperadas revelaciones. Caí en la cuenta, por ejemplo, de que el actor hizo pareja con la prodigiosa Pina Pellicer en dos de sus mejores películas: la justamente celebrada Macario, de 1960, y Días de otoño, de 1963, ambas de Roberto Gavaldón. ¿Qué pasaba en México en ese tiempo para que pudieran concebirse y ejecutarse semejantes obras maestras? Es lo que a uno le da por preguntarse —o bueno, a mí— cuando las evocaciones desembocan en comparaciones, pero eso sólo ocasiona que uno quede más pronto proscrito del presente. Mejor, en cambio, recordar lo que acaso no recordábamos. Como esto: el crítico Ernesto Diezmartínez tuiteó: «Si pudiera elegir sólo un personaje de López Tarso, sería el crístico Don Jesús de Los albañiles. El torcido mesías que vino a cargar todos nuestros pecados y será traicionado y crucificado. Y resucitará al tercer día para ser sacrificado de nuevo».

      Y ahí fui a ver de nuevo la película de Jorge Fons, de 1976. Seguramente tiene uno de los repartos más asombrosos en la historia del cine mexicano, pero, además, se antoja pensar que la audacia creadora del católico Vicente Leñero no ha tenido a nadie que se le acerque. Eso era transgresión, y no payasadas. Y el turbio personaje de López Tarso, el rengo velador de la obra en construcción, cuya ambigüedad siniestra es causa de que cualquiera hubiera podido matarlo, es en efecto absolutamente fascinante: qué capacidad tenía el actor para encarnar personajes inconcebibles, marginales radicales en el fondo de cuyos intrincados laberintos existenciales o mentales hay una afirmación inesperada de humanidad —y eso es lo que los hace sobrecogedores—. Pienso, por ejemplo, en el tragafuegos de Cayó de la gloria el diablo (1972), que se enamora del personaje de cabaretera de Claudia Islas («¡No te metas con Popea!», les responde a quienes tratan de hacerlo entrar en razón), o en el perturbado asesino de mujeres Ángel Peñafiel, de El Profeta Mimí (1973), con Ofelia Guilmáin, Carmen Montejo, Ana Martin… Ambas películas son de José Estrada, y de nuevo me pregunto: ¿qué directores hay ahora capaces de filmar algo así? O El hombre de papel (1963), del gigantesco Ismael Rodríguez, donde López Tarso hace de un indigente mudo que, la única vez en la vida que tiene suerte y se encuentra un billete, es estafado por un ventrílocuo borracho (Luis Aguilar) que le vende a Titino haciéndole creer que de verdad puede hablar (es como una retorcida variación de la historia de Pinocho, sólo que aún más espeluznante).

            Así me la he llevado. Incluso me puse a oír las grabaciones de corridos recitados por López Tarso, y me acordé de su parodia que hacía Héctor Kiev en el noticiario de Jacobo, un personaje llamado Tacho que, vestido de charro, declamaba una eficaz forma de cartón político oral que al final siempre merecía el «Buena rima, Tacho, buena rima» de Jacobo. (Titino, Jacobo: nombres que cada vez seremos menos quienes los recordemos sin necesidad de explicaciones). No tiene fin, digo, y si bien es cierto que la senda de la melancolía y la añoranza suele acabar en la barranca baldía de los supuestos tiempos mejores, también su decurso es una forma de felicidad. Qué bueno que nos tocó compartir un pedazo del presente con alguien como el titán que acaba de irse. 

J. I. Carranza

Mural, 19 de marzo de 2023.

(En la foto, López Tarso y Ana Martin en El profeta Mimí).

Dar nota

La víspera del 8 de marzo, para responder por qué una vez más se blindó Palacio Nacional con una muralla metálica ante la llegada de los contingentes de mujeres que marcharían hacia el Zócalo, el Presidente respondió como suele, con socarronería y haciéndose la víctima, abriendo mucho los brazos y pelando los ojos, y también con la sonrisa ladeada que subraya su convicción de estar diciendo algo muy obvio, muy evidente. «¡Magínense! Lo que quisieran…», dijo , refiriéndose a las feministas. (Bueno, él dice «femenistas»: tan guango le viene el asunto que ni siquiera le interesa nombrarlo bien). «Esteee… Destruir el Palacio. ¡Lo toman! ¡Para que haya nota! Nacional e internacional». En este punto, hubo varios segundos de balbuceos que podrían transcribirse así: «Enton noecesist; el guales tiuyola sirs». Por asombroso que sea, parece que a nadie le llaman la atención esos posibles indicios de afasia. «¡No!», siguió, «¡logran su propósito! De que ya nadie hable del narcoestado de la derecha…».

      Nos hemos habituado a tal grado a esta mezcla de payasadas y sandeces que pocas ganas dan ya de escudriñarla a ver qué significa. Y, sin embargo, puesto que hemos consentido que la realidad se centre en tal medida en los dichos y los actos del presidente, la exhibición cotidiana de su discurso es ineludible si queremos hacernos una idea de lo que pasa (y de lo que puede pasar). En sus borucas del 7 de marzo se traslucen, pues, varias cosas que conviene tomar en cuenta, como por ejemplo la dificultad cada vez mayor que tiene para dar forma a sus obsesiones y a sus supuestas preocupaciones, entre ellas que se deje de hablar «del narcoestado de la derecha». ¿Será que íntimamente lo tortura el prurito de la originalidad, la ansiedad de hallar todo el tiempo nuevos modos de decir lo mismo que dice siempre? ¿En su fuero interno sabrá que debe proponerse continuamente no aburrir a su audiencia, y por eso luego se le hace bolas el engrudo, farfulla y masculla, y por no hallar la salida acaba desembocando en un redondo disparate? Según él —creo que es lo que había que entenderle—, el propósito de las feministas es que hablemos de otra cosa, y ya no de García Luna y de Calderón.

      Pero lo que en realidad lo alarma —y, por lo visto, vive en una constante zozobra por eso— es que sus adversarios «den nota». (Y entre sus adversarios se cuentan, desde luego, las feministas). Dicho de otra manera, tiene una misteriosa fijación con la necesidad de lo que en tiempos prehistóricos se llamaba «tener buena prensa», y digo que es misteriosa porque el Presidente goza y seguirá gozando de unos niveles de adoración con los que ningún otro mandatario podría soñar jamás. ¿Por qué le horroriza tanto que los periódicos y los medios noticiosos empañen su imagen? Es curioso que la prensa, particularmente en México, enfrentada a diario a adversidades y calamidades que la amenazan por todos lados, por falta de público que quiera seguir pagando por ella, por los riesgos que corren los periodistas (empezando por el riesgo de ser asesinados), por la competencia desigual que tiene en las redes, etcétera, en la imaginación de presidente siga siendo tan poderosa como pudo serlo en otras épocas ya idas. Tal vez el último presidente que tuvo tan presente lo que se decía en los periódicos de él fue Echeverría.  

      Un par de días después, vimos cómo una reportera acorraló a López Obrador y lo hizo desatinar vergonzosamente al interrogarlo acerca del espionaje militar a un defensor de derechos humanos y un par de periodistas. Ante las pruebas y, sobre todo, ante la exposición de las incongruencias entre lo que el Presidente siempre machaca («¡No somos iguales!») y lo que hacen sus subalternos castrenses, recurrió al repertorio de acusaciones, infundios, denuestos, insultos y reproches que siempre acaba haciéndole a la prensa, fue perdiendo piso, se contradijo, se encabronó. Y, acto seguido, luego de esa revolcada que le pusieron, le dio la palabra a otra «reportera», burdamente colocada ahí para ensalzarlo y tratar de alisarle las arrugas del traje.

      Ahora bien: más importante que todo esto es el hecho de que la causa de las mujeres en México no le importa al Presidente. En su distorsionada visión de la realidad, presidida por él mismo, lo que está por encima de todo es su turbio ideario y la determinación de perpetuarlo a como dé lugar, y no tienen cabida las exigencias de justicia y de paz de millones de mexicanas hartas de que se siga abusando de ellas, discriminándolas, maltratándolas, violándolas, desapareciéndolas y asesinándolas. Eso no es nota. Que en este país maten al menos a once mujeres al día por el solo hecho de ser mujeres no es nota. O, si llegara a serlo, para el Presidente significaría que ha sido gracias a maquinaciones y conspiraciones que buscan desplazar la atención a otros asuntos, lejos de los que a él le interesan.

      Lo platicaba el otro día con mis alumnas universitarias: ¿cómo es que no estamos hablando solamente de la causa de las mujeres en México? Día y noche, no tendría por qué ocuparnos ninguna otra materia, hasta que el exterminio y el terror cesen y todas y cada una puedan vivir en paz. Pero no, claro: eso nos distraería de hablar del «narcoestado de la derecha». O de cualquier otra cosa que mañana se le antoje al señor Presidente.

J. I. Carranza

Mural, 12 de marzo de 2023.

¿Sólo solo?

En días pasados, la Real Academia Española hizo un anuncio que no anunciaba lo que muchos quisieron creer, pero que bastó para revivir una polémica que de cuando en cuando retoña, hecha sobre todo de obstinaciones y exageraciones, ociosa y patética en el fondo pero al mismo tiempo entretenida, como esos videos que a veces circulan de automovilistas que tuvieron un percance y se bajan, dizque muy prendidos y listos para agarrarse a golpes, pero sólo (con tilde) hacen amagos y fintas y pasitos de danza, enrabiados pero sacatones, queriendo lucirse pero en realidad haciendo el ridículo, ineptos para de veras trenzarse. El anuncio, pues, esparcido por el periódico madrileño ABC con sensacionalismo, era que la Academia estaría por hacer un ajuste en la redacción de la entrada del Diccionario panhispánico de dudas relativa a las palabras solo/sólo, dejando, según el diario, «a juicio del hablante que escribe la necesidad o no de utilizar la tilde».

La famosa tilde diacrítica. Como es sabido, desde que en 2010 los académicos reales dispusieron que se suprimiera la tilde diacrítica del adverbio sólo, y también de los pronombres demostrativos éste, ése y aquél y sus formas femeninas y plurales, el mundo hispanohablante quedó dividido en dos bandos irreconciliables: el de los solotildistas, renuentes a la remoción de la tilde y determinados a seguir utilizándola siempre que la palabra sólo fuera usada como adverbio (equivalente a solamente o, en buena parte del español que se habla fuera de España, a nomás), y los antisolotildistas, tozudos exterminadores de la infestación de tildes y para quienes el uso adverbial se distingue del adjetival (cuando solo es equivalente a solitario, único, vacío, impar, despoblado, etcétera) siempre por el contexto. Pensándolo bien, el mundo hispanohablante está dividido en realidad en tres: los ya referidos antagonistas, defensores y detractores de la tilde, y la inmensa mayoría a la que el asunto la tendría sin cuidado si llegara a enterarse de su existencia.

Argumentos hay para un bando y para otro, algunos atendibles y otros necios. Incapaz de resolverse de una vez por todas para dejar parejamente contentos a partidarios y objetores, la RAE sólo (con tilde) ha reforzado la confusión, desde el principio, admitiendo que del juicio del escribiente dependerá siempre la decisión final, pues corresponderá a éste (con tilde) decidir si en lo que escribe hay o no riesgo de ambigüedad. Y es lo mismo que ha venido a decir ahora —no se echó para atrás, como afirmaba el ABC en su escandaloso y falsario titular: «La RAE rectifica y devuelve la tilde a sólo trece años después»—. Para decirlo pronto: un cambio en la ortografía que no tuvo mucha razón de ser, cuyos alcances nunca han quedado del todo claros, trece años más tarde sólo (con tilde) ha sido formulado de modo distinto. Y eso solo (sin tilde) bastó para desatar el furor de estos días: la infundada celebración de los fanáticos de la tilde y la desesperación de sus odiadores, unos y otros demasiado acelerados como para leer a fondo el anuncio y darse cuenta de que fue un giro en redondo que nos ha dejado donde mismo.

Un poco ridículo todo. Por ejemplo, el académico Arturo Pérez-Reverte, muy dado a los exabruptos y a las aparatosas exhibiciones de belicosidad infantiloide que animan a sus personajes, bramó: «El pleno del próximo jueves será tormentoso», refiriéndose a la futura sesión en que él y sus pares afrontarán la controversia desatada. Si Pérez-Reverte apoya la tilde, casi cuenta como razón para rehuirla, así sea solo (ahora sin tilde) por antipatía. Pero lo más bochornoso de todo es la medida en que tanta gente acepta tácitamente someterse a la autoridad despótica y repelente de una institución que podrá hacer muchas cosas, pero no mandarnos cómo usar el idioma. Norma, sí, pero no ordena. Sólo (con tilde) eso nos faltaba.

Yo soy solotildista, sobre todo porque así aprendí a escribir y porque ya estoy viejo para proponerme ser lo contrario nomás porque a alguien le dio la gana. Para mi suerte, en este periódico jamás me han quitado las tildes que he puesto, ni he recibido ninguna advertencia por mi empecinamiento; imagino que el estilo en las publicaciones de Grupo Reforma no aceptó plegarse en 2010 a las disposiciones de la RAE , o si aceptó hacerlas suyas preservó un saludable margen de libertad del que nos beneficiamos quienes aquí escribimos. Sí, en cambio, en otros lados —revistas nacionales, principalmente, editadas en la capital, acaso por ello muy virreinales y atentas a lo que quiere Madrid— me han despojado con maniático escrúpulo, y hasta con alguna saña, de todas las tildes que encontraron inadmisibles (o indeseables), y en cada ocasión sentí como un tirón de greñas: el sobresalto al ver que había un solo que yo quería que fuera sólo me ha llevado, siempre, a pensar fugazmente que ya no sabía escribir, que me había quedado tonto, que estaba borracho o sonámbulo cuando envié el texto… hasta que caigo en la cuenta de que la publicación de marras ha querido ser obediente y aplicada y no hacer enojar a los reales académicos, y a rajatabla hace siempre poda de tildes tercas y anticuadas, aun en los casos en que asome el famoso riesgo de ambigüedad.

Lo bueno es que no existen todavía las multas por exceso de tildes.

J. I. Carranza

Mural, 5 de marzo de 2023.

Ya en enero

El periodo de desacelere y progresiva holganza conocido como Puente Guadalupe-Reyes, cuando ya es perfectamente legítimo ir aventando los pendientes menos apremiantes para el año que entra y responder a todo «Lo vemos en enero», en Guadalajara más bien tendría que abrirse desde que la FIL se apaga y va disipándose la resaca de su frenesí. Nos esperan, es cierto, otros días de prisas angustiosas, gastadera insensata, comilonas asesinas y demás conductas perniciosas. Pero la borrachera de las posadas, la Navidad y las vacaciones, como sea se sobrelleva y hasta tiene su encanto. O lo tiene para mí, al menos: ya sé que en esta materia sólo puede hablarse a título personal, y no tengo empacho en reconocer que me alegra ver las nochebuenas en la Minerva, los coches con cuernitos melolengos y el arbolote iluminado en Plaza del Sol. Después de todo, en tiempos de aflicción e incertidumbre, cuando ni siquiera la Selección fue capaz de darnos ni una mínima ilusión, cualquier pretexto para la alegría cuenta mucho y, por principio, no habría que repudiarlo.

      Una vez que terminó de irse la considerable población flotante que tiene Guadalajara durante los días de la FIL, cuando ya el tráfico en Mariano Otero y Las Rosas se redujo un uno por ciento y estamos en otra cosa, el recuerdo de lo ocurrido en la Expo y sus inmediaciones va disipándose como la niebla de los sueños. Es, supongo, inevitable, pero también muy extraño: en las vísperas de la feria, y mientras ésta tiene lugar —sobre todo durante los primeros días—, da la impresión de que están pasando cosas importantísimas, tremebundas, históricas. Los ánimos se condensan en una especie de delirio que entremezcla el entusiasmo y la expectativa, la urgencia y la exaltación, y de pronto ya estamos en un desenfreno tan injustificable como irresistible. Doy un ejemplo: con varios meses de anticipación, un editor local me invitó a participar en la presentación de un libro. Acepté, gustoso, pues admiro al autor, pienso que es una figura importante de la literatura contemporánea y me iba a encantar conocerlo. Así que recibí el PDF (tuve que pedírselo al editor varios semanas después de que me invitara, porque nomás no me lo enviaba: se le había olvidado) y me puse a leer. Cuando llegó el gran día, el editor no sólo había omitido reservar el espacio para la presentación, sino también hacerle promoción para que el público asistiera, e incluso imprimir el libro. El autor, que había viajado desde lejos, llegó puntual a la cita, y yo también, y nomás nos mirábamos sin saber qué hacer, porque al editor también se le había olvidado ir. La justificación que este editor intentaba venderme para disculparse, cuando lo llamé por teléfono para preguntarle qué onda, era: «Es que ya ves cómo se pone todo con la FIL», como si se tratara de un tiempo enloquecido que a fuerzas hay que atravesar y que deja tonta a la gente. (La cosa se arregló sobre la marcha, y de cualquier modo el autor y yo pudimos sostener una rica conversación ante un público que quién sabe de dónde salió. Pero el episodio fue sumamente enojoso: una acumulación de desatenciones, falta de respeto, malhechuras, irresponsabilidad y desvergüenzas. Y luego se quejan los editores independientes de lo mucho que dizque tienen que batallar para sobrevivir: si al menos trataran bien a sus autores y a sus lectores, quizá les iría algo mejor. Pero prefieren hacerse las víctimas, o echarle la culpa siempre a algo más).

      Pero ya que estos días pasan, sobreviene una calma al mismo tiempo agradecible y un poco afligente. El primer problema, en la casa de ustedes, es saber qué vamos a hacer con las cantidades de nuevos libros que llegaron a vivir con nosotros. ¡Ah, pero ahí andábamos, en la venta nocturna de la FIL, dándonos vuelo! Hacía años que no me tocaba ir en esa ocasión, por cierto, así que lo que vi la noche del viernes fue muy impresionante: cuánto dinero gasta tantísima gente comprando libros carísimos en la feria: cuando yo mismo ya llevaba veinticinco minutos haciendo cola para pagar dos mil 300 pesos por tres libritos me dije: «¿Qué diablos estoy haciendo?». El asunto es que, cuando estos nuevos inquilinos ya se amontonan sobre la mesa del comedor, en el sofá, encima del tanque del retrete, es cuando caemos en la cuenta de que ya no tienen dónde caber. El otro día, una amiga me quería vender unos cuadros maravillosos que me hacían mucha ilusión. Pero un instante de lucidez me hizo caer en la cuenta de que en la casa no tenemos paredes para colgarlos, porque todas están ocupadas con libreros. Y esta situación únicamente admite soluciones dramáticas, como una mudanza (las mudanzas con libros deberían contar como un castigo del infierno) o una donación a una biblioteca pública (pero qué pesaroso debe de ser el trance de elegir qué se queda y qué se va: nunca me he resignado a verme en ésas, y no sé si podría: por eso mejor me espero a que mis deudos se hagan cargo). Uno se siente tentado a admirar al que le prendió fuego a la Biblioteca de Alejandría.            

      Estos desasosiegos se compensan con la progresión del silencio. En la medida en que uno se abstenga de zambullirse en centros comerciales o de ir al centro (si uno vive en el centro no sé qué pueda hacerse: supongo que encerrarse a piedra y lodo), la ralentización de todo va extendiendo una calma a la que mucho ayuda el hecho de que los días sean más cortos: cuando uno menos lo espera, ya hay que tapar al canario, cerrar las ventanas, alimentar a los peces y apagar las luces, salvo una, la del lugar favorito para leer. Los ecos del barullo que quedó atrás van acallándose y, salvo por las ocasiones en que consintamos convivir, por obligación o por gusto, este cambio de ritmo cae siempre muy bien. Ya en enero podremos ver en qué nos quedamos y por dónde habrá que seguirle.

J. I. Carranza

Mural, 4 de diciembre de 2022

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