Autor: José Israel Carranza (Página 1 de 13)

Unas ahogadas

Las tortas ahogadas malas no existen. O, si llegan a existir, desaparecen enseguida, no pueden durar más allá de unos cuantos instantes. La causa es simple: al haber una oferta tan abundante y esparcida en toda la ciudad, los primeros clientes que encuentren deficientes o decepcionantes las tortas de un determinado puesto o local correrán de inmediato la voz, y al mismo tiempo empezarán a abrir la brecha hasta el siguiente local, a unas cuadras, donde quedarán grandemente resarcidos por el disgusto sufrido. Habrá unas mejores que otras, tal vez, pero todas son deleitosas sin falla; por ello, también, es que en Guadalajara no hay negocio de tortas ahogadas nuevo. Todos tienen décadas de experiencia y sabiduría. Aunque se hayan inaugurado ayer.

      ¿Habría que precisar qué decide la excelencia de una ahogada? Es difícil, o acaso imposible, porque, como está visto, las malas no existen. ¿Por qué el agua, la luz y el aire son buenos? Porque están meramente ahí, para sostener la vida, impensable de otra forma, tanto así que el agua impotable, la luz cegadora o el aire emponzoñado nos repelen y les huimos. Así, de una ahogada repulsiva o simplemente desagradable nos apartaríamos en el acto, no tendríamos motivo alguno para catarla siquiera, habiendo, como está visto también, tantísimas otras oportunidades de dar con la torta correcta, inobjetable, suculenta sin duda y memorable y eterna. Uno podría, desde luego, enumerar las condiciones indispensables, empezando por la calidad de los ingredientes, las combinaciones justas de destreza, esmero, sabiduría y prodigio en la preparación, y llegando a minucias tan enormes como el corte justo de los limones, la importancia de que haya o no tacos dorados en las inmediaciones, la muy celebrable presencia triunfal de la jericalla y hasta la decoración del local (Atlas o Chivas). Pero todo ello resulta, en el fondo, superfluo (bonito oxímoron), pues la experiencia se basta a sí misma, y mientras tiene lugar no es concebible otra cosa.

      Misterio: cada torta ahogada que comemos es siempre la mejor que hemos comido: mejor que la de la semana pasada, mejor que la que comeremos el próximo sábado. Y éstas, a su vez, habrán sido las mejores también. A la vez, cada torta ahogada es siempre digna de un agradecimiento conmovido y profundo, y su recuerdo gratísimo queda así alojado en la recámara sublime que nuestra memoria reserva para las experiencias por las que vivir habrá valido la pena. Pero si el hambre aprieta y ya van a dar las dos y no vaya a ser que se acaben hoy más pronto las tortas de Lety, y si andamos muy lejos y calculamos que no podríamos llegar a tiempo, ninguna memoria valdrá y nos avendremos a recalar en el primer puesto a la pasada, con la inadvertida pero poderosa certeza de que el milagro habrá de repetirse.

      Otra paradoja, que debemos reconocer: aunque no necesitan defensa alguna, lo cierto es que son indefendibles. Sus detractores —que los hay, son intratables— les reprochan absolutamente todo, desde su consistencia y su sabor, su composición o su carga calórica, hasta las violentas exigencias que imponen a los paladares desprevenidos o timoratos y las incómodas o de plano asquerosas concesiones que hay que hacer a la ridiculez o a la indignidad a la hora de comerlas: atascarse, chorrearse, salpicarse, salpicar a los demás, escurrir, moquear, chillar, pujar, bufar, mancharlo todo, chuparse al fin los dedos, poco menos que hozar y gruñir y babear. (Cabe, desde luego, ahorrarse estos y otros desfiguros procediendo con cuchara y mucho cuidado. Y también están las tortas en bolsita, como las afamadas de don José, el de la Bicicleta, que merecen un estudio aparte, pues son casi un innombrado estado de la materia: sólido, líquido, gaseoso, condensado de Bose-Einstein, plasma y torta ahogada en bolsita) . Pero las cosas como tienen que ser. Como acaso nos lo recuerdan aquellos enigmáticos y sobrecogedores anuncios de negocios de carnitas donde se ve a un simpático puerquito sonriendo mientras se fríe a sí mismo en el cazo, al comer tortas ahogadas uno tiene que ser un poco cochino, ni modo. Esos detractores, pues, tienen toda la razón. Pero ninguna de sus razones importa lo más mínimo.

      La taxonomía es sencilla: en Guadalajara no hay tortas que no sean ahogadas (salvo las Tortas Lokas de San Juan de Dios). Todo lo demás son lonches, preferiblemente de pierna. Hay, sin embargo, lonches bañados. Que no son tortas. Y las ahogadas bien pueden servírtelas sin ahogar —es decir, ahogadas sólo en salsa de jitomate, no en salsa picante—. Es sencillo, pero sólo a los tapatíos nos es dado comprenderlo en todas sus intrincadas implicaciones identitarias. Por lo mismo, carece de sentido querer comerlas en otro lado que no sea aquí. Se ha aludido con frecuencia a la altitud del Valle de Atemajac como condición decisiva para la cocción perfecta del virote salado (y virote va con v, otro día nos aventamos ese round). Pero yo creo más bien que en ningún otro lugar se entendería nada de esto.

      Las de Sears, las Sánchez de Santa Tere, unas en la Estancia que no tienen nombre, las de las Carnitas Uruapan, en las Nueve Esquinas… Y unas que había en el Batán, y que yo juro por mis muertos que son las mejores que ha habido, y nunca he vuelto a encontrar. O bien a las que vamos a ir al ratito. Y nada más.

J. I. Carranza

Mural, 19 de mayo de 2025.

Jóvenes que leen

Encuentro, o creo encontrar, a cada vez más jóvenes que leen un libro. La visión probablemente cobra forma a partir de la certeza indeliberada (es decir, el prejuicio) de que eso, ver a un joven leyendo un libro, es una excepcionalidad: en un paisaje donde yo había dado por hecho que los jóvenes no leen libros, hallar a uno que lee uno viene a resultarme una rareza. Habría que reparar en esto: si uno da por hecho tal cosa —que son incompatibles los conceptos “joven” y “libro”—, puede ser principalmente por dos razones: porque es fácil y cómodo sumarnos a suposiciones generalizadas, sin prestar atención a lo que realmente sucede, y también porque uno suele olvidar que también fue joven y que lo propio de ese tiempo es conducirse de modos más bien secretos o en todo caso inalcanzables para la comprensión de adultos y viejos.

       En cuanto a las suposiciones generalizadas, hay que reconocer que en este país perdido, donde la educación básica es un fracaso inveterado e irreparable de aquí a muchas generaciones, ciertamente hay una gran parte de la población para la que jamás habrá condiciones de encontrarse con un libro. Una desgracia cuyas causas, además del supradicho fracaso, están en la prevalencia de la desigualdad y de la injusticia, amén de cuanto conviene a quienes detentan el poder, sea éste del signo que sea, que los jóvenes sigan sin leer. Una muchacha nacida en las circunstancias más desfavorecedoras, sitiada desde el primer momento por la pobreza, la violencia, el machismo, y para quien la vida es apenas supervivencia y miedo y extenuación y aflicción y dolor y hambre, en el mejor de los casos habrá podido ir a la primaria, probablemente sin concluirla, y pronto habrá empezado a trabajar (también en el mejor de los casos); o el muchacho que ya no pudo seguir en la secundaria por razones parecidas a la de aquella muchacha, y que en su desesperación respondió al anuncio que le salió en las redes y fue reclutado forzosamente para ser sicario, o asesinado si no fue capaz: una y otro, y hay millones como ellos, ¿por que iban a leer jamás?

       Así que, al pensar en jóvenes que no leen, se obvian esos millones que jamás habrían podido hacerlo, y se piensa más bien en los que, pudiendo hacerlo, no lo hacen: quienes han recibido la educación indispensable para saber qué es un libro y cómo se usa —no es tan sencillo, y se puede llegar a Presidente de la República sin haberlo aprendido, como el asno inverosímil Vicente Fox, que recomendaba no leer para ser más felices—; quienes disponen de un poco de tiempo sobrante (el que no hay que dedicar a la escuela, a chambear en algo, a andar con el novio, a irse de fiesta, a jugar futbol, etcétera) y, sobre todo, tienen al alcance un mínimo de libertad para omitirse del mundo por un rato y adentrarse en las páginas de un libro —leer es sustraerse del mundo y volverse invisible, cosa fantástica cuando uno es joven y el mundo, para decirlo con propiedad, no hace más que chingar—. Y se piensa, en fin, en jóvenes que podrían dejar a un lado el maldito celular para ponerse a leer.

       Creo que por aquí está la causa del prejuicio: el bosque de quienes viven absortos en sus pantallas no deja ver a las lectoras y los lectores jóvenes que deambulan con un libro o lo abren a la sombra de un árbol o se toman un café en esa maravillosa soledad elegida o se reúnen para platicar de lo que están leyendo, o quedan de verse en las librerías y ahí platican más, o se encuentran en línea y siguen platicando y siguen leyendo, o entran y salen de las bibliotecas y acaso también vayan haciendo las suyas, privadas, en sus dispositivos pero sobre todo en las estanterías donde van ordenando los ejemplares que compran —el auge del libro electrónico entre los nuevos públicos no ha sido tal, los libros impresos tienen garantizada su existencia y su prosperidad, y por eso las lamentaciones habituales de la industria editorial, la hegemónica y la independiente, son evidencias de su cortedad de miras y de su falta de imaginación—, o que van leyendo en el tren o en el camión, o entre una clase y otra, o en los ratos muertos de sus aburridos trabajos, o en una banca del camellón una mañana de domingo, etcétera. Que es así como he ido encontrándolos, cada vez más, y es increíble y a la vez no, pues por qué iba a ser de otro modo —y para eso trabajo como profesor de literatura, entre otras cosas, y por eso cuando hace poco me crucé con una exalumna y me reveló que estaba por acabar Moby Dick sentí que mi paso por este mundo estaba así justificado de sobra. 

Siempre que se habla del libro, así en abstracto, por ejemplo ahora que se celebrará el Día Internacional del Libro, o cuando Guadalajara fue Capital Mundial del Idem (y para lo que sirvió), o en las ferias o en las campañas en que se lo promociona, en realidad se está hablando de la lectura de literatura. Los libros que se espera que la gente lea, pero sobre todo los que se busca que compre, son básicamente ficción literaria, sobre todo novelas, y en muy mínima medida poesía, ensayo y teatro. Sospecho que se evitarían muchos malentendidos si eso se hiciera más explícito. Pero también sospecho que no importa tanto: los jóvenes están leyendo literatura a pesar de cualquier figuración ilusoria que nos hagamos respecto a ellos. Y eso es lo que cuenta, quiero creer.

J. I. Carranza

Mural, 20 de abril de 2025.

Días santos

Uno tiende a creer que el pasado es cosa personalísima, y, por tanto, que lo vivido en él no sólo no habría podido experimentarlo nadie más entonces, sino tampoco —mucho menos— ahora mismo o en el futuro. Nos imaginamos, sin más fundamento que la indeliberada aceptación de nuestras inercias, como resultantes de un conjunto de circunstancias irrepetibles para cualquiera. En una mínima medida así es: de otra forma, no podríamos ser individuos ni hallar, por tanto, un sentido a nuestra existencia (que es trágica porque es única, me hizo ver un profesor de filosofía en la prepa, y es hora en que no termina de caerme el veinte). Pero, en realidad, la vida que dejamos atrás la hicimos a la par que otros millones, y probablemente habrá otros tantos millones haciéndola igual ahora mismo, sin que lo sospechemos —hay cosas que jamás necesitamos sospechar, seguramente.

       Yo no sé, por ejemplo, si ahora mismo, en esta Guadalajara que llega hoy al Domingo de Ramos saturada de las luces inverosímiles que le ponen las jacarandas y las primaveras (están floreando éstas por tercera vez, es increíble), haya niños que pasen desde la alegría fantástica de la vacación hacia el recogimiento y la lobreguez de los días que vienen, como a mí me ocurría en mi infancia tapatía, cuando aquella felicidad por los días de asueto se veía complicada por la atmósfera pesada que imponían la liturgia y su vivencia, sobre todo jueves y viernes; cuando todo quedaba acallado y ese silencio lo adensaba una mezcla de temor y consternación, de piedad y mucha culpa, de pesar y duelo y —para un niño de seis, siete años— un interminable y espesísimo tedio.

       Creo que todo empezaba con la supresión de la tele —de la radio también, aunque quien más oía radio era mi papá, por las mañanas, cuando muy temprano sintonizaba a Don Justo Preciso en su consultorio mientras alistaba los trabajos que iba a entregar—. Adiós, Tío Carmelo; adiós, Tío Gamboín; adiós, Pantera Rosa; adiós, Dukes de Hazzard. Etcétera. Ni jueves ni viernes podía encenderse el aparato, en señal de respeto, pero además porque había que meditar —o proponérselo— acerca del sacrificio de Jesús; había que rezar, desde luego, y acompañar una cosa y otra de una reflexión sostenida que condujera a reconocer las propias faltas, hacerse propósitos de enmienda y enderezar, en fin, todo lo que estuviera torcido en uno. Cosa que yo difícilmente lograba, he de decir, por más que me lo tomara en serio y me angustiara si no lo conseguía. Tampoco podía haber música: la consola quedaba cerrada, los discos en sus fundas. Y mala cosa si a uno se le ocurría silbar o canturrear alguna tonada.

       Antes, por supuesto, ya había quedado colocada en el zaguán, por dentro, la palma que había llegado, bendita, tras la misa del Domingo de Ramos. (Es una de las dos cosas de aquel pasado que he procurado que sigan intactas en este presente: cada año, sin falta, procurar una palma tejida, no muy aparatosa pero tampoco demasiado chiquita —hoy les ponen cromos, antes creo que no se usaba—, para que reemplace la que pusimos el año anterior en la puerta). Lunes, martes y miércoles no sé qué hacíamos. No viajábamos, en la suposición de que habría mucha gente en todos lados, pero también porque esos días no eran para divertirse ni holgar. Seguramente a mis hermanos y a mí nos ponían a hacer quehacer, no sé. Pero todo era como una pausa o un limbo antes del jueves, cuando, al menos, al caer el sol había que ir a las Siete Casas y comprar empanadas (como hoy hacemos también: es la otra cosa). Aranzazú y San Francisco (estaba fácil: además de hallarse juntos, nos quedaban a dos cuadras); Catedral, La Merced, Santa María de Gracia o San Agustín, San José (o Santa Mónica o San Felipe o San Diego de Alcalá), el Santuario. Luego, vuelta al silencio en casa y a dormirse temprano, qué más.

       Un par de veces me llevaron al Cine Latino a ver películas “autorizadas” para la ocasión: Quo vadis?, de la que recuerdo sólo cómo al final florece el cayado de San Pedro como señal para que no huya de Roma, y Ben-Hur, que todavía sueño con horror, en especial la escena donde los galeotes quieren salvarse del barco que se incendia y se hunde, y en su desesperación uno se mocha una mano para liberarse de los grilletes, o la escena donde Messala se vuelca en su cuadriga y las piernas le quedan como a la boloñesa. Aquella derivación cinematográfica de nuestra pía observancia de los días santos se vio estropeada cuando, sin percatarnos de lo que hacíamos, mis hermanos y yo nos compramos unos hot-dogs al salir del cine y rompimos así la vigilia.

       El viernes no acostumbrábamos salir, sencillamente. Si acaso a un viacrucis, pero no así a ninguna Judea en vivo, muy tarde me enteré de su existencia. Y el sábado, al abrirse la Gloria, en casa seguíamos una salvaje tradición, más salvaje que aventarse cubetadas de agua o quemar judas de cartón: a los niños nos correteaban a cintarazos para que creciéramos (¡!). Jueves y viernes estaba prohibido también bañarse: te podían salir escamas.

¿Las niñas y los niños tapatíos de hoy viven algo parecido hoy? ¿Les apagan la tele, les esconden el celular, les retiran las pantallas, les quitan los audífonos, y órale, a encerrarse y a pensar y a rezar? En todo caso, y para nuestra fortuna, ahí estarán otra vez esperándonos las empanadas.

J. I. Carranza

Mural, 13 de abril de 2025.

En moto

Primero que nada, un consejo práctico. Se cuenta en La visión de los vencidos, de Miguel León Portilla («Si mal no me equivoco», decía un obtuso y pedante compañero en la carrera, y siempre se equivocaba), que una de las causas de que los conquistadores españoles encontraran pocos obstáculos al desembarcar por primera vez fue que los antiguos pobladores de esta tierra no fueron capaces de ver los navíos invasores cuando se acercaban. No porque se hubiera echado mano de algún ingenio para ocultarlos, sino sencillamente porque aquellos pobladores jamás habían visto un barco. Tal vez imaginaron que eran islotes, nubes, altas olas, quién sabe. El caso es que sólo supieron qué eran cuando ya era demasiado tarde. Así con las motocicletas que surcan las procelosas y tumultuarias aguas del tráfico vehicular en Guadalajara, y es el consejo que quiero dar, dirigido a los automovilistas: si no tienes presente todo el tiempo, obligándote a ello, que las motos existen, es muy posible que lo recuerdes demasiado tarde, cuando una te haya rebasado a toda velocidad por la derecha o por la izquierda, cuando se te haya estampado detrás o se te haya atravesado feamente, acaso provocando que tú te le estampes y la avientes; cuando una moto, o tres al mismo tiempo, o todo un enjambre (suelen zumbar en manadas o parvadas o bandadas, cómo se dirá), salgan de quién sabe dónde, y pronto por todos lados corran o vuelen haciendo cabriolas en los carriles inexistentes entre tu carril y los carriles vecinos, con gran peligro de descubrirlas sólo cuando ya ha ocurrido un desastre o estuvo a punto de ocurrir. Fuérzate a imaginar en todo momento que una moto va a aparecer, y haz lo posible por mantenerte a distancia. No sea que no las veas, como les pasó a los antiguos con los barcos.

       ¿Se va a poner remedio, alguna vez, a la plaga de las motos asesinas en esta ciudad frenética? Es, por principio de cuentas, una desgracia que prospera imparablemente con uno o dos muertos, al menos, todos los días. Jóvenes, en su mayoría. Accidentes espantosos, menos inexplicables que lamentables, y no sólo por esos muertos, sino por las familias que enlutan y las culpas que hacen cargar a quienes se ven involucrados, además de las secuelas de toda índole que también les sobrevienen a éstos. En fin: no tendría que hacer falta, ni siquiera, insistir en lo descabellado de tanta muerte, basta echar un vistazo al periódico cada mañana para ver cómo la cifra creció. Y, como suele pasar en este país alienado, esa desgracia parece no sólo incontenible, sino también inexistente, como si no estuviera ocurriendo. En medio de tan numerosas formas de violencia que afligen nuestro presente, ¿esta matanza es sólo una más? Como no está involucrada la criminalidad (o no del todo, o no siempre), ¿se puede mirar a otro lado? ¿Las autoridades de todos los niveles tienen otras prioridades? Y, mientras tanto, uno o dos o más muchachos siguen matándose a toda velocidad a diario en las calles tapatías.

       Puesto que la ley en México es opcional y la cumple quien quiere, en gran medida el uso de una motocicleta es sinónimo de impunidad. Claro: no voy a generalizar. Desde que supe que un buen amigo, pediatra respetable y estupenda persona, tiene la afición de andar en una moto tamaño Llorarás (y es divertido imaginarlo, porque es más bien chaparrón), estoy al tanto de que no todos los motociclistas son imbéciles, imprudentes, dementes, agresivos, atrabancados, alebrestados, desentendidos de toda forma de convivencia armónica, salvajes o meramente primitivos, patanes en suma. Y puercos. También están, desde luego, los miles de trabajadores, incluidos repartidores, conscientes y observantes del Reglamento de Tránsito, al tanto de que el solo hecho de empuñar el manubrio equivale a jugarse la vida, y que además de batallar entre el trafical, el solazo y un sinfín de dificultades, tienen la responsabilidad de cuidar la chamba y cuidar el vehículo con que la realizan. 

      Pero ¿qué hay con las hordas que se organizan para tomar las calles en sus estampidas desquiciadas, sin autoridad alguna que les haga frente? (Qué estoy diciendo: si la autoridad se desentiende es porque no tiene para qué desgastarse, y qué habría de ganar de hacerlo). Cientos de motos en caravanas asesinas que, a la hora que se les antoja, se adueñan de la ciudad. O una sola moto, tan sólo una, que acelera y retumba a propósito y porque puede, reventando con su ruidajal infame cualquier esperanza de sosiego. (Desde hace años, frente a la casa se puso un bar de bikers. Ya no tanto, pero al principio había que aguantar a los beodos que al llegar y largarse en sus máquinas monstruosas y grotescas se gozaban ensordeciendo al vecindario. El infierno existe y es eso).

Siempre que veo a un payaso o a un estúpido serpenteando entre el tráfico, no puedo evitar recordar, lo siento, aquel momento de la película ¡A toda máquina! (Ismael Rodríguez, 1951) cuando, en el punto culminante del show acrobático, los personajes de Pedro Infante y Luis Aguilar enfilan sus motos al mismo tiempo para atravesar una hoguera —un número que, desde luego, sale pésimamente mal—. Un compañero, ya harto de sus audacias, nomás atina a decir: «¡Que se maten!». Y bueno, no, yo no quiero que se mate nadie más. Pero sí que alguien pare esta locura, maldita sea.

J. I. Carranza

Mural, 6 de abril de 2025.

Lo negro (de antes)

Serían hilarantes, admirables en su inverosimilitud fantástica, los colmos a los que llegan algunos de los más conspicuos actores de la vida pública actual en México, o serían irrelevantes, en su vulgaridad y su bajeza, y más nos valdría siempre dirigir la vista a otro lado, hacer como si no existieran; serían, en fin, esas cotas que saben alcanzar de modo asombroso, y que superan todos los días, expresiones de su miseria de las que podríamos desentendernos sin pérdida alguna… de no ser porque redundan inevitablemente en la cancelación de las posibilidades concretas para que el grueso de la población encuentre justicia en este país, y también para que deje de vivir con miedo, esa población, en el agobio que impone la lucha por la subsistencia; de no ser, en suma, porque al sucederse incesantemente esos excesos y esas desvergüenzas y esas trapacerías, con todo su desdén por cualquier forma de elemental decencia, afirman de modo más irremediable qué lejos que estamos de dejar atrás tanta locura y tanta ruindad.

       Más de una vez he reparado aquí en el peligro de creer que todo tiempo pasado fue mejor: no sólo es indemostrable siempre, sino que al creerlo uno se proscribe del presente y empieza a perdérselo. Sin embargo, tiene sentido abstenerse de generalizaciones y echar miradas a lo que queda atrás si se busca identificar dónde se torció algo, qué habría que tener en cuenta para que no vuelva a torcerse (es el sentido que tiene el estudio de la Historia, supongo). Estos días, por ejemplo, he estado recordando al Negro Durazo, personaje señero de la corrupción nacional y perteneciente a un tiempo que parece muy remoto, no sólo porque no representaba un problema mayor nombrar injuriosamente a alguien por el color de su piel (los tiempos pasados nunca fueron mejores: enseguida da uno con evidencias), sino también por cuanto la comparecencia de dicho personaje llegó a remover en nuestra conciencia de la realidad, y que hoy sería sencillamente impensable, pues ya somos del todo incapaces de escandalizarnos así. Nombrado Jefe del Departamento de Policía y Tránsito del Distrito Federal (que ya no existe) por el presidente López Portillo, quien también lo ascendió a general de división, Arturo Durazo Moreno abusó de su poder a grados que entonces pudieron parecernos insuperables, enriqueciéndose y gastando su riqueza con un pésimo gusto pasmoso. Pero también instauró un sistema colosal de componendas y chuecuras que prosperó e hizo prosperar a muchos bajo su mando, a la vez que allanó dificultades para varias generaciones venideras de criminales. Manipuló y tergiversó y ocultó y seguramente alentó y participó directamente en la comisión de incontables delitos de todo tipo, y todo lo que hizo lo hizo con ostentación diáfana… hasta que se le acabó la buena estrella o se pasó de la raya o no hubo ya quién lo defendiera, y terminó pagando con tantita cárcel (ocho años) por aquello que al México de entonces pudo resultarle inconcebible e inaceptable. Murió en la ignominia y ya ni quien se acuerde de él (o casi, aquí estoy haciéndolo).

       Y he estado pensando en esa historia al preguntarme, ante hechos como los de los días recientes, por qué ya parece imposible escandalizarse así otra vez. Dos hechos, en concreto: que se haya impedido que se juzgue a Cuauhtémoc Blanco, el exgobernador de Morelos acusado de violación y amparado por sus pares en la Cámara de Diputados, y por otro lado que se haya condenado al exrector de la UNAM y al exdirector de la Facultad de Estudios Superiores Aragón a reparar con 15 millones de pesos el supuesto daño moral causado a la profesora corrupta de la ministra Esquivel, plagiaria demostrada por más que su plagio se haya buscado soterrarlo mediante elaboradas triquiñuelas. Ambos, Blanco y Esquivel, son representantes depuradísimos de la inverecundia que ha caracterizado a la clase política de este tiempo —y no sólo de la llamada Cuarta Transformación (aunque sí principalmente): yo diría que desde los tiempos de Salinas o por ahí, cuando empezó a atrofiársenos aquella capacidad de estupor y de indignación que funcionaba todavía al enterarnos de lo que había hecho el Negro Durazo; ¿fue con el asesinato de Colosio, con el de Ruiz Massieu, con la trama truculenta de la Finca del Encanto y la desaparición del diputado Muñoz Rocha y las adivinaciones de la vidente llamada «La Paca»?—. Ambos, Esquivel y Blanco, van a seguir intactos donde están, o prosperarán sin más. Y se nos van a borrar, más definitivamente que si hubiesen recibido algún perdón.

Lo negro del Negro, se tituló un best-seller que causó furor al contar las tropelías del general (y hubo película). Las de la ministra y las del exfubolista las hemos visto aflorar en tiempo real y a todo color, y como pasa con tantos otros figurantes de este circo lamentable, no hará falta que nadie venga a contárnoslas: no nos han resultado lo bastante interesantes, quizá, como para movernos a indignarnos ni mucho menos. Será una combinación de hartazgo e indiferencia, o será quizá porque se ha dejado de llamar a las cosas por su nombre —salvo por quienes, como el poeta Javier Sicilia, a cuyo hijo mataron hace catorce años en el estado de Blanco, no han cejado en el empeño, por ejemplo cuando se refiere a esta «dictadura de los criminales, los cínicos y los imbéciles»—. ¿O será mera resignación?

Foto: Pedro Valtierra / Cuartoscuro

J. I. Carranza

Mural, 30 de marzo de 2025.

¡Llamen a Wodehouse!

Cuando el impecable Eduardo Huchín Sosa me propuso sostener una breve correspondencia para conmemorar los cincuenta años de la muerte de P. G. Wodehouse, acepté entusiasmado por la posibilidad que esa práctica me ponía al alcance ser lo que siempre he querido ser: un escritor del siglo XIX. Pero, además, porque si una misión tengo en esta vida es la de esparcir la noticia de la existencia de Wodehouse, el autor más entrañable que ha habido y que habrá. Ojalá sea del agrado de ustedes esta conversación epistolar entre dos admiradores irredentos de Plum, y aspirantes —creo que con algún mérito— al Club de los Zánganos. What ho!

Para leer lo que nos escribimos, que se publicó en el número de febrero de 2025 de Letras Libres, favor de pasar por aquí.

¿Pasa ligera?

Pues no. Y no es que Yuri se equivocara: al fin y al cabo, en su caso se trataba de denunciar la disposición ambiental del mundo que arranca el 21 de marzo, propicia para la proliferación del amor —ha de suponerse: la canción no lo dice, pero se sobrentiende—, y enemiga para la voz que cantaba, menos despechada que abatida porque la habían largado… ¿o nomás era su fantasía?: «Qué queda de un sueño erótico si / de repente me despierto y te has ido». En realidad, el sentido cabal de la canción es difícil de discernir, salvo en cuanto tiene de lamentación por sentirse víctima de la llegada del equinoccio. «Pasa ligera», dice, pero en el fondo no es cierto: se ensaña contra la enamoradiza que no escarmienta («Para enamorarme basta una hora»). Así que es maldita. La maldita primavera.

       Es fantástico cómo vamos por la vida portando información acaso absolutamente prescindible, en cantidades incalculables y tan misteriosamente disponible en todo momento: como esta versión de la cantante jarocha —y, además: ¿por qué estoy enterado yo de que Yuri es jarocha?—, ¿cuántos terabytes de canciones y poemas y anuncios radiofónicos o televisivos y declaraciones de políticos y eslóganes o rúbricas de presentadores y locutores y diálogos de películas y de caricaturas y chistes (prememes) y canciones otra vez, miles que sabemos de memoria sin saber que las sabemos, atestan nuestra memoria y acaban así por definirnos? Pero, además: apenas uno presta atención a eso que ha oído incontables veces a lo largo de cuarenta y cuatro años —sí: a Yuri le oímos por vez su denuncia de la estación florida en 1981—, se abre una posibilidad inmensa de seguir abasteciendo esas bodegas de lo inútil con más datos y noticias que habían estado aguardando casi medio siglo para asombrarnos. Por ejemplo: que la canción fue originalmente italiana y la cantó con éxito clamoroso otra güera, llamada Loretta Goggi, aquel mismo año; que tiene versiones al portugués, al alemán, al checo, al danés, al finés, al neerlandés, al croata, etcétera, e infinidad de otras interpretaciones en el español de varios países de América Latina. (A propósito de Goggi y su coincidencia capilar con la cantante de «Osito panda», siempre es sorprendente descubrir cómo los mexicanos, mientras nuestra educación sentimental estuvo a cargo de Televisa y Raúl Velasco era una suerte de ministro plenipotenciario del gusto nacional, vimos ascender al estrellato a numerosas imitaciones o descarados clones de artistas y grupos de medio pelo que hacían de las suyas en otras latitudes sin que nos enteráramos —no había internet ni televisión por cable—: por ejemplo Flans, que calcaba las coreografías, las tesituras, los peinados, la vestimenta y hasta los colores de piel de las integrantes de Bananarama). Y lo más misterioso de todo: ¿por qué una canción así ha perdurado en el recuerdo de millones, al grado de que entra en la categoría de los productos culturales constitutivos de nuestra identidad, y háganle como quieran? No tiene pierde: en la boda, en la radio del Uber, en el sonido ambiental del súper, en el tianguis, en la espera de que la peluquera se desocupe: apenas suenan los primeros acordes, nuestra más profunda índole está lista para ponerse a corear: «Qué importa si / para enamorarme basta una hora…». Maldita sea.

       El caso es que, al menos en lo que concierne a Guadalajara, nada de ligereza: la primavera se hace sentir y parece espesa, lentísima, como que nunca va a terminarse. Tiene, sin duda, sus aderezos o desplantes cosméticos que pueden embelesarnos cuando reparamos en ellos: los árboles que son sus tocayos, y de los que hablé aquí hace unas semanas sin pudor por la carga de cursilería que pudiera tener mi entusiasmo (después de todo, como observó el gran Pablo Fernández Christlieb, la cursilería es el mal gusto de los buenos sentimientos); además, las jacarandas, que están ya colgando sus magníficos mantones sobre toda la extensión de la Cuaresma; los tabachines, que ahí vienen, las bugambilias, etcétera. Muy lindo todo, muy tupido y ebullente… hasta que se desatan las alergias. Inaugurada la temporada de los estornudos imparables, la moquera incontenible, los ojos llorosos y la incesante rasquera, también se desencadena en esta tierra la sucesión de infiernos forestales que además de devastar bosques emporcan los cielos y empeoran jaquecas y toses —por decir lo menos—. Paradójicamente, las coloraturas del ocaso en este tiempo suelen ser dramáticas y bellísimas: la primavera maldita haciendo alarde de sus veleidades artísticas con tanta destrucción que se prolonga al tiempo que prospera el estiaje y el temporal de lluvias se ve imposiblemente lejano en el horizonte, o sencillamente no se ve.            

Sumémosle a eso el hecho de que parece haber alguien abriéndole a la llave del gas para que la flama crezca y en el gigantesco comal que es la ciudad vayamos tostándonos por todos lados. Las noches se acortan, y qué bueno, porque las vuelve insoportables el calor, pero los días alargan sus sopores y sus hervores secos. Y la única explicación parece ser que haya festivales de kínder con niñas y niños vueltos abejitas o flores (a mi niña una vez su mamá le hizo un traje de jacaranda de papel maché: el disfraz más fabuloso, pero se estaba asando) ¿Ligera, la primavera? Qué va a ser.

J. I. Carranza

Mural, 23 de marzo de 2025.

Cinco años

Empezó el viernes 13 de marzo de 2020. No sé, sin embargo, si ese día fue el último de las clases o el primero del encierro. Yo había estado frente a mi grupo en la universidad el jueves 12, y seguramente mis estudiantes y yo confiábamos en que volveríamos a encontrarnos el martes 17, luego del asueto del 16 (Juárez). O no teníamos por qué confiar: dábamos por hecho que así sería, con la sencilla certeza que infunde a lo que vivimos el decurso de lo cotidiano. Pero no volvimos a vernos. Las clases de mi niña, en tercero de primaria, también se interrumpieron, y tampoco volvió a ver a sus maestras ni a sus amigos. Por alguna razón —acaso la sencilla ignorancia de lo que vivimos en el decurso de lo cotidiano— , todo este tiempo he creído que ese viernes 13 la niña ya no fue a la escuela, pero lo más probable es que yo la haya llevado por la mañana, que su mamá o yo o ambos la hayamos recogido poco después de las dos de la tarde, que también hayamos creído que después del lunes feriado íbamos a seguir en lo que estábamos… Pero ¿antes de ese viernes Alfaro había mandado que se suspendieran las clases? ¿O fue ese mismo día? ¿O fue en algún momento del fin de semana (asueto anexo), y amanecimos el martes ya sin acceso a nuestras rutinas?

       (Ah, Alfaro: sus desplantes enjundiosos con los que parecía convencido de que la realidad iba a obedecerlo dócilmente; cómo dispuso que los jaliscienses nos adelantáramos al avance de la peste y nos recluyéramos dos semanas —según él iban a ser solamente dos semanas— antes que el resto del país para tomar ventaja —y esa ventaja sólo existía en su imaginación ignorante y ensoberbecida y ridícula—, y cómo luego iba prolongando el plazo del encierro como si negociara con el virus y fuera dándole prórrogas, lamentable y patético).

       El viernes 13, como sea, todo paró y todo empezó. Muchas personas que sufrieron manifestaciones agresivas del contagio y sobrevivieron han referido que una de las secuelas, por lo visto perdurables si no es que vitalicias, es una suerte de neblina que dificulta distinguir la memoria de días, de semanas, de meses que se pierden, aparentemente sin remedio; también aparta o escamotea, esa neblina, palabras y conceptos que antes estuvieron siempre al alcance y eran manejables sin problema alguno, u ofusca la inteligencia al querer abastecerla con nuevos conocimientos, o confunde e imprime una suerte de irrealidad a la vivencia del instante… Creo que, en alguna medida, la especie humana en su conjunto sigue atravesando una neblina parecida —o es la misma—, pues de proponérselo resulta muy complicado o imposible recrear, con el solo recurso de la memoria, lo que empezó cuando paró todo. Tenemos, sí, vivencias imborrables, la mayoría tristes o dolorosas o aterradoras o desoladoras, consecuencias directas de nuestro miedo y del asombro que se refrendaba día a día ante la magnitud de nuestra fragilidad y nuestra indefensión, como individuos y como sociedad. (Para mí, la peor de esas vivencias fue cuando tuve que ir decirle a mi mamá, sin quitarme el cubrebocas y temeroso de estar poniéndola en riesgo, en noviembre —¿u octubre?— de ese primer año, que mi hermano se había muerto en el hospital adonde lo llevaron sus hijos, contagiado, para no volver a verlo. Ni ellos abrazaron a su papá ni yo pude abrazar a mi mamá al decirle, tampoco cuando asistió al funeral desde mi iPad, tampoco muchos meses después que siguió tramitando el duelo en la soledad infranqueable de su casa). Pero a la par de todas esas vivencias hay también una profusión de impresiones soñadas o entrevistas en una suerte de delirio o fiebre que se prolongaba insensiblemente a lo largo de meses y más meses y no parecía tener fin: qué hacíamos, cómo arrancaba cada día y cómo terminaba, de qué hablábamos, cómo nos entreteníamos, qué leímos (en verano de aquel año yo leí La montaña mágica, de Mann, y el balcón de nuestro departamento daba al valle de Davos y enfrente estaban los Alpes y el silencio de la ciudad era el mismo del sanatorio donde convalecía Hans Castorp y no sé qué tanto de eso soñé ni qué tanto ocurrió en serio). Rompecabezas, juegos, estiramientos, los millones de horas que pasamos conectados (así volví a estar con mis alumnos, mi niña con sus amigos y con esas heroínas angélicas que fueron sus maestras). Cada noche, al apagar las luces, yo veía a lo lejos las ventanas iluminadas del edificio de las Suites Bernini: llegó el momento en que creí identificar mensajes cifrados en la disposición de esas ventanas, premoniciones o advertencias. Y sabía que yo era el elegido para comprender eso que me decían y que sólo yo sabría. A otro día, el encierro continuaba.

        Las noticias: en el mundo y en la ciudad, el imperio imparable de la muerte. Los hospitales, los miles de tumbas excavadas previsoramente en los cementerios, la cacería de tanques de oxígeno, las imágenes de los pueblos que iban quedando desiertos, las grandes metrópolis vaciadas, las incontables formas del disparate que fue haciéndonos improvisar el temor, los millones de historias, las esperanzas y las oleadas que nos azotaban. Mi maestro David Huerta me decía, angustiado, como si hablara de una maldición bíblica: «¿Qué es esto que nos cayó encima?».            

Hace cinco años. Y de algún modo, también, es como si nunca hubiera pasado.

J. I. Carranza

Mural, 9 de marzo de 2025.

Primaveras

Es fácil ceder a la tentación del lirismo, de la efusión de las impresiones provocadas meramente por la luz y por percibirla. Las primaveras tapatías, en sus suavísimas explosiones, animan a eso, a ponerle a su descubrimiento las palabras predecibles, consabidas, frecuentemente incapaces de maravilla, y sin embargo útiles para encauzar nuestro asombro inevitable. La primera, este año, era en realidad un par: dos árboles juntos en un camellón del Periférico, como esperando para cruzar entre los tráileres y los autos y la gente que a su vez cruzaba para llegar a una estación del camión que pasa ahí (metrobús, peribús, macrobús, como se le diga). Y, al verla, al verlas, no pude evitar exclamar: «¡La primera primavera!», acaso porque así me lo exigen siempre ellas en sus propias exclamaciones, mejores que las mías desde luego y que las de cualquiera.

       Pero eso fue hace unas tres semanas. Algo ha sucedido en los ritmos de floración de los últimos años, debido quizás al desquiciamiento de las estaciones, de sus temperaturas, o tal vez a las condiciones atmosféricas de esta ciudad que en su desmesura imparable va sufriendo cambios metabólicos u hormonales y por ello muta todo el tiempo y la vida en ella se comporta de modos cada vez más impredecibles. O, si no es que esos ritmos en realidad se han alterado, es posible también que la población de primaveras (y jacarandas, que vendrán enseguida, y al final los tabachines) se haya incrementado de tal forma que su presencia entre nuestras rutinas y nuestras prisas, nuestra distracción y nuestras neurosis, se ha vuelto cada vez más insoslayable, y es por ello que notamos más que antes (todo es siempre más que antes) cómo, a diferencia de lo que pasaba antes, hoy las primaveras no esperan a veces ni siquiera a que diciembre acabe de cerrar para emprender lo que les corresponde, sacándose quién sabe de dónde esos puñados de amarillo algo más enfático que el amarillo de las torres de Catedral. No esperan, pues, como si las apresurara una impaciencia o un ansia (sabrán tal vez algo que nosotros no), y a lo largo de todo enero van encendiéndose y apagándose, por todos los rumbos, haciéndonos saber que ahí estaban desde quién sabe cuándo, sólo que no nos habíamos dado cuenta, y luego otras, y otras más, en las calles donde suelen hacer sus más vistosas peregrinaciones (La Paz, la Calzada Independencia, Américas, etcétera), pero también en esquinas dónde jamás habríamos imaginado que les gustaría pararse, o a media cuadra, o en un jardín o en el centro de una manzana, y siempre es como si por la noche hubiera llegado una nave espacial a instalarlas y a prenderlas, inesperadas y algo absurdas en su trato con el paisaje: un baldío habitado por la roña, al lado un edificio que sólo sostiene el olvido, la fachada un asco de roturas y pintas, la banqueta despedazada, la basura, el tráfico y el humo, y en medio de todo eso, de pronto y de un modo inmerecido, una primavera alzada sobre sí misma como una gigantesca cubetada de pintura amarilla que queda suspendida por encima de todo y hace que toda aquella fealdad y miseria, al menos mientras uno va pasando por ahí, se vuelva invisible —no es así, nunca: como dijo Nabokov del arte, su mejor definición es que consiste en la suma de belleza y piedad, piedad porque la belleza siempre muere; las primaveras y su arte también.

       El caso es que, debido a esas alteraciones en sus tiempos, en los últimos años (o así ha sido siempre y yo apenas voy dándome cuenta) las primaveras florecen dos veces. No todas a la vez, pero sí todas, en el momento que les da la gana, parece. Aquella, aquellas del Periférico, antier constaté que ya vienen de nuevo; llevaban unos días con las ramas limpias, en silencio, pero ya antier estaban dificultándome entender el color del cielo detrás de esas ramas, el gris de las nubes de las lluvias de estos días detrás del amarillo taxi (qué desgracia que los taxis tapatíos no tengan más los colores de las torres de Catedral), y seguramente mañana, cuando vuelva a pasar por ahí, serán ellas mismas las nubes insólitas de ese amarillo (y el Pájaro de Goeritz, qué pocas ganas de volar con ese bermellón y sin su amarillo de tantísimos años; Guadalajara debería ser toda amarillo primavera, sus edificios mejores y los peores también, sus camiones y sus trenes y las estaciones de unos y otros y sus luminarias y sus botes de basura y el mobiliario en sus jardines y sus fuentes y sus bicicletas y sus monumentos).

No hace falta que signifiquen nada, pero a pesar de ello —o gracias a ello, quizá— son más importantes que incontables cosas en el universo. O deberían serlo, para que les prestemos la debida atención, que nunca será suficiente. No hablo de los cuidados que precisan (habrá quien tenga esa responsabilidad, supongo: gobiernos, ciudadanos), sino en términos de lo que advertir sus inefables proposiciones puede suponer para mejorarnos súbitamente la existencia. Contemplación o experiencia estética, si se quiere, o bien, más sencillamente, alzar la vista más allá de nuestros torpes pasos y ver que ahí hay, un año más, una primavera tapatía. Deslumbrante. Sea que seamos dignos o no de ella. Y sólo porque sí, o acaso sin porqué: como la rosa del poema de Angelus Silesius que citaba Borges, también la primavera tapatía «florece porque florece».

J. I. Carranza

Mural, 23 de febrero de 2025.

Extinción

Podría pensarse que el Ingeniero ya está viejo y se le han ido acabando las fuerzas. Lo cierto, sin embargo, es que nunca se ha distinguido precisamente por su audacia o su ímpetu innovador: más bien ha ido siempre a lo seguro, acomodándose a duras penas a los cambios o dejando que se convierta en chatarra lo que habría podido servir un poco más. Pareció, alguna vez, que tenía miras históricas: cuando invirtió en la rehabilitación de varias decenas de manzanas en el centro de la Ciudad de México, buscando salvar sus edificios de las ruinas (o hacerlos rentables, más bien)… Pero ahora muchos de esos edificios están convirtiéndose otra vez en ruinas, y las manzanas en cuestión se han ido volviendo bodegas del nuevo imperio mundial chino. El museo que construyó para gloria de su difunta esposa y la suya propia, si bien pone al alcance de los mortales tesoros considerables —hay que reconocérselo, que no haya guardado esos tesoros bajo llave o no se haya limitado a traficar con ellos—, sugiere que mucho de lo que caracteriza a la historia y la personalidad del personaje es el tener por tener.

      Hace unos días, el Ingeniero se puso a echarle malo a los sesudos críticos del modo en que ha hecho su fortuna. Los tildó de imbéciles, los acusó de no saber lo que todo el mundo sabe: que esa fortuna empezó a agigantarse de modo vertiginoso gracias a una mezcla de astucia con suerte, pero también debido al favoritismo del Presidente, que le abrió al Ingeniero cancha para que se hiciera sin demasiadas complicaciones con buena parte de lo que al Estado le venía resultando un lastre. Todos lo vimos, habría que recordarle al Ingeniero. Pero qué caso tiene. No debe de ser sencillo tramitar en el ego el desplome del primer lugar al décimo sexto en la lista de los Más Ricos del Mundo, por más que al Ingeniero sigan abriéndole las puertas de Palacio cada que le da la gana, o siempre que cada Presidente de los últimos siete ha necesitado consultarle algo o arrimársele para transmitir una sensación de estabilidad y confianza. Disciplinado y poco dado a alebrestar con declaraciones salidas de tono o movimientos repentinos o desplantes, el Ingeniero ha sido en realidad sumamente complaciente con el estado de las cosas en el País, sin que parezca importarle un comino la descomposición incesante de dicho estado de las cosas. O será —claro, qué estoy diciendo, por qué iba a alarmarse— que ha sabido aprovecharse siempre de las circunstancias, en provecho de sus intereses, como hacen por lo general sus pares desde que el mundo es mundo y unos tienen más que otros. El caso, con todo, es que el Ingeniero siempre ha sido poco afecto a nada que no sea cumplir con lo que le toca: tener más que nadie en este país donde tantos tienen nada o menos que nada.

      Traigo al Ingeniero en mente por lo que ha estado pasando con uno de sus Negocios, la cadena de Tiendas que son a la vez cafés y restaurantes y farmacias y bares y librerías y puestos de revistas y donde hay venta de televisores y cámaras y maletas y perfumes y relojes y chocolates y pan y juguetes y plumas y secadoras para el pelo y boinas y chales y pantimedias y ajedreces y chicles y navajas y bolsos y productos cosméticos y dermatológicos y lentes oscuros y condones y bolsas para regalo y tarjetas de felicitación y peluches y esculturas horrendas para poner en los escritorios de profesionistas de pésimo gusto y encendedores y cigarros y puros y etcétera. Tiendas que son maquetas o resúmenes del universo —no en balde decía Carlos Monsiváis que, llegado el Apocalipsis, él iría a meterse ahí—, y que además han formado parte, principalmente por su comportamiento como Cafés, de la cultura nacional desde hace más de un siglo, siendo sede de acontecimientos históricos —la célebre foto de los zapatistas que desayunan en la barra del primero de esos Cafés, el conocido como de Los Azulejos—, pero además abiertos a la ocurrencia de los millones de encuentros de toda naturaleza, desde los amorosos a los de negocios (si es que no son lo mismo), protagonizados por millones de mexicanos con la suerte de tener al menos unos pesos para pagarse una taza del desprestigiadísimo café que ahí sirven, y abiertos también a la mera posibilidad de que uno esté ahí, y lea o escriba o no haga nada, y entonces la vida meramente se produzca, como debe pasar en los más altos momentos de la civilización.

      Bueno, pues el Ingeniero parece tener el propósito de dejar que estas Tiendas y Cafés se caigan, se vuelvan polvo, se extingan. Un recuento de X muestra cómo en los últimos pocos años han cerrado ya una docena tan sólo en la Ciudad de México. En Guadalajara, también en poco tiempo, vimos desaparecer los dos que había en Juárez y 16 de septiembre (uno donde antes estaba el Woolworth), el de Plaza Bonita, el de Plaza Pabellón, el de Américas. Y los que quedan son cada vez más una desgracia: con escaso personal, instalaciones lamentables, horarios recortados… Parece evidente que el Ingeniero no está dispuesto a destinarles un centavo para levantarlos tantito, para devolverles la dignidad, y que está dejando sencillamente que den de sí. Y es lamentable —algún día contaré in extenso mi historia con estos sitios; hoy casi sólo voy a comprar puros—. ¿El Ingeniero ya decidió dejar morir este Negocio? Lo más seguro es que sí.

J. I. Carranza

Mural, 16 de febrero de 2025.

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