• Dos clics

    El poeta Gerardo Deniz afirmaba que la economía de su casa podía trepidar y quedar en riesgo de desplomarse si él tenía la mala ocurrencia de estrenar zapatos. Tal vez por lo dramático de esa declaración o bien porque trasluce la precariedad a la que frecuentemente quedan (quedamos) condenados los letraheridos, como antes se decía con toda cursilería para nombrar a los escribidores, siempre siento que Deniz está viéndome con reproche o alarma cuando estoy por animarme a entrar a una zapatería. A veces esa mirada fantasmal termina por disuadirme: saco cuentas absurdas (cuánta gasolina podría ponerle al coche con eso que me voy a gastar, cuántos virotes estaría quitándole de la boca a mi familia) y lo dejo para después, hasta que al fin me decido y entonces elijo con tanto escrúpulo que parece que ya jamás podré volver a comprar zapatos en toda la vida.

          Pero creo que ayer conseguí eludir la vigilancia deniziaca y me compré unas botas sin tener que abrirme paso entre mis neurosis y mis supersticiones. Fui, las vi, las pedí y las pagué. Me llegan hoy. Y todo lo hice sin moverme de donde estaba echado, en cuestión de minutos y sin titubeos. No se trató propiamente de un impulso, pues había una buena justificación: tenían un suculento descuento. Son unas botas muy bonitas, aunque mi esposa me dijo con franqueza que se me verían mejor si yo fuera albañil. En todo caso, se trata de una marca y un modelo de los que no me he apartado en más de dos décadas, pues sólo me consiento variaciones en el color… y ahora que caigo en cuenta, estoy calcando lo mismo que hacía mi papá, que siempre usó zapatos iguales y los compraba invariablemente en Las Tres B, en los portales de Colón, frente a la plaza de Las Sombrillas. (¿Cuántas contraseñas de tapatiez van dejando de ser funcionales con el mero paso de los años? ¿A partir de qué edad a los tapatíos de hoy ya no les resultan útiles referencias como las que acabo de dar? Sin duda, llegará el momento en que no tenga sentido utilizar los nombres de una Guadalajara que hace mucho no existe, pues nadie quedará que sepa para qué servían esos nombres. No sé si eso es más triste que aterrador o viceversa).

          El punto es que en esa compra consistió mi experiencia del Buen Fin. Que, debo decir, no obstante lo ventajosa que resultó, fue también desangelada, desabrida. Lo intuí cuando, horas después, vi en un noticiero las imágenes de la gente atestando tiendas y centros comerciales para salir muy sonrientes con sus pantallas pantagruélicas rumbo al estacionamiento. (Es fantástico: ¿de qué tamaño tiene que ser una habitación para que quepa en ella una pantalla de quinientas pulgadas?). A ver si consigo explicar esta misteriosa envidia que experimenté por haber comprado mis botas con un par de clics, en lugar de hacerlo como los seres humanos normales. Mi teoría es la siguiente, y tiene que ver justamente con la tapatiez:

          En una ciudad abocada históricamente al comercio y en la que, también históricamente, buena parte de la vivencia del ocio de la población está relacionada con esa actividad, las grandes superficies comerciales constituyen un elemento importante en la educación sentimental de las personas y configuran en gran medida su afectividad. No sólo son los escenarios donde ocurren procesos importantes para la formación de la identidad, como la socialización elemental y la consolidación de relaciones significativas —amigos, amores—, sino que además adquieren, en su arquitectura, sus ambientes, sus entornos, calidad de espacios entrañables, muchas veces de modo inadvertido y, sin embargo, irresistible: por eso volvemos y seguiremos volviendo, a pesar de cualesquiera contrariedades o malas experiencias. Una plaza comercial, para alguien nacido en esta tierra atolondrada y gastalona en la que escasean ofertas de entretenimiento accesible de distinta naturaleza (los parques son pocos, las unidades deportivas contadas, difícilmente prenden las opciones culturales como no sea entre los iniciados, etcétera), va volviéndose con el tiempo un particular e intransferible locus amoenus, una parcela de paraíso donde nos hallamos a salvo (del trabajo, de las prisas, de los agobios de lo cotidiano) y donde, de un modo ciertamente asombroso, el barullo del ejambre de gente acalla otros barullos indeseables: el de la rutina, o el que nos zumba en el cráneo y que se apacigua con música de tienda departamental. Acaso no estaríamos muy dispuestos a reconocerlo si nos preguntaran, pero sospecho que los tapatíos difícilmente nos hallamos mejor que lerendeando con una nieve ante los aparadores de una plaza comercial.

          Por eso, aunque mis botas ya vinieran en camino, y gracias a la oferta que oportunamente me hallé me hubieran salido tan baratas, a poco de pensarlo caí en la cuenta de que habría preferido ir a comprarlas en vivo y a todo color, a Plaza del Sol, por ejemplo, adonde hace casi dos años que no vamos —lo sé porque en la última ocasión nos sacamos una foto con el arbolote de Navidad, en 2002—, y donde en mi infancia se fraguó algo de mi comprensión de las cosas, además de querencias decisivas y tal vez una sensibilidad específica, como nos pasa a todos aunque no nos percatemos. Qué Buen Fin tan sin chiste, vaya. Para otra mejor nos lanzamos, aunque me asalte otra vez la presencia preocupona de Deniz.

    J. I. Carranza

    Mural, 17 de noviembre de 2024.


  • Atorón

    En Venezuela la Navidad lleva ya un mes y cacho, pero nosotros no queremos quedarnos muy atrás: todavía no arrancaba noviembre y ya estaban poniendo los puestos del tianguis navideño de Las Águilas. Supongo que el del Refugio también ya ha de estar, no hemos ido todavía, estamos calculando cuándo será sensato comprar el arbolito para que aguante y desquite lo que costará. El caso es que no nos hace falta un Nicolás Maduro: como a buena parte del mundo occidental, nos basta con que Mariah Carey se descongele y lance su chillido: «It’s time!» —sospecho que cada año lo hace más temprano, y considero una incomprensible falta de visión empresarial que las integrantes de Pandora no hagan otro tanto con sus peces en el río.

          En esto estaba pensando mientras contemplaba el otro día los cempasúchiles desfallecientes en la Minerva, que ya pronto tendrán que largarse para dejar espacio a las nochebuenas… y mientras transcurrían los interminables veinticinco minutos que estuve atorado como tonto en la glorieta, en el tráfico de las dos de la tarde, sin que pareciera posible que nada deshiciera el amasijo de vehículos que no avanzaban o avanzaban poquito nomás para taparles mejor el paso a otros, tan inmóviles todos como impacientes y tercos, pitando incluso algún tarado que creía que serviría de algo, aventándose todos entre sí la lámina para ganar unos centímetros, y librando por milímetros los rozones de las motos temerarias que, ellas sí, se abrían paso en el caos. Sin que pareciera que aquello acabaría alguna vez, y, desde luego, sin tránsitos que pusieran orden —ya parece que van a ir a meterse, qué ganarían, mejor se quedan en la sombrita a la caza de alguien sin engomado de verificación para caerle ahora que todavía pueden, sería un milagro de Navidad si alguna vez llegamos a verlos en un embotellamiento sirviendo de algo.

          La Minerva, ya sabemos, es espacio socorrido para las celebraciones de la ciudad, a veces más o menos espontáneas, como las futboleras, pero por lo general impuestas por algún ocurrente en el gobierno. Aunque ciertamente nunca tuvo vocación de espacio público para la vida a pie: como distribuidor vial, siempre ha estado al servicio de los coches, razón por la cual es tan bonito reclamarla cada domingo, en la Vía RecreActiva, como si de verdad ese cielo amplísimo le perteneciera a la gente que pasea o va en bici o en patines, y por eso también es triste que den las dos y la ilusión se termine cuando el tráfico se reanuda con toda su vulgaridad. En todo caso, es significativo que sea también el epicentro de la tapatiez en una de sus más penosas manifestaciones, que es la incivilidad extrema al manejar.

          No es sólo la asombrosa capacidad que tenemos de cometer toda suerte de imprudencias al volante, sino también la mera y llana estupidez por la que nuestra inobservancia de la ley y nuestra falta de respeto por los prójimos nos acarrean complicaciones sin fin, que bien podríamos evitarnos. Porque los embotellamientos en la Minerva se deben a que un montón de conductores deciden, como si importaran más que todos los demás, pasarse un alto; al mismo tiempo, en el siguiente semáforo, hay otro montón que también se lo pasarán, y así hasta que se sincronicen en el marasmo todos los que quisieron ganarles a los otros, en cada uno de los seis semáforos de la glorieta. (Ya sé: nada de esto sucedería si en Guadalajara no hubiera tantos coches, pero para eso tendríamos que borrar toda la historia de la ciudad en el último medio siglo, al menos, y empezar de nuevo, ahora sí bien).

          El día en que contemplaba yo los cempasúchiles, además, y como consecuencia de esa obtusa costumbre de que todo el mundo se pase el alto y enseguida se atore, habían chocado un camión y un coche. Alguno de los dos no quiso dejarse y aceleró y se le atravesó al otro y muchas gracias, ahí se quedaron esperando a sus seguros, el típico tarado choque laminero y las taradas disposiciones que impiden hacerse a un lado para no estorbar. De manera que la situación había empeorado gracias a que aquella incivilidad se materializó en lo que cada día vemos por cada calle de esta noble y leal ciudad: la creencia de que uno siempre tiene más derecho que los otros, razón por la cual rebasamos por la derecha, nos le pegamos al de adelante como queriendo pasarle por encima, damos vueltas prohibidas porque son los otros los que tienen que detenerse y no yo, no toleramos que algún peatón se cruce, aceleramos para que un ciclista inoportuno se quite, y que nadie se nos atraviese si no se quiere morir.

          Como está claro que los semáforos de la Minerva no sirven, quizá convendría quitarlos, para que la glorieta opere del mismo modo que las glorietas sin semáforos en Guadalajara: te metes cuando puedas, y ya dentro tienes prelación hasta que tengas que salirte. Y es que a lo mejor eso es lo que no nos gusta: que, con los semáforos, tengamos que ir deteniéndonos mientras rodeamos, al modo chilango. O bien: que se vuelva zona peatonal ya para siempre, y que la fuente la conviertan en una alberca pública, o que cambien para allá la Plaza de los Mariachis, y que pongan un tianguis navideño todo el año, y que Alfaro antes de irse decrete que la Navidad empieza en agosto y se acaba en abril, y haya siempre nochebuenas y cempasúchiles y todo sea felicidad.

    J. I. Carranza

    Mural, 10 de noviembre de 2024.


  • Connivencia

    La historia de Estados Unidos, desde la llegada de los primeros colonos, sirve para explicar meridianamente el nivel de abyección que ha alcanzado la vida pública en ese país. Las realidades particulares de los individuos quedan aparte, y entre esas realidades caben las que han dado origen a algunos de los productos culturales y de los desarrollos científicos y tecnológicos más deslumbrantes. Pero la realidad colectiva que construyen esos mismos individuos como ciudadanía, y dentro de ésta la clase política, constituye un colmo de depravación y de estupidez difícilmente concebible si no estuviéramos viéndola. Tal vez sea injusto decirlo así, por la sencilla razón de que el tiempo pasa, las generaciones se suceden, las sociedades se reconfiguran y, en fin, el mundo cambia, pero el hecho es que la nación que hizo posible alcanzar la Luna es la misma que va a volver a elegir este martes a Donald Trump.

          Todo el párrafo anterior, evidentemente, es una obviedad. Y, en cuanto a la afirmación que lo cierra, me parece difícilmente inaceptable. Aquí tocaría pronunciar el ensalmo que suelen hacer los agoreros para dejarle un respiradero al optimismo: «Ojalá me equivoque». Pero me lo impide el hecho palmario de que, independientemente de lo que sugiera la estadística y de la división más bien ilusoria entre partidarios y simpatizantes de un bando u otro, la sociedad estadounidense adora a Trump: lo necesita, le urge que vuelva, le quiere entregar el mando absoluto sobre sus vidas, jamás va a negarle nada. No lo ha hecho: nada ha sido suficiente para detenerlo, aun los detractores más tenaces han sido incapaces de sacarlo de la jugada (no se diga de meterlo a la cárcel), lo hemos visto proferir las peores vilezas e incurrir en los actos más repulsivos a toda noción de decencia elemental, y ahí sigue. Y ocurre que la contienda en el fondo es una fantasía: si en realidad los millones de votantes que no votarán por Trump quisieran negarle toda posibilidad de llegar a la Casa Blanca, no estarían esperando a este martes, no se conformarían con la creencia ingenua de que bastará votar contra él, no estarían esperando a que las sumas de su lunático sistema electoral les hagan el favor. Así que no es cierto que esos millones no quieran que gane: en su complacencia, en su indiferencia, en su tontería colosal, pero sobre todo en su connivencia con la ignominia sostenida que representa la mera existencia de Trump, incluso esos objetores han estado colaborando en su triunfo. Va a ganar y se lo merecen.

          ¿Que Kamala Harris es preferible? Pues sí, pongamos, pero qué tan idónea puede ser si, en su discurso y en los hechos, ella y sus partidarios no han sabido reducir a la nada a ese endriago incontenible que ha hecho de la mentira y la bajeza sus armas infalibles para hacer que prevalezca su odio —y el de los suyos—. ¿Por qué se merecen los demócratas ganar, si en los hechos, a lo largo de más de ocho años, nada se han propuesto en serio para detener al enemigo? Como en México sabemos bien, pues acabamos de repasar la lección en la votación pasada, la oposición inservible termina por no importar y, más aún, por coadyuvar (verbo horrible, pero es que todo esto es horrible) a la afirmación en el poder de los peores. Son lo mismo, a fin de cuentas, y para sostener esta aseveración me remito al enorme George Carlin, quizás el comediante estadounidense más corrosivo e insobornable que ha habido, y que una vez explicó que él no votaba jamás porque eso lo hacía cómplice con un sistema podrido en el que sólo cabía elegir entre las peores opciones: un sistema que arropa y ensalza y bendice a los más viles, rastreros, hipócritas, inescrupulosos y mezquinos. «Y luego vienen a decirte», concluía, «”Si no votas no te quejes”. Y es al contrario: si votas, no tienes justificación para quejarte, porque eres parte de todo eso».         

          Guillermo Sheridan ha observado que todo político mexicano lleva su caricatura incluida. En el caso de los gringos, en especial Trump, es fascinante cómo no hay caricatura que le dé alcance. Lo cual ha traído consigo un efecto llamativo: por más ridículo que sea, por más ignorancia que exhiba, por más incoherencias que diga, por más feroces que sean sus invectivas, por más inexplicable que sea su conducta (en un mitin reciente se pasó cuarenta minutos pidiendo canciones y meciéndose en el escenario), por más absurdo que sea, en suma, se vuelve cada vez menos inverosímil. No es sólo que ya desde hace tiempo haya dejado de dar risa, sino que es tan auténtico en toda su monstruosidad que ya pocas cosas parecen anormales en él.

          Pero no es lo más sobrecogedor. Sigo en Instagram a Mark Peterson (@markpetersonpix), un fotógrafo que trabaja para prestigiados medios y, desde un tiempo, se ha concentrado en retratar a los asistentes a mítines y a los políticos en el despliegue pleno de todo lo que son. La gente real, vamos, antes o más allá de los discursos, las palabras: en sus miradas alucinadas, sus bocas abiertas en un grito o una carcajada, sus manos alzadas o entrelazadas y sus ropas y sus cabellos y sus uñas y su sudor y su grasa y sus huesos y sus arrugas y sus poros. Ver esas fotos sirve mucho, creo yo, para hacerse una idea de lo que está pasando, aparte de cualquier explicación que la historia pueda dar.

    J. I. Carranza

    Mural, 3 de noviembre de 2024.


  • Miedito

    No sé si sea una tendencia (trending, que le llaman), pero estos días han estado saliéndome videos, armados con inteligencia artificial, en los que se ve una gran fiesta de Halloween cuyos protagonistas principales son algunos de los más conspicuos personajes de la política internacional actual: Donald Trump, arrebatado por la inspiración, toca la guitarra eléctrica y Vladimir Putin lo acompaña con una sonrisa serena y satisfecha en la batería («Fortunate Son», de Creedence Clearwater Revival), mientras desfilan por la pantalla Kamala Harris caracterizada como bruja; Kim Jong-un, que reparte dulces disfrazado de Darth Vader; Barack Obama como un payaso deplorable; Benjamin Netanyahu con una capa de Drácula, riendo cándidamente, rodeado de niños. En otro, Joe Biden está al piano, mientras Obama requintea y Voldímir Zelenski salta disfrazado de osito y Emmanuel Macron llama a una puerta vestido como Napoleón; hacia el final (suena «House of the Rising Sun», de The Animals) vemos a Trump maquillado como el Guasón, que se acerca a la cámara seductor y siniestro.

    Creo que lo más llamativo en estos videos es que nada en ellos parece demasiado disparatado. Hay congruencia entre los individuos originales y sus representaciones, y salvo por algunos casos en que se enfatizan ciertos rasgos o gestos (la risa de Kamala es excesiva, se le desorbitan los ojos), en realidad no hay caricatura ni muecas falseadas. No hay absurdo. La inteligencia artificial sencillamente tomó las figuras de los personajes y sus modos de moverse y sus expresiones faciales para que habitaran esas fiestas e hicieran, eso sí, esas cosas extrañas… que sin embargo no son más extrañas que las que hacen todos los días. Lo cual tal vez signifique que eso grotesco que muestran los videos es reflejo fiel de la esperpéntica naturaleza de los individuos de carne y hueso. Y lo más inquietante es que no resulte en absoluto inquietante.

    Por alguna razón, la única forma de horror que he soportado en arte es el horror cósmico de H. P. Lovecraft y sus predecesores y sus antecesores. Fue un mundo que me descubrió mi esposa cuando teníamos poco de habernos conocido, en la prepa, y me prestó aquella formidable compilación de Rafael Llopis en Alianza Editorial, Los mitos de Cthulhu; a lo mejor estaba calándome a ver qué tan coyón era. Pero la cosa es que encontré un deleite insospechable en el sobrecogimiento que causaban las historias de Lord Dunsany, Arthur Machen, Ambrose Bierce y el propio escritor de Providence que concibió esos mundos inconcebibles. Fuera de eso, ni en literatura ni en cine me gusta jamás que me asusten ni que nada me dé miedo; incluso de Otra vuelta de tuerca, de Henry James, me arrepiento, y no se diga cuando por descuido he caído en novelas o películas que dan escalofríos o provocan sobresaltos: cada vez he acabado preguntándome enfurecido qué diablos hago pasándomela así de mal. En cuanto a Lovecraft y sus imaginaciones, creo que me resultan admisibles por su desmesura y por su imposibilidad: entre más verosimilitud, más inerme y atónito y aterrado quedo. Por razones parecidas jamás me subo a los juegos mecánicos: porque uno se puede matar.

    Sin embargo, paradójicamente, también hay ciertas formas de lo sobrenatural que me agüitan durísimo. Umberto Eco decía que El resplandor, de Kubrick (supongo que también la novela de Stephen King), sólo puede infundir miedo a los protestantes, mientras que con El exorcista únicamente experimentamos terror los católicos. Creo que tenía razón porque la primera he podido verla varias veces, y hasta se me hace divertida, mientras que la segunda la vi una sola y lo lamentaré por el resto de mi vida. También me sucedió, en tiempos de temeridad juvenil en que todavía me animaba a ver cosas así —o quería quedar bien con mi esposa, que se la pasa encantada con las películas más escalofriantes y tremendas—, con Corazón de ángel, de Alan Parker, donde Robert De Niro sale del mismísimo Chamuco (me pongo chinito nomás de acordarme), o con El abogado del Diablo, donde es Al Pacino el que hace de Pifas —ésa la vimos de noche, en el cine, y al salir el estacionamiento estaba desierto y casi chillo—. En suma, cada que el asunto es el Patas de Cabra, yo salgo corriendo. Cruz, cruz, que se vaya el Diablo y venga Jesús.

    Volviendo a los videos de Halloween, ojalá alguien le pida a la IA hacer algo parecido con políticos mexicanos, no sería difícil el casting: Noroña, Norma Piña, el gobernador de Sinaloa, «Alito», y desde luego la Presidenta, más el Cabecita de Algodón como un chaneque (Alfaro no porque ya ni quien lo pele). Pero, más allá de eso, esos videos dan qué pensar si se considera cómo las invenciones más desaforadas difícilmente rivalizan con las razones para el espanto que surte la actualidad noticiosa. Encima, pasa esto: los monstruos, las pesadillas, los infiernos, la locura y la maldad que imperan en tantos lugares y afligen las vidas de tantas personas, por escalofriantes que sean, van pareciendo cada vez menos temibles —salvo para las víctimas, claro—. Las atrocidades peores van incorporándose sin cesar a nuestra tramitación de lo real, y vamos camino de perder por completo la capacidad de horrorizarnos. Será lo más aterrador, sin embargo: que lo que presenciamos acabe por no parecer suficientemente aterrador.

    J. I. Carranza

    Mural, 27 de octubre de 2024.


  • Amigo robot

    ¿Para qué querría yo un robot? Para que planche. Por más que intento alejarme de esta respuesta automática y pedestre, y fuerzo la imaginación para encontrar modos más inteligentes de aprovechar las asombrosas posibilidades de la tecnología robótica, termino regresando siempre a esa necesidad básica y vital. No se me antoja que un robot haga mi trabajo —escribir esto, por ejemplo—, porque me gusta hacerlo y no estoy tonto. Ni tampoco ninguna tarea que me daría vergüenza no hacer por mí mismo, como sacar un refresco del refri o llevar a lavar el coche. (De hecho, ahora que lo pienso, cuando llevo a lavar el coche la mayor parte del trabajo corre por cuenta de un robot, la maquinaria que enjabona y frota y enjuaga y seca, mientras yo nomás estoy aplastado y mi única labor es no pisar el freno en lo que el coche recorre ese tracto intestinal de foquitos y rodillos y chorros de espuma y agua). Entiendo que muchas personas estarán en condiciones de aprovechar de modos incontables los servicios de un robot, pero algo me hace sospechar que tendrían que ser solamente personas con alguna discapacidad. El resto, si hemos de ser francos, los usaríamos principalmente por haraganería —que es la razón inocultable de que sólo piense en la planchada, aunque tampoco es para tanto: con musiquita o una buena serie el rato se pasa volando.

    Pero pocas cosas tan rentables, lo mismo en mercadotecnia que en política, como nuestra infinita haraganería. Seguramente por eso alcanzó tanta resonancia la reciente presentación que hizo Elon Musk de la nueva generación de los robots que produce su compañía Tesla. El faramalloso multimillonario, en unos cuantos días, apareció primero dando brincos y enseñando las lonjas en un mitin de Trump, luego en una fiesta donde las estrellas fueron los androides de marras, y finalmente aventó un cohete al espacio y luego lo atrapó de nuevo, algo que por lo visto fue un hito en la carrera por alcanzar otros planetas, o al menos para esa tontería que llaman «turismo espacial», y que consiste en meter a un puñado de ricachones en una cápsula y, a un costo estratosférico, ponerlos a orbitar por unos minutos la Tierra —para el caso, mejor ir a los juegos de las Fiestas de Octubre—. Musk, en fin, está viviendo uno de sus más altos momentos como una de las figuras más conspicuas de este tiempo infame, suyo en la medida en que suya es la riqueza inconcebible que posee y el mundo está en manos sólo de quienes tienen las armas o tienen el dinero.

    Los autómatas exhibidos, un pelotón de maniquíes articulados que interactuaron con los asistentes a una gran fiesta, según dijo el propio Musk, pronto estarán a la venta para el público en general —otro millonetas aparatoso y vociferante, Ricardo Salinas Pliego, anunció que vamos a poder sacarlos en abonos en Elektra—. En esa fiesta además se lanzó un taxi sin taxista y también una como decapesera que asimismo se maneja sola. (¡Ah, las decapeseras! ¿Quién se acuerda de ellas? Eran las combis de un servicio subrogado del Sistecozome, horriblemente adaptadas para que les cupieran hasta veinte o más cristianos, de a diez pesos por piocha, y que surcaban calles y avenidas de esta ciudad por ahí de los años ochenta. Un día casi salgo volando de una cuando iba a velocidad asesina por Gobernador Curiel). Pero fueron los robots los que más llamaron la atención: platicaban con la gente, bailaban, preparaban cocteles, etcétera. Luego corrieron rumores de que había empleados de Musk manipulándolos a control remoto, pero de cualquier forma todo fue un éxito y cundió la emoción por lo que se avecina. No parece imposible que esa noche se haya decidido la elección en Estados Unidos: en vista del apoyo de Musk a Trump, la movida evidentemente estuvo al servicio de seducir votantes indecisos.

    Es bastante decepcionante que los robots parezcan… robots. Que a estas alturas sigan moviéndose y comportándose como humanoides tullidos y un poco estúpidos, incapaces de ninguna agilidad ni ninguna prestancia. Caminan como si acabaran de hacerse caca encima —hasta donde sé, no hacen caca—; se contonean sin ritmo cuando dizque bailan, parece que les duele el pescuezo todo el tiempo; aunque puedan escanciar una botella sin derramar una gota o tomar un huevo sin romperlo, sería temerario pedirles un café o una sopa caliente. Y es triste que sigan sirviendo básicamente para lo mismo que servía Robotina, la de Los Supersónicos. En más de sesenta años, ¿no se nos ha ocurrido otra cosa mejor? (No: por eso quiero que mi robot planche). «Puede ser un maestro, cuidar a tus hijos, pasear a tu perro, cortar el césped, hacer la compra, ser tu amigo, servir bebidas», dijo Musk. Se entiende que las tareas domésticas más enfadosas se le deleguen… Pero ¿para qué querría uno un perro, si no tiene tiempo para cuidarlo? ¿O hijos? Con todo, lo más deprimente es la penúltima sugerencia: el robot puede «ser tu amigo».

    Mi papá me compró, cuando era niño, un robot de juguete (¿no son juguetes todos los robots?) cuya gracia era que se veían en su interior unos pistones que subían y bajaban con unas lucecitas, y se desplazaba en unos como patines. Era de pilas. Nunca le puse nombre; cuando se lo regalé a mi hijita, pasó a merecer por fin uno: Regino. Es fantástico. Lo malo es que nunca pude hacerlo que planchara.

    J. I. Carranza

    Mural, 20 de octubre de 2024.


  • Para otra vida

    Se asombraba la periodista Gabriela Warkentin, el jueves en su programa de radio, de que la flamante ganadora del Premio Nobel de Literatura fuera más joven que ella. No pude menos que comprenderla: ya desde hace un rato es inevitable que experimente cierto desasosiego cada que un dato así me confirma cómo está más cerca el momento de sacar mi tarjeta de Bienestar. Cincuenta y cuatro años va a cumplir Han Kang a finales de noviembre (al averiguar esta información, el primer resultado que me devuelve el buscador es la ubicación de un restaurante con el nombre de la coreana en Plaza Bonita), y aunque me lleva dos añitos, mi primera impresión es que ciertamente es una chamaca. Luego descubrí que Warkentin y yo no fuimos los únicos en sobresaltarnos: como si el Nobel debieran dárselo solamente a «adultos en plenitud», causó cierto revuelo el hecho de que esta vez lo ganara alguien nacido en 1970, y, sin embargo, como tuvo la paciencia de advertirlo el ensayista Eduardo Huchín, ha habido quienes a edades aún más tempranas tuvieron la bendición de Estocolmo: «García Márquez y Hemingway tenían 55 años cuando lo recibieron y todavía más joven lo recibió William Faulkner, con 52. Aunque a todos ellos les gana Pearl S. Buck, que tenía 46 años cuando le dieron el suyo en 1938», anotó en Facebook, y más tarde agregó: «En las respuestas a este post se han ido sumando: Rudyard Kipling con 41, Albert Camus con 44, Joseph Brodsky con 47, Orhan Pamuk con 54, Olga Tokarczuk con 56».

    ¿A qué edad debe llegar la gloria? Desde hace algunos años, el novelista Luis Panini acostumbra hacer una fabulosa lista de autores que, a su juicio, deberían ganar el Nobel; lector formidable, conoce bien la obra de los candidatos más recónditos del universo y con generosidad admirable divulga sus méritos; gracias a él, por ejemplo, yo descubrí al húngaro László Krasznahorkai, y suscribo la certeza de Panini de que se trata del mejor escritor vivo (anunciaron que va a venir a la FIL, por cierto: estoy que no lo puedo creer). Al darse a conocer el nombre de Han Kang, Panini escribió: «Una autora de 1970. ¡Maravilla!», y luego replicó algo que ya había escrito sobre ella en 2021 («Escribe con la misma pasión pasajes desconcertantes y otros que producen un efecto calmante inmediato. El trauma parece ser su materia prima, moldeándolo cíclicamente en crescendos físicos y emocionales…»). No la consideró en sus vaticinios para este 2024, sin embargo, porque su «regla autoimpuesta es mencionar sólo autores que pasen de los 55 años». Esa reticencia, que en principio yo compartiría, acaso se explique por la posibilidad de que, en la cincuentena, o incluso ya rebasada, aún queda bastante tiempo para malograr una trayectoria con obras que difícilmente superen las ya despachadas: ahí tenemos el caso de Vargas Llosa, que luego de recibir el Nobel no ha logrado lo que alcanzó con sus primeras novelas —y con alguno de sus títulos más recientes dan ganas de que se lo quiten—. No obstante, hay que tener en cuenta que la gente se muere y a veces sencillamente no se alcanzó a reconocer a tiempo a quien más lo merecía, y la historia del Nobel es rica en injusticias así, tan irreparables como oprobiosas: Jorge Luis Borges, Virginia Woolf, James Joyce, Franz Kafka, Marcel Proust y un interminable etcétera que hace pensar que recibir esos once milloncitos de coronas suecas es más bien penoso (qué va).

    Juan José Arreola decía que él no leía nada que no tuviera al menos medio siglo de haberse publicado. Desdeñaba, yo pienso que muy sabiamente, la notoriedad impuesta y los malentendidos de la fama, pero también la ansiedad supersticiosa de estar al corriente ocupándose de los contemporáneos —no obstante lo cual fue, como profesor y como editor, un impulsor entusiasta de las búsquedas de los muy jóvenes, labor a la que muchos debemos haber perseverado—. Prefería, en todo caso, confiar el tiempo de su vida como lector a libros sancionados por la tradición, ese juez inmejorable. Y es que cada hora que leemos es, también, una hora que estamos dejando de leer algo más. Pero esa norma arreoliana es, en el fondo, una apuesta: ¿y si al adoptarla estamos perdiéndonos ahora mismo de conocer al nuevo Arreola, digamos, que posiblemente esté ya publicando sus primeros prodigiosos miligramos?

    Yo no tenía en mis planes leer a Han Kang, tanto así que ni siquiera sabía de su existencia, aun cuando ya algo suyo está traducido al español —amén de que en 2016 obtuvo el Man Booker International con la versión al inglés de La vegetariana, es decir que fama ya tenía—. ¿Me da curiosidad? Sí, pero tengo que calibrar esa curiosidad, motivada nada más que por el Nobel, contra una sospecha que acaso tiene que ver con las razones de Arreola: llega un momento en la vida en que leer debería ser, cada vez más, releer. Regresar a lo que una vez nos deslumbró, y a tratar de comprender mejor los libros que uno tiene por fundamentales. Hace poco saqué del librero la Summa de Maqroll el Gaviero, de Álvaro Mutis, y me conmovió enormemente encontrar las anotaciones a lápiz que testimonian mi deslumbramiento a los 19 años. ¿Cuántas otras veces alcanzaré a pasar de nuevo por ahí? O por El astillero, de Onetti. O por Montaigne.

    Así que Han Kang bien podrá esperar para otra vida, creo. Falta no le voy a hacer.

    J. I. Carranza

    Mural, 13 de octubre de 2024.


  • Ir al super

    El otro día descubrí que había cambiado el espacio de las frutas y las verduras en el supermercado. Antes organizado según las necesidades de refrigeración de determinados productos, separados por tanto de los que pueden estar a temperatura ambiente, ese espacio —según yo— había funcionado óptimamente desde que el súper abrió. Ver que ya estaba todo revuelto me hizo experimentar aquello que Cortázar llamaba «la sensación de no estar del todo». Nada me desasosiega como los cambios inesperados impuestos a mis rutinas: todavía no me repongo de la vez que, en tiempos de Enrique Álvarez del Castillo, modificaron de golpe todas las rutas de transporte colectivo en Guadalajara, jamás pude acostumbrarme y en algún momento renuncié a entender los sucesivos cambios que desde entonces ha habido, de tal forma que mi mayor vergüenza como tapatío es que no sé tomar camiones. Luego, poco a poco, mientras escogía la papaya y agarraba otra bolsita para los limones, el shock se trocó en inquietud paranoica: ¿van a seguir otros cambios como ése? ¿Qué están tramando? ¿No tendrían que consultarnos a los clientes primero? Y lo peor: ¿qué quiere decir de mí esta dificultad para aceptar que los jitomates estén en otro lado?

    En materia de transformaciones de lo cotidiano yo soy más bien partidario de Parménides, y me sostengo en la convicción de que todo cambio es ilusorio y nada logra contra lo verdaderamente importante de la existencia. Pero sí me saco de onda. Porque, para seguir hablando de la experiencia de ir al súper, querría que en ella estuvieran aseguradas las condiciones indispensables para mantener a salvo la serena felicidad que me dispensa. Y las alteraciones inesperadas del paisaje son recordatorios de la precariedad de esas condiciones, así como de nuestra ineludible fugacidad en esta tierra. ¿Felicidad? Nada menos. Pocas cosas tan gratas como ir al súper, quiero decir —y, a sabiendas de las numerosas y razonables resistencias que puede encontrar esta aseveración, preciso cuanto antes: pocas cosas tan gratas para mí.

    El súper al que más vamos se inauguró hace apenas algo más de cinco años (fui a buscar este dato, no es que lo traiga tatuado en el corazón). Antes, en su lugar hubo otro, que cerró y dejó el local vacío al menos por dos años, y al que también íbamos con regularidad, por lo que no es improbable que mis recuerdos de uno y otro se superpongan, lo mismo que los recuerdos de todos los otros supermercados que hay en mi medio siglo de vida (tantito más). Ese amasijo de memorias, que muchos compartirán, debe de ser un terreno fértil para elucidar la configuración de la afectividad de una sociedad como la tapatía, en particular del sector integrado por quienes vamos cada semana o cada quincena o cada que Dios quiere a comprar el mandado (y algún gustito, a lo mejor): a qué súper te llevaban tus papás, dónde te surtes ahora, cuál prefieres y por qué, a cuál nunca volverías. ¿Y cuáles recuerdas de otros tiempos? (Con estas memorias también puede armarse un buen test de tapatiez, que vaya de lo más fácil a lo más difícil: ¿qué súper había frente al Parque Morelos? ¿Cuáles han sido las diferentes cadenas a las que ha pertenecido el de Plaza del Sol? ¿El de Tránsito es un…? Entre las más preguntas más rudas, podrían salir a flote nombres como Maxi, Hemuda, Blanco —a ver, ¿dónde había Blanco en Guadalajara?—, o esto que les pregunté a mis hermanos, porque yo no había nacido todavía pero he oído del asunto como se oye de un lugar mítico: ¿qué había en el cruce de Arista y Alcalde, por ahí de los años 60? Es hora en que siguen discutiendo en el chat familiar: que si Vatrix, Vatry, Vatri o Vatris… Y preguntas capciosas: ¿alguna vez ha habido Sumesa aquí? ¿La Tlalpense contaba como súper, y por qué sí o por qué no? Etcétera).

    La escritora Annie Ernaux llevó un diario minucioso de todas sus visitas al súper a lo largo de un año. Por un lado se proponía constatar que ahí despliega el conjunto de las posibilidades del comportamiento humano —cosa que parece dudosa; quien sabe cómo será en Francia, pero aquí hay tipos de personas que jamás te encontrarías pidiendo el jamón, buscando el yogur o llevando una bolsa de frituras junto a las peras y el Fabuloso—, pero también quería averiguar las explicaciones de lo que la experiencia puede tener de gozosa. «¿Acaso venir al supermercado no significa, de alguna manera, verse admitido en el espectáculo de la fiesta, sumirse realmente, y no a través de una pantalla de televisión, en las luces y la abundancia?». Descubrió también que mientras uno va escogiendo, pensando en lo que hace falta, comparando precios, sacando cuentas, dejándose seducir por la publicidad, probando las muestras de queso o granola, hojeando las revistas de la caja, el tiempo deja de transcurrir. Yo lo entiendo no como aquello que pasa en los casinos de Las Vegas, donde se funden el día y la noche en un mundo sin ventanas para que sea imposible detenerse y dejar de jugar, sino más bien como una forma discreta de la eternidad a nuestro alcance: desde que tomas el carrito y empiezas a recorrer esas luces y esa abundancia, bajo esa música que suena pero no se oye, y hasta que sales de nuevo a la famosa realidad, has sido provisionalmente inmortal.

    Aunque los chiles y las guayabas ya no estén donde estaban siempre.

    J. I. Carranza

    Mural, 6 de octubre de 2024.


  • Adiós a las risas

    El expresidente Andrés Manuel López Obrador se rio mucho.

    A lo largo del sexenio, el Presidente Andrés Manuel López Obrador se rio mucho. Y quiso, también, que los mexicanos riéramos con él, como lo prueba el buen humor que por lo general exhibe en público (en privado, dicen, puede ser un volcán colérico), además de su propensión a colar siempre dichos, juegos de palabras y chistes, así como su ingenio para la imposición de apodos, la destreza casi siempre infalible que tiene para la carrilla y su talento asombroso para la producción de absurdos, y también su recio blindaje contra todo sentido del ridículo (dos veces se puso a balar como borrego en las «mañaneras»). Nunca se ha quedado riéndose solo: seguramente al tanto de que eso es propio de dementes, cada vez que ha soltado la carcajada o ha desplegado sin más una ocurrencia insospechable (como cuando dedicó parte de la mañanera a ver las peripecias de Benito Bodoque), sonriente y divertido, tuvo la certeza absoluta de que su hilaridad era compartida de inmediato, y no sólo por sus numerosos y deplorables paleros y lamebotas, sino también por millones de mexicanos que todos los días le beben las gracejadas, y aun por aquellos (entre los que me cuento) que, sin tener el mínimo afecto por el individuo, nos sorprendemos a veces incapaces de aguantar la risa por su última payasada —a muchos les pesa, me imagino, y querrían que esa risa no interrumpiera su rabia y su aborrecimiento.

    Esa risa, compartida e infalible, ha colaborado activamente en la conformación del discurso del presidente, y a la par de sus decisiones más razonadas, ha sido un componente fundamental en la fabricación cotidiana de sí mismo que ha tenido a López Obrador atareado durante estos años, lo mismo en los cientos de sus «mañaneras» que en todas las demás producciones de su figura al frente de la llamada «transformación» que encabeza. Sus dichos, sus ingeniosidades, sus gestos, sus muecas, sus burlas de otros, sus ironías y sus sarcasmos, hasta sus balidos de borrego, han contribuido a imprimir continuamente más coherencia al personaje, y así, al contrario de Juárez, adusto siempre, ceñudo, grave, no será extraño que las estatuas y las estampitas de López Obrador lo representen sonriente, o al menos mirando al horizonte como si acabara de recordar un chiste.

    Pero esa risa es también un indicio muy fiable de su percepción de la realidad y de su comprensión acerca de lo que cabe hacer con ella (o dejar de hacer, como en la más emblemática de omisiones y sus traiciones a sí mismo, que es el caso Ayotzinapa). El presidente se ha reído todo lo que le da la gana, y nos ha invitado a acompañarlo en su contento, porque entiende, y espera que entendamos, que reír es posible. Y, además, que es lícito: al reír él, en el ejercicio de su función como responsable de conducir el destino de la nación, la risa de la nación toda está siendo no solamente alentada, sino autorizada. Si el presidente puede reírse, todos tendríamos que poder hacerlo también. Y es que esa risa del presidente ha buscado ser, al mismo tiempo, señal de inocencia y prueba de claridad moral. Inocencia: al permitirse reír, ha cultivado una imagen de hombre bienintencionado y despreocupado que, precisamente, se permite reír porque no encuentra obstáculo para ello: porque nada puede estar tan mal, en este presente que atraviesa el país, como para no consentirse al menos algún momentito de chacoteo. Claridad moral: es la risa de los probos, de los justos, ha de verse como su recompensa por haber vencido sobre la tentación (la corrupción, la codicia, el autoritarismo y demás vilezas); intocado por la depravación en la que suelen enfangarse quienes participan en política, y dotado de un esplendor inextinguible, el hombre puro es el que más derecho tiene a reír. Pues en su risa se condensa su virtud: si el presidente puede reírse, estando las cosas como están, de pie sobre el charco de sangre o sobre la fosa clandestina o en medio del fuego cruzado o en el ojo del huracán de hambre, ignorancia y miedo que hace volar por los aires toda afirmación proveniente del gobierno («Vamos muy bien» ha sido el mantra más socorrido del sexenio, en boca del primero en saber lo mal que vamos); si el presidente puede reírse ante el incesante muro de rostros de desaparecidos y sobre los aullidos de dolor de sus madres, que excavan todo el país para, al menos dar con sus huesos; si el presidente puede reírse frente a las ansias de reventar que tienen la desesperación y la violencia, y ante la impunidad inconcebible con que el crimen ha ido enseñoreándose de áreas cada vez más grandes del país donde sencillamente el Estado dejó de existir y donde únicamente imperan el pavor y el exterminio, entonces eso quiere decir que está más allá (más arriba, más lejos) de todo mal, pues esa risa pura, de niño alegre o abuelito satisfecho, no podría jamás prestarse a ningún malentendido ni esconder ninguna intención aviesa. ¿Qué de malo puede tener? Es la risa de quien tiene la conciencia limpia.

    Este martes, cuando traspase la banda presidencial, López Obrador va a reír mucho. Es difícil pronosticar cuánto tiempo seguiremos oyendo el eco de esa risa, y también si, a partir del miércoles, Claudia Sheinbaum encontrará igual de chistoso eso a lo que el poeta Javier Sicilia se ha referido como «administrar el infierno».

    J. I. Carranza

    Mural, 29 de septiembre de 2024.


  • Banquetazo

    Banquetazo

    El otro día me caí. Una caída más aparatosa que dramática, pues no me rompí ningún hueso, aunque al dar contra el suelo pensé que me había reventado una rodilla; una caída más bien teatral o incluso operática, ya que entoné un lamento sonoro cuando giré para quedar de espaldas, mirando al Sol —una urgencia de dignidad me hizo entender que ese giro atenuaba la degradación sufrida, que permanecer boca abajo no sólo era indecoroso y patético, sino que además parecería más alarmante y catastrófico—. Tantos segundos duré cayéndome que alcancé a imaginar 1) que podría salvarme en el último momento, que sólo habría sido un tropezón; 2) que disponía de tiempo para acomodarme del mejor modo; 3) que el punto 2 era absurdo, no había mejor modo, me golpearía en varias partes de lo que en la nota roja llaman «la economía corporal»; 4) que qué vergüenza con la gente que me veía, y 5) que al menos no iba a romperme el hocico. El rodillazo, al final, fue lo de menos: todo mi peso se concentró en el codo izquierdo, que raspó largamente el cemento de la banqueta y quedó asimismo pelado, con aspecto de camote del cerro, y en el hombro —como que se desacomodó, no he querido pensar mucho en eso.

          Llegado a este punto, debo advertir que tengo disponible una justificación para platicar aquí de mi percance, y que esa justificación no es otra que hacer notar una carencia que sufrimos como sociedad y, en lo posible, animar algunas consideraciones al respecto. Hace mucho, una noche estábamos viendo un noticiero y salió un editorialista que dedicó su colaboración a hablar del mal estado de las banquetas en su ciudad. «Otro que se quedó sin tema», me dijo mi esposa, no sin sorna, al tanto de la penosa circunstancia de quienes debemos ocuparnos cada semana de algo que sea de la incumbencia del público. Por eso me la había pensado para venir aquí a hablar del banquetazo que me di: no vaya a parecer que me quedé sin tema… Pero bueno: el caso es que hoy le doy la razón a aquel editorialista: bien está que las banquetas reclamen nuestra atención y aviven nuestra perplejidad y conciten nuestra más pura indignación: por estar estropeadas, rotas o despedazadas, o bien erizadas de irregularidades y filos y bordes, llenas de estorbos y de amenazas, o interrumpidas por agujeros y trampas, o reducidas o inexistentes o asquerosas, resbalosas, encharcadas, untadas de excrementos animales o humanos, etcétera, pueden ser la causa de que uno se caiga tontamente como yo, o más feamente —ni lo mande Dios—, o incluso de que se mate en la caída, y ello por no hablar de los incesantes modos en que dificultan la vida de las personas en sillas de ruedas o de los viejos o de los ciegos…

          (Leo, en un artículo del extrañado José de la Colina, que en México se dice «banquetas», y no «aceras» o «veredas», como en otros lados, debido a la costumbre añeja de tomarlas como asiento, frecuentemente para beber un vaso de pulque o un refresco o una cerveza: «bancas públicas y democráticas» para ver la vida pasar).

          Pronto un hombre más o menos de mi edad se acercó a darme una mano para levantarme, entre pujidos y con algunos trabajos; un muchacho fue a recoger el audífono que se me salió volando; mientras me sacudía la barriga y comprobaba que no tenía fracturas, vi algunos semblantes consternados. Estábamos en la Vía RecreActiva. Bien me dijo a otro día una amiga: la juventud se extinguió para siempre cuando te caes y ya nadie se ríe, y más bien alcanzas a oír: «Ay, se cayó el señor». Luego de ir cojeando hasta una banca (no banqueta) del Parque de la Revolución para reflexionar sobre mi vida mientras me sobaba, regresé a ver el borde malvado que me tumbó. Tal vez es un punto donde la raíz de un árbol ha levantado el piso, tal vez meramente una malhechura; como sea, algo que nadie se ha preocupado de arreglar.

          Entiendo que, con algunas particularidades que varían de un municipio a otro, la responsabilidad del mantenimiento de las banquetas es compartida entre los propietarios de los inmuebles y los ayuntamientos. Pero esa fórmula, que en teoría suena muy cívica, también puede significar que tanto las autoridades como los ciudadanos (propietarios, pero también viandantes en general: todos los que usamos las banquetas) nos desentendemos por igual, visto el estado que guarda la mayor parte de las banquetas tapatías. Da la impresión de que sólo las recién hechas son del todo transitables, y van dejando de serlo conforme pasa el tiempo, como si eso fuera lo natural. El Reglamento de Imagen Urbana para el Municipio de Guadalajara se refiere solamente a lo que debe tomarse en cuenta al proyectar banquetas nuevas o al solicitar permisos para modificar las existentes. Pero ¿a quién le toca en rigor barrerlas, lavarlas, resanarlas, allanarlas, librarlas de hoyancos, ver que se conserven completas? Cuidar, en suma, que se pueda caminar por ellas con seguridad y tranquilidad. A veces, sí, se ven obras de rehabilitación, pero nunca cubren más que unas cuantas cuadras. Y aquel programa llamado Banquetas Libres, del que tanta alharaca se hizo en su momento, ¿en qué quedó? ¿Nomás se extinguió sin pena ni gloria? Uno querría que Guadalajara fuera una ciudad más caminable. Pero parece que las condiciones para que eso sea posible nos tienen sin cuidado.

    Ya se me está cayendo la costra del raspón.

    J. I. Carranza

    Mural, 24 de marzo de 2024.


  • ¿Un tejuino?

    ¿Un tejuino?

    En el delicado equilibrio entre la sencillez de sus componentes y la sabiduría ancestral necesaria para su preparación, el tejuino en Guadalajara depende de un ingrediente clave para que beberlo no sólo sea sabroso, sino además una rotunda e inconmutable forma de la felicidad: el hallazgo. En toda felicidad auténtica hay siempre misterio —obra alguna fuerza sobrenatural, quizás, o es más bien que nos urge saborear el primer trago antes que ponernos a buscar la explicación de ningún enigma—, y es así que uno suele darse cuenta de que quiere un tejuino sólo en el momento en que un tejuinero le sale al paso. Es una aparición providencial, pero también paradójica: de no haber ocurrido, ¿el deseo se habría producido? ¿Y si es más bien que las ganas secretas de tomarse un tejuino son las que producen al tejuinero?

          Pasa también, y será tal vez la otra cara del mismo misterio, que el antojo puede prosperar sin ningún tejuinero a la vista. Vamos, pongamos, por la Vía RecreActiva, bajo el solazo, luego de haber comprado el periódico con los Hermanos Ceniza; hace rato que se acabó el agua que llevábamos, renunciamos a comprar un refresco o un juguito en la Farmacia Guadalajara, animados por la confianza de encontrar la moto angélica, verde o azul o naranja, tal vez junto al templo de La Soledad, o en la esquina del Centro Magno, o en las inmediaciones de la Minerva… Pero nada: vamos hasta allá y volvemos y no se manifiesta nunca ninguna moto, la esperanza aquella va quedando defraudada, la sed crece y el sol cala con crueldad, y al final nos resignamos a que el domingo quede incompleto, sin causa aparente. Ojalá hubiéramos comprado el juguito, nos lamentamos: demasiado tarde.

          Sí, para poner remedio a la desolación uno podría ir a una tejuinería establecida, por ejemplo la afamada de Marcelino, en el mercado de la Capilla de Jesús. (Cada que vamos ahí mi hijita y yo, luego del frontenis, todos chamagosos y ya cansados como para esperar a que el azar nos ponga un tejuinero ambulante en el camino, recuerdo cómo en vacaciones mi mamá me llevaba los miércoles al tianguis en el Mercado Alcalde, y yo esperaba esos días con especial emoción porque siempre le comprábamos a un don que ponía su triciclo en la esquina de Angulo y Alcalde —no recuerdo que en ese tiempo hubiera tejuineros motorizados—: pocas cosas me hicieron más feliz de niño). Pero, sin ser mejor o peor, sí es distinto de la ocurrencia inesperada y simultánea de la sed y del hallazgo.

          No se trata, sin embargo, sólo de que la sed se sacie: sospecho que el gusto por el tejuino tiene que ver también con la inadvertida satisfacción de hacerlo de un modo ciertamente insólito, con esa bebida de orígenes remotos que, a lo largo de las generaciones, ha sido un vínculo de identidad con esta tierra —aunque se bebe tejuino en otros lados, sospecho que es en Guadalajara donde goza de más arraigo—. Eso insólito se relaciona también con lo mucho que tomar tejuino tiene de transgresión o de temeridad, y no sólo porque se trata de una bebida fermentada (más de alguna vez he oído a fuereños azorados reprochar que nos guste algo hecho con «maíz echado a perder»), sino también por las audaces combinaciones de lo dulce y lo salado y lo ácido, y la consistencia, la espesura, el color… Como pasa con ciertos quesos o con carnes dejadas añejar, la descomposición controlada obra un milagro de reconfiguración molecular merced al cual tiene lugar la ocurrencia de lo insospechablemente delicioso. Y estamos tal vez tan hechos ya a la asepsis y la insipidez de lo que consumimos, que por eso resulta comprensible que adquiera gustos como éste quien no los ha tenido antes. Por cierto, hay algo que me intriga: aunque parecería indisoluble la afortunadísima alianza entre el tejuino y la nieve de limón, uno de esos descubrimientos gracias a los cuales la humanidad merece salvarse de la destrucción, ¿por qué el tejuinero siempre abre la posibilidad de servir el tejuino sin su compañera perfecta? Yo nunca he respondido «Sin nieve» cuando me pregunta si lo quiero sin o con. Y, aunque imagino que habrá gente que así lo prefiera —si no, por qué preguntaría el tejuinero—, ¿no parece una renuncia injustificable o demasiado desalmada?

          Afortunadamente, no parece posible —seguramente porque no sería rentable— la industrialización de la producción de tejuino, ni que se embotelle ni se almacene. No ha sido víctima del escaso ingenio de chefs sin ideas que podrían proponerse reinventarlo o reinterpretarlo, y por suerte no se ha hipsterizado ni gentrificado. No le hace falta ponerse de moda, y bien podemos seguir arreglándonoslas con la impredecible y arcana organización de los tejuineros (¿cómo deciden dónde ponerse, a qué horas, cuándo esfumarse?). Mi esposa ha pensado en la utilidad de una app que marque por dónde van las motos tejuineras tapatías, para que sea uno quien les salga al paso… Pero no sé: insisto en que el azar es un ingrediente tan importante como la nieve de limón y la sal.

    Hoy, entiendo, se celebra el Día Municipal del Tejuino. Me cae gordo siempre que se pretende institucionalizar una querencia, pero seguramente estará bien para la gente que pueda gorrear un vaso. Total: la sola razón para agradecer la llegada del calor a Guadalajara es la existencia del tejuino. Y calor no nos va a faltar. 

    J. I. Carranza

    Mural, 17 de marzo de 2024.