• 37 años

    37 años

    Leo el artículo que escribió el novelista Antonio Muñoz Molina a raíz de su visita a Guadalajara para participar en la Feria Internacional del Libro. No ha sido su primera vez, sabe de qué se trata, a dónde llega. Como otras muchas «personalidades» agasajadas por la Feria, por sus editoriales, por la Universidad de Guadalajara, las condiciones de su estancia fueron de privilegio: habitación en las alturas del hotel vecino a la Expo, restaurantes lujosos —cuyo fulgor lo deslumbra tanto como el de las gasolineras—, traslados en «todoterrenos que parecen hechos a la escala de las autopistas de Texas». Y lo impresionan en especial los contrastes que advierte y los que tiene que conformarse con imaginar: «no podré comprender bien el enigma de la ciudad porque me dicen que no es seguro para un forastero pasear por ella». Es un testimonio que importa, creo, porque Muñoz Molina es un escritor muy atendible (uno de esos que sí vale la pena que inviten a la FIL, vaya), pero también por su honestidad —y a ver si vuelven a invitarlo—: el autor sabe que, fuera de esa circunstancia privilegiada, la realidad de Guadalajara está hecha en gran medida de desigualdad, injusticia, violencia, desesperanza.

          Y de jóvenes, que es el otro asombro que experimenta al ver «la juventud de la mayor parte del público» en la FIL. Es cierto. Aunque, luego de pensarlo un poco, concluyo que no tiene por qué ser asombroso: el mundo siempre ha sido y seguirá siendo de los jóvenes, y otra cosa es que uno se sorprenda al constatarlo, cosa que ocurre cuando terminó de extinguirse la última brasa de la propia juventud y no queda sino empezar a remover las cenizas y salir de escena. 

          Me pasó el viernes, para no ir tan lejos. Insensato de mí, quise destinar esa mañana a ver libros, sin caer en cuenta de que aquello estaría atestado por miles de escolares frenéticos, una espesa atmósfera de olores enchilosos y gritería ensordecedora, como no había vuelto a verse desde antes de la pandemia (quiero creer que ahí quedé inmunizado contra todos los virus conocidos y por conocer). Y en una pausa para tomarme un cafecito, en lo alto de las gradas del pabellón de la Unión Europea, me dio por recordar la primera vez que fui a la FIL.

          Fue en la primera edición, en 1987, y llegué en uno de los camiones que para tal efecto habían bajadolos del Comité —es decir, un secuestro a manos de los facinerosos que detentaban la representación estudiantil de la Escuela Vocacional—. La práctica del baje poco después caería en desuso, con las últimas boqueadas de la Federación de Estudiantes de Guadalajara, pero entonces todavía no resultaba demasiado extraña: se detenía a los camiones, se bajaba a la gente, subíamos los que íbamos para la FIL, y si en el camino se cruzaba un repartidor de papitas o de refrescos, pues baje también. En cierta ocasión en que los camioneros se opusieron a seguir siendo despojados, vi al director de la Voca salir con una pistola en alto a ponerlos en paz.

          Algo debe de haber mejorado el mundo si hoy los preparatorianos y los secundarianos llegan a la FIL de otras formas, por más que vayan acarreados y los autobuses que los llevan hagan enloquecer esa zona de la ciudad sin que nada ni nadie parezca poder impedirlo. Formaditos, echando relajo pero no demasiado, hasta uniformes llevan, y mal que bien les hacen caso a sus maestros. Y justo en esa diferencia pensaba el viernes, recordando cómo aquella primera visita mía fue posible gracias a un puñado de delincuentes, que seguramente obedecían la orden de llenar la Expo a como diera lugar… cosa que me llevó a reparar en cómo los orígenes porriles y gangsteriles del llorado fundador de la Feria ya van siendo borrados de la memoria histórica, como imagino que es inevitable. Qué significativo, por ejemplo, ha sido el cierre del duelo, si es que habría que tomar por tal el homenaje polifónico al Licenciado: por todo lo que se dijo, pero también por todo lo que ya nunca se va a decir —y eso que se tuvo la participación del indiscreto y poco pudoroso Juan José Frangie, que nomás faltó que contara lo que se decían el Licenciado y él en el vapor.

          Todas estas revolturas pensaba yo el viernes, delante de aquella juventud masiva que asombró a Muñoz Molina, un componente fundamental del misterio que representa la realidad mexicana: una fuerza que coexiste con las numerosas caras de la desgracia nacional. Las muchachas y los muchachos que fueron a la FIL este año, ¿con qué salieron, con qué recuerdo se quedaron? ¿Van a volver el año entrante? ¿Hacia dónde van, qué sueñan, qué los mueve, que hay que quitar de su camino cuanto antes para que no les estorbe? (Seguramente es uno quien primero tendría que hacerse a un lado). ¿Leen? ¿Qué? ¿Qué llegaron contando ese día a sus casas? ¿Hubo quién los escuchara? ¿O no tenían nada que contar? Ojalá haya sido un día divertido, de mucho desmadre y muchas risas (¡y sin clases, que es lo mejor!). Pero ¿qué forma va a adquirir en su memoria, aparte de las risas y el desmadre? ¿De qué va a acordarse, cuando vuelva a la FIL dentro de treinta y siete años, una de esas estudiantes de prepa que fue antier con sus amigas y se tomó algunas fotos y compró un libro y consiguió que se lo firmara su autor y luego regresó a su escuela y a su casa y a empezar a vivir esos treinta y siete años?

    J. I. Carranza

    Mural, 3 de diciembre de 2023.


  • Este periódico

    Este periódico

    Mural cumple mañana 25 años, poco menos de la mitad de mi edad. Quiere decir esto que media vida la he pasado vinculado al periódico, pues tengo a mucha honra decir que formé parte del equipo fundador, el puñado de jóvenes que nos conocimos en Reforma Jalisco, en la calle de Marsella, y unas semanas antes del 20 de noviembre de 1998 nos mudamos al edificio de Mariano Otero, a una redacción que debió ingeniárselas para ir haciendo pruebas y más pruebas, a marchas forzadas y en la inminencia de la fecha decisiva, entre el terregal, el trajín de los albañiles y los carpinteros, a las carreras, de una desvelada a la siguiente, aprendiendo sobre la marcha todo lo que todavía faltaba aprender —una parte de ese equipo había sido enviada previamente a la Ciudad de México para capacitarse en Reforma; el resto nos fuimos a Monterrey, y apenas allá fue que alcancé a entender la magnitud de lo que traíamos entre manos: cuando me contaron que los regios confiaban tanto en su periódico que, si había un incendio, preferían llamarle primero a El Norte, antes que a los bomberos… y eso era lo que teníamos que lograr en Guadalajara—.

           Creo conservar recuerdos muy nítidos de lo excitantes que eran aquellos días, pero no sé cuánto habrá podido colaborar la fantasía, a lo largo de los años, para intensificar esa impresión. Es extraño: más que otras etapas de la vida también propicias para la aventura, como cuando pasamos por la escuela, nos mudamos a otro rumbo, entablamos y deshacemos relaciones precariamente eternas y fabricamos, en fin, experiencias hechas con una parte de ilusión y otra de temeridad —eso que va dando forma a las discretas épicas al alcance de la mayoría de los mortales—, lo ocurrido hace un cuarto de siglo regresa con alguna frecuencia a mis sueños, con toda claridad, y me veo haciendo lo que hacía entonces, que era darle forma al periódico todos los días: editando notas, escribiendo, acordando la puesta en página con los diseñadores, saliendo a cada rato al estacionamiento a fumarme un cigarro con los reporteros, de una desvelada a la siguiente, olvidando por completo cómo era el mundo iluminado por la luz del Sol… «Contigo o sin ti», me dijo una vez Pedro Cámara, el primer director de Mural, «pero el periódico va a salir mañana». Yo adopté esa advertencia como una convicción que me ahorraría infinidad de angustias: sencillamente había que hacer lo que tenía que hacerse. (Era durísimo, ese Pedro, hasta tiránico, pero cómo le aprendí cosas: por ejemplo, también, que «Después del cierre, nada es bonito», lo que quiere decir que ya pasada la hora de que empiece a jalar la rotativa, a fin de que el periódico salga a tiempo, no es momento de proponerse ningún primor. La lista de nombres a los que tengo que agradecer en toda esta historia es larguísima, pero voy a limitarme a consignar uno de los primeros y de los más importantes para mí: el de Martha Treviño, que en El Norte y aquí me hizo ver de qué se trataba el periodismo como oficio). 

           A la par de esa misteriosa preservación de mi memoria personal, está también lo que recuerdo que significó la llegada del nuevo periódico a la ciudad. No hacía mucho tiempo que Siglo 21 había caído en desgracia —a mí me tocó ser de los que llegamos a tratar de levantar algo con los escombros que dejaron quienes se fueron a hacer Público—, y los vientos de cambio que antes no se habían sentido, en Guadalajara y en el país, eran una circunstancia idónea para lanzar un nuevo medio que se abocara a informar con la solvencia y la integridad que había asentado el éxito de Reforma (se nos olvida: cuando nació Reforma, la lucha por su subsistencia fue decisiva para la también naciente democracia en México), pero también a dar cabida a la participación activa de la ciudadanía en la vigilancia de los excesos del poder, la contención de la impunidad y la corrupción y la formación de una opinión pública más crítica y lúcida. En todo aquello creíamos entonces, y yo estoy seguro de que es lo que sigue dándole sentido a la existencia de Muralpasado todo este tiempo. 

           Hace poco murió mi maestro Heriberto Camacho, quien nos guio con inolvidable generosidad en la prepa para hacer un periódico estudiantil, el 12 Páginas; unos meses atrás, murió también mi maestro Marco Aurelio Larios, también de la prepa, que un día se llevó nuestras tareas que le habían gustado y, sin preguntarnos, las hizo publicar en El Jalisciense; el día que llegó y nos repartió ejemplares del periódico y vi mi nombre impreso por primera vez, se decidió lo que yo habría de hacer en la vida. Así que Heriberto y Marco Aurelio tienen la culpa de que yo esté aquí, y también todas las personas con las que me ha tocado trabajar de una u otra forma para que estas páginas existan. 

    No deja de ser muy raro, tal vez por lo anacrónico que parece en este mundo frenético, cibernético y neurótico, seguir escribiendo para el periódico. Y tampoco, ni una sola vez, ha dejado de ser igualmente emocionante: enviar el artículo, buscarlo a la mañana siguiente, imaginar que puede haber alguien leyéndolo. Seguramente no voy a cambiar el mundo —ni ganas, quién se propone semejantes ridiculeces—, pero qué suerte incomparable y engimática. Felicidades a mi periódico, a todas las personas que lo hacen y lo han hecho, y que sean muchos años más. 

    J. I. Carranza

    Mural, 19 de noviembre de 2023.


  • Now and Then

    Now and Then

    Tras el cristal de la cabina de grabación, Paul ve cómo John, en el sitio del director de la orquesta, baila, ríe, hace gestos, juega. Los ojos de Paul parecen estar viendo eso, pero también algo más: con la boca entreabierta, el cabello que ya no va a oponer mucha resistencia a la blancura, una sombra de barba también cana, su expresión es de serena perplejidad, el asombro indecible de quien presencia a la vez el origen y el final de todo. Sí, ahí está John, ya no un muchacho pero sí el hombre joven que será para siempre —un poco más joven de los cuarenta años que tendrá para siempre—, haciendo payasadas por encima de la concentración que ponen los músicos en la ejecución, y Paul, sentado delante de la consola de grabación, los brazos cruzados, a punto está de sonreír, pero esa sonrisa queda en pausa, no porque su lugar lo tome la tristeza, ni siquiera la melancolía, sino más bien una especie de constatación suavemente atónita del paso del tiempo y de lo que hace con nosotros. Son apenas unos segundos. Luego, Paul descubre que junto a él están George, joven, y él mismo, joven también, bailando, y también está la risa franca de Ringo, joven, en la batería… La canción sigue, y seguimos viendo a los viejos colaborar con los cuatro muchachos, cruzar miradas, unir sus voces, sonreírse una y otra y otra vez.

          Los milagros existen y son siempre inesperados. En este mundo enloquecido y abocado a su aniquilación, cuando el odio, la codicia, el egoísmo y la estupidez hacen funcionar inmejorablemente las maquinarias de la barbarie, luego de que en los últimos sesenta y un años, como especie, hemos atestiguado, y aun más, propiciado y asegurado la prosperidad de toda maldad y toda depravación y toda destrucción, proscribiendo y asfixiando sistemáticamente cualquier atisbo de esperanza y de salvación, ¿qué probabilidad había de que aconteciera esta canción? ¿Y qué quiere decir que haya podido cobrar forma, sonar, y que podamos oírla? Tampoco hay milagro sin misterio, y las razones profundas para la ocurrencia de éste cada quien las imaginará como prefiera. En su inocencia, en su sencilla belleza, pero en particular debido a su significado como destino final de la agrupación que, sin duda, más profundamente ha influido en la sensibilidad de la mayor parte de la humanidad a lo largo de esos sesenta y un años, esta canción de amor tiene la simpleza de lo fundamental (como la presencia del agua, como el trabajo de la luz, como una mano que se encuentra con la mano de alguien más) y su existencia tal vez pueda tomarse como un recordatorio —es lo que yo prefiero imaginar— de nuestras mejores posibilidades. 

          No todo puede estar perdido si una mañana, en medio de la vida de todos los días, entre el bullicio ensordecedor y agobiante del mero acontecer del mundo, se nos revela que hay una nueva canción de los Beatles. Creo que hay que repetirlo, porque me da la impresión de que no nos ha quedado suficientemente claro, los medios y la prensa a través de los cuales suponemos que vamos informándonos no le dedicaron los titulares principales, no hubo multitudes que salieran a las calles, no se detuvieron las fábricas ni los ejércitos ni las ciudades, ni pararon todos los aviones y todos los trenes y todos los barcos, no se pronunció ninguna potencia ni se acallaron los estruendos para hacerle espacio al silencio y, en éste, a la música, no hubo un alto global para que volteáramos a mirar al cielo y fuéramos capaces de ver en toda su plenitud lo que brillaba, si algún día llega un meteorito o de súbito nos acercamos al Sol difícilmente vamos a darnos cuenta. Hay que repetirlo: hemos vivido para oír la última canción de los Beatles, y eso tan conmovedor como increíble: nos queda el resto de la vida para entender por qué.

          Perdón por el tono hiperbólico, pero también es condición de la consideración de todo milagro auténtico. Y, desde luego, la aceptación de todo milagro es cuestión de fe. El acontecimiento del pasado 2 de noviembre admite, desde luego, la relación de hechos que acompaña la publicación del video de Peter Jackson, según la cual «Now and Then» es el fruto de una serie de acontecimientos que se desarrollaron desde la grabación del demo de John Lennon, un casete que Yoko Ono compartió con los sobrevivientes del grupo, y pasando por el intento de rescatar lo que se pudiera, en 1995, cuando Paul, George y Ringo lograron dos canciones, pero desistieron de trabajar más en «Now and Then» y la dieron por perdida. Luego, en 2022, con la tecnología que Jackson usó para el rescate de materiales inéditos que incluiría en su documental Get Back, Ringo y Paul volvieron a intentarlo. Y lo lograron por fin: con la producción del propio Paul y de Giles, el hijo del mítico George Martin (el productor a quien se ha llamado «el quinto Beatle»), sacaron la voz de John, recuperaron la guitarra de George, sumaron las suyas y su piano y su bajo y su batería… Todo está muy claro, pero también es propio de los milagros no necesitar ninguna explicación.

          Al final del video de Jackson se ve a los cuatro muchachos hacer una reverencia y desaparecer. Cuando uno termina de oír la canción, algo así se siente también: que uno, y el mundo que ha recorrido oyendo la música de los Beatles, va desapareciendo también. No es triste, no parece del todo inaceptable. Es como es.

    J. I. Carranza

    Mural, 5 de noviembre de 2023.


  • Ladridos

    Ladridos

    El edificio está lleno de perros. Según mis cuentas, en 26 departamentos viven entre 12 y 15 —parecen más, seguramente son más—. Hace más de un cuarto de siglo, cuando llegué a vivir aquí, sólo había un matrimonio que poseía siete, y era la misteriosa excepción que había hecho el casero, vigilante estricto de su propiedad y, en especial, de la convivencia pacífica entre sus inquilinos. Creo que aquel matrimonio estaba sólo de paso, pues pronto desapareció, su departamento fue ocupado por alguien más —sin perros—, y así el sosiego fue pleno durante algún tiempo, hasta que malamente aquel casero se murió. Era un viejo caballero de trato muy respetuoso, gente seria, cordial, decente, y lo auxiliaba una secretaria algo mayor en cuyo carácter se mezclaban una ternura algo empalagosa y un rigorismo de capataz insobornable: así te iba con ella si te atrasabas con la renta. O si querías meter un animal.

           Se murió, pues, aquel señor, y como suele pasar, los herederos se desentendieron de todo lo que no fuera cobrar. La secretaria eficientísima salió de escena, hizo su entrada un administrador bastante desaprensivo o indolente, el edificio empezó a caerse a pedazos —yo tengo años rogando por unos arreglos en la cocina, y nada: tengo la sospecha de que algún día nos van a correr para tumbar todo y usar el terreno para levantar una de esas torres estúpidas y vacías que infestan la ciudad—, y la fauna doméstica empezó a crecer. Las restricciones que impedían tener mascotas pronto fueron ignoradas o suprimidas, y pronto llegaron los dos primeros chuchos: uno que nació tonto y jamás ha sido capaz de reconocer a sus vecinos, razón por la cual siempre que me descubre en un pasillo se enfurece de súbito y exhibe sus deseos inveterados de matarme, y el otro que se volvió loco por pasar toda su vida en el balcón que da a la calle (un primer piso), ladrándole a la gente, a los coches, a los camiones, a las motos, a las bicis, a los tejuineros, a los pájaros, a la lluvia. (Esos dos pobres animales ya están viejos y sólo así se han calmado: al primero ya últimamente las reumas lo disuaden y nomás me ve pasar con rencor, y el segundo acabó enronqueciendo, primero, y luego quedó prácticamente mudo, aunque sigue en el balcón, rumiando sus alucinaciones).

           En algún momento perdí la posibilidad de recordar en qué circunstancias llegaron los demás. Creo que en la mayoría de los casos fue en compañía de los vecinos nuevos. (Qué multitud de vidas pueden cruzarse con la de uno a lo largo de los años en esa proximidad forzosa que impone habitar un edificio. Apariciones, desapariciones, nacimientos, muertes, entradas, salidas. ¿Cuándo fue la última vez que vimos a la señora de las pulseras de oro que, según supimos después, tenía un casino clandestino? ¿O al torvo individuo que pasaba las tardes fumando afuera de su puerta —le decíamos «El Asesino»— y una noche vació su casa y se supo que llevaba dos años sin pagar renta? ¿O cuándo llegaron los músicos del segundo piso, cuándo se largaron los del tercero, cuándo se instaló el cretino incapaz de responder los buenos días, cuándo se mudó la vecina a la que una vez se le incendió la cocina? Y esos que van saliendo ahora mismo y parece que llevan años aquí, ¿quiénes son?). Pero no sé, por ejemplo, si así fue en el caso del diminuto e histérico tirano del matrimonio que vive dos pisos abajo, mimado y adorado por la mujer, que se dirige a él con elaboradas dulzuras y carantoñas sin fin, en tanto que el marido lo aborrece y por lo bajo —lo hemos oído— lo maldice y lo insulta cuando tiene que recogerle las cacas, en el balcón desde donde llena con su estridencia el patio, incesantemente.

           De un tiempo acá, dueños de nuevos perros que siguen llegando han dado en dejarlos solos toda la mañana, toda la tarde, toda la noche, o mañana, tarde y noche, y los perros ladran. Ladran y ladran y ladran y ladran. Mañana, tarde y noche, iracundos o desconsolados, aterrorizados o enervados, hambrientos tal vez, desesperados o afligidos o continuamente sobresaltados, protestan y denuncian y se quejan y sufren. Privados de espacio (los departamentos no son muy grandes: por ahí empieza el egoísmo de las personas que deciden tener animales donde no hay condiciones), sin luz, sin aire, seguramente acalorados y hartos, son abandonados y evidentemente lo resienten y se desquitan a su modo, por sus dueños que no sólo son crueles con ellos e insensibles e irresponsables, sino también intolerablemente desconsiderados con los vecinos, que hemos de sufrir mañana, tarde y noche el concierto ensordecedor de ladridos atormentados y atormentadores, mientras a esos dueños, inhumanos y desvergonzados, no les da la gana de regresar a casa para que los pobres perros se calmen y medio vuelva la paz… hasta que otra vez empiece el ruido —a menudo, los perros están llenando de decibeles el balcón que da al patio del edificio aun cuando sus dueños están en casa, quién sabe cómo sordos al estrépito: no entiendo que nada hagan por acallarlo.

          Ya sé que puedo parecer el vecino cascarrabias que clama porque callen a sus perros. Eso soy, sí, pero también un mero ciudadano atónito por la absoluta falta de civilidad que permite que esto pase: que haya gente así de cruel con los animales y con los que vivimos alrededor. Y no parece haber remedio.

    J. I. Carranza

    Mural, 24 de septiembre de 2023.


  • Dos Hidalgos

    Dos Hidalgos

    Gracias a la tiktokera @gingerale_tonic (Virginia Arenas, o Gin), el otro día me enteré de que el Hidalgo de la Plaza de la Liberación es en realidad el segundo, pues antes hubo otro, desde la inauguración de ese espacio y hasta unos veintitrés años después. El que conocemos, atribuido al escultor Santiago Flores, desplazó al primero, cuya autoría no está clara —dice Gin que posiblemente fue obra de Ignacio Díaz Morales, autor de la Cruz de Plazas a la que pertenece la Plaza de la Liberación, y también, en complicidad con el desorbitado gobernador González Gallo, el destructor más tenaz del patrimonio en Guadalajara, que arrasó con siglos de construcciones para abrirles cancha a sus nunca muy brillantes ideas y aun así es venerado de modo casi unánime por muchos hijos de esta tierra olvidadiza y cuachalota (todo esto ya no lo dice Gin, sino que lo digo yo)—. Era, aquel primer Hidalgo, una figura lamentable, contrahecha y mal proporcionada, risible sobre todo por su expresión, como con puchero (Gin dice: «Parece que sus papás son hermanos»), y la sociedad tapatía tuvo que soportarlo hasta que, de repente, como suele pasar aquí, fue removido para poner el de Flores, que se desgañita o parece rugir, clama al cielo y alza los brazos poderosos que han roto las cadenas de la esclavitud, está dando un paso al frente, desafiante y encendido, y aunque no precisamente hermoso, sí es preferible al otro, que acabó desterrado en el Parque de la Liberación, o El Deán, donde será siempre más difícil toparse con su fealdad.

           Toda esta historia, que yo ignoraba por completo (es decir: ignoraba que la ignoraba), pude conocerla en algo más de dos minutos gracias a la bien informada y ágilmente dispuesta narración de Gin, pero también gracias al algoritmo, o como haya que llamar al dios que cablea e interconecta la información del universo con mis aficiones e intereses, mis obsesiones o mis distracciones, mis tirrias y mis embelesos, mi curiosidad polimorfa o monomaniaca: con mi cerebro, en suma. Algún rastro debo de haber dejado, en mis pesquisas y en mis ratos ociosos en línea, que el dios en cuestión —es tal vez Hermes, sabedor de nuestras pulsiones y de lo que las sacia— detectó lo oportuno de enviarme el video de los dos Hidalgos. Y, además de atender a ese rastro, supo, el dios, que mi saber estaba imperdonablemente incompleto, pues le faltaba ese dato, que hoy ya tengo por crucial e invaluable y que no olvidaré jamás, mientras este cerebro mío no se desbiele y truene.

           Se diría que los hallazgos como éste son atribuibles a la suerte, y es tentador pensar que ésta, en los tiempos que corren, se ve potenciada por las dinámicas de los medios en que estamos inmersos, en las caudalosas y vertiginosas corrientes de información que nos revuelcan todo el tiempo. Pero en realidad la suerte ha operado siempre, es parte constitutiva de nuestra existencia y, por tanto, un factor que jamás deberíamos desdeñar al ponderar nuestras posibilidades de felicidad o de sabiduría. Para seguir hablando, en concreto, de las formas en que va sumándose y adquiriendo sentido el conocimiento del pasado (los motivos de lo que somos), esa suerte puede manifestarse en casualidades y contingencias que a la postre encontraremos agradecibles: la buena suerte.

           Por ejemplo: estoy seguro de que saber de historia me gusta, y me importa, gracias a la estupenda suerte que tuve de tener, en el tercer año de primaria, a la profesora que tuve: Gloria Guerra Villanueva. Ya lo he contado: nos dejaba tirarnos en el suelo mientras nos platicaba de los aztecas y de la Conquista y de la Independencia y demás, y aquellas horas de maravilla están entre las más dichosas de mi niñez. «Saber de historia», escribí, pero no se crea que sé nada: al contrario, mi ignorancia es enciclopédica. A lo que me refiero es a la emocionante ocurrencia de ese infinitivo, descubrimiento o revelación, especialmente cuando se trata de una noticia inaudita, insospechable. Como una que conocí en un ensayo de mi amiga Teresa González Arce («La fragilidad de los héroes», incluido en el libro Días hábiles, UNAM, 2012): que Morelos usaba lentes oscuros —y no por coquetería ni por ansias de glamour, sino porque padecía migrañas y así se evitaba la luz torturante; tiempo después fui a Morelia a corroborar que, como afirmaba el ensayo de Teresa, esos lentes se conservan en el museo sito en la casa que el propio Morelos construyó con sus manos… y también entonces supe que, cuando iban a fusilarlo, el autor de los Sentimientos de la Nación llevaba consigo un diccionario francés-español que le había regalado y dedicado Hidalgo: mientras hacía la guerra, el cura Morelos estaba aprendiendo francés.

          Imagino, sí, que esas ocasiones para la buena suerte de saber algo que no sabíamos se multiplican hoy gracias a TikTok o similares. Pero entiendo que, para ello, hay que mostrarse propicio a los designios del dios, absteniéndose de perder el tiempo en porquerías y estupideces y procurando que el propio rastro se trace, sin demasiadas desviaciones, por rumbos donde sea más posible que salgan al paso quienes traen algo valioso o sorprendente (como me pasó con Gin, con su historia de los dos Hidalgos). El dios, así, tendría que premiarnos obsequiándonos con lo que, mejor que nosotros, sabe que nos falta saber.

    J. I. Carranza

    Mural, 10 de septiembre de 2023.


  • Tormentón

    Tormentón

    Las revelaciones más perturbadoras son las que nos enfrentan a las mayores obviedades. Por ejemplo: el viernes pasado, luego de haber dejado a la creatura en la escuela, cuando llegué a la universidad y ya que estaba dándole el primer sorbo al cafecito para acabar de despertar (yo no sé qué gana la humanidad haciendo que las creaturas se desmañanen de modo tan brutal, y con ellas sus padres; la civilización se habrá deshecho de sus peores taras cuando dejemos de madrugar a lo loco), caí en la cuenta de que había hecho el camino sin contratiempos, bajo un cielo despejado y sin que nada me recordara el apocalipsis de la noche anterior. No sólo había dejado de llover en algún momento de la noche del jueves, sino que además los caudalosos ríos que impuso la tormenta habían desaparecido y estaban secas las calles que unas horas antes habían desaparecido bajo el agua.

           Lo que quiero decir —y esto es lo pasmoso de esa revelación de lo obvio— es que la lluvia para, el agua baja, las calles terminan por volver a ser transitables y la vida sigue. Siempre. Y eso, en esta ciudad tan aficionada a las tempestades destructoras, puede ser profundamente significativo… siempre y cuando lo tengamos en cuenta. Porque vamos a ver: salvo ciertas zonas, principalmente en la periferia, donde la lluvia intensa puede dejar inundaciones por varios días, lo cierto es que aun en los puntos más conflictivos de la Zona Metropolitana de Guadalajara, preferidos por el agua para hacer brotar encharcamientos que en cuestión de minutos crecen hasta convertirse en violentos mares, toda esa agua termina yéndose al cabo de algunas horas: corre hasta las entrañas de la ciudad y sigue su camino, y al día siguiente lo más seguro es que ya no quede rastro, aunque por lo general es cuestión de horas para que el nivel descienda y no sea una temeridad insensata cruzar la avenida, a pie o en coche.

           Lo malo de las obviedades es que reparar en ellas a veces conduce a proclamar una ingenuidad. Lo digo por si se toma por tal esto que voy a decir enseguida. En Guadalajara, vamos aceptándolo de una vez, jamás va a dejar de llover con furia vengativa, y lo más probable es que cada año sea peor que los anteriores, no solamente por las consecuencias que, aseguran los expertos, trae consigo el cambio climático, sino también por el esmero que nos caracteriza para tomar las peores decisiones (crecimiento desmesurado de torres estúpidas por todos los rumbos, sobreproducción de basura, interrupción de los cauces naturales, deforestación, elección de los peores gobernantes, etcétera), y que agravará los estragos causados por el agua. Tampoco, dicho sea de paso, vamos nunca a dejar de mostrarnos sorprendidos por el hecho de que llueva como llueve —ni renunciaremos al retorcido deleite que nos provoca deplorar cada tormenta: si no, de qué platicaríamos al día siguiente—. Y menos habrá jamás autoridad que nos asista en el momento del diluvio ni gobierno que encuentre mínimamente rentable aventurar ninguna solución duradera —en la tarde-noche del jueves, en dos horas y media de ir para allá y para acá en el coche buscando evadir las aguas crecidas y los embotellamientos, jamás vi una maldita patrulla, solamente un desvalido camión de bomberos sumergido en el pantano, como un emblema rotundo de la desesperanza. 

           Estamos condenados, pues, y nada va a impedir que llueva otra vez. Habría que volver a edificar la ciudad, llevársela completa a otro lugar, o irnos y dejarla aquí, hasta que el agua acabe con ella, para ponernos del todo a salvo. Sin embargo —y ésta es la obviedad acaso ingenua que había anunciado—, la evitación de la desgracia, en cada tormenta, pasa por la modificación de las conductas individuales y colectivas, y estará a nuestro alcance siempre que recordemos que la lluvia va a parar y el agua se va a ir. Dicho de otra forma: es cuestión de esperar. Un rato. O un par de horas. O toda la tarde. Lo que sea, pero esperar, antes de lanzarnos a arrostrar la calamidad con toda nuestra atolondrada indefensión y nuestra inservible audacia. Como el célebre tinaco que tan bien nos representa (a mí me gustaría ver que lo instalen en lugar del elefante del Centro Magno, el que se llevó la lluvia y que ya nunca volvió), sin pensarlo demasiado los tapatíos nos arrojamos a la corriente y a sus diversos peligros: que nos aplaste un árbol o nos fulmine un rayo, o que caigamos en un socavón o nos absorba una alcantarilla. Y en muchos casos se entiende, claro, como con las multitudes que se mueven en transporte público, que quieren llegar cuanto antes porque luego no habrá camión o tren y los desgraciados taxistas van a empezar a cobrar trescientos pesos. Pero, por ejemplo, los automovilistas particulares, ¿por qué encontramos preferible quedarnos atorados en Lázaro Cárdenas como tontos, por horas, con riesgo de que otra vez los cielos se abran y el agua se trague los coches? ¿Por qué corremos a zambullirnos a Plaza del Sol, al paso a desnivel de Ocho de Julio, a Higuerillas, a donde sea que ya sabemos que corremos el riesgo de la pérdida total?

    «La paciencia», cantaba el rockero Guillermo Briseño, «es un recurso natural no renovable». Habría que cuidarla y tener reservas para cuando se suelta el aguacero. A fin de cuentas, como pasa siempre, tarde o temprano el agua va a bajar.

    J. I. Carranza

    Mural, 3 de septiembre de 2023.


  • ¡Los útiles!

    ¡Los útiles!

    Nos dormimos o nos distrajimos en otras cosas, o tal vez estábamos tan ganosos de vacaciones que inconscientemente quisimos prolongarlas lo más posible, hasta que advertimos la intimidante cercanía de su final y vimos qué nos faltaba: ¡los útiles escolares! A lo largo de toda la primaria pudimos reírnos de mamás y papás despistados o indolentes (como era un colegio privado, no precisamente barato, no se nos ocurría que algunos estuvieran en dificultades para destinar unos pesos al gasto), a menudo desvergonzados, que dejaban al crío llegar al arranque del año escolar sin el arsenal completo, a diferencia de la cría nuestra, que ya desde varias semanas antes estaba bien abastecida y lista para echarse a la espalda la mochila descomunal y atiborrada.

           Pero esta vez se nos fue la onda. Quizá, como se trataba de dar el salto mortal de la primaria a la secundaria, nos arredraba la posibilidad de encontrarnos con dificultades inesperadas u ocurrencias inexplicables, así que fuimos dándole largas. Hasta que ya vimos que las clases empiezan el lunes, y tuvimos que organizar de emergencia la excursión ritual, y nos arrancamos a la papelería de todos los años. La misma de siempre: desde la primera vez, nos habían recomendado ir ahí porque no solamente era seguro que encontraríamos todos los artículos que buscáramos, sino también porque el dueño había tenido la astucia (pero además la nobleza, digo yo) de brindar un descuento de 30 por ciento con la condición de que la lista se surtiera completa en su local. Así que doble ventaja: todo en un solo lugar y un buen ahorro. (Imagino que no será el único comerciante del ramo con estas estrategias, pero luego uno puede andar en la luna o a las carreras, así que doy completo el dato, que más que anuncio debería verse como un servicio social: es la papelería Herrera Cornejo, en Rubén Darío y Manuel Acuña, una de esas discretas instituciones de la ciudad que nos han hecho la vida más vivible a los tapatíos por mucho tiempo, y que como muchos establecimientos del comercio local y tradicional merecen nuestra fidelidad y nuestra gratitud).

           «Desde la primera vez», veo que anoté, y resulta que eso fue hace diez años, tiempo durante el cual lista fue acortándose sensiblemente, yo creo que en parte por la pandemia, pero también porque en algún momento alguien cayó en la cuenta de la insensatez ecológica que representaba forrar con plástico cada libro y cada cuaderno —y pedir además tantos cuadernos, algunos de los cuales regresaban al final del año intactos; el año pasado, de hecho, hubo una escasez mundial, según explicó el dueño de la papelería, a causa de la guerra en Ucrania…—. Fueron multiplicándose, además, las recomendaciones de reusar y reciclar, de forma que ya no tuvo ningún sentido comprar un juego de geometría cada año, por ejemplo (yo recuerdo que en mis tiempos de educando de primaria la exigencia de un juego nuevo cada vez no era negociable, amén de la forradera loca de todo). En todo caso, la lista de este primero de secundaria estuvo muy lejos de incluir caprichos o absurdos, y fue muy sencillo surtirla (y no tan oneroso, bendito Dios).

           Sin embargo, acaso en castigo a nuestras calmas, ya que estuvimos ahí ciertamente tuvimos que vérnoslas en un pequeño tumulto, pues evidentemente no fuimos los únicos en dejarlo para el último momento. Pero no importó, y, de hecho, lo que he venido querido decir desde el principio de este artículo es que esta compra, con todo y lo carrereada que fue y aunque hubo que esperar turno detrás de las mamás atarantadas que no se decidían entre las marcas de lápices o de compases o de pegamentos, y aun cuando otras veces haya habido que hacer algunos malabares financieros para posibilitarla, es uno de mis momentos favoritos del año, y la espero con emoción y la disfruto intensamente cada que llega —sospecho que más que la cría, que luego se aburre o anda pensando en otras cosas, mientras su mamá y yo nos maravillamos con las variedades de los colores y los papeles y los sacapuntas y los borradores—.      

           Tendrá que ver, supongo, con las restituciones que la experiencia hace en la evocación de la infancia: el hecho de que yo no hubiera tenido mucho que ver en la compra de mis útiles cuando era niño, pues de lo que se trataba era básicamente de salir del paso y además, a diferencia de lo que ocurre hoy, los niños de entonces no contábamos gran cosa a la hora de decidir nada. Pero también está el mero gozo sensorial que obsequia la experiencia. Si López Velarde pudo calificar como «santo» el olor de la panadería, ¿cuál adjetivo le convendría a ese intenso aroma que mezcla las fragancias de los lápices con las de los crayones, la del plástico de las mochilas, la de la cartulina y la plastilina y el resistol y la tinta? No creo que haya felicidad tan específica como la que dispara el redescubrimiento de ese olor —y por eso es triste reemplazar la visita a la papelería pequeña o mediana por otras posibilidades, como comprar los útiles en el supermercado o, peor, en línea: de lo que podemos perdernos por querer disfrutar de algunas supuestas comodidades.

    Ya estamos listos, pues, para mañana; la mochilota no está tan tremenda esta vez, va a haber que madrugar algo más, parece que no falta nada. Ni ilusión tampoco, ese material escolar necesarísimo.

    J. I. Carranza

    Mural, 27 de agosto de 2023.


  • Mucha risa

    Mucha risa

    Perdón por venir a apestar el domingo con el asunto palaciego que nos entretuvo en la semana, pero se me hace que hay un par de cositas que falta considerar. Total, que al menos el entretenimiento dispuesto por la corte nos deje alguna reflexión que acaso se traduzca en algún aprendizaje, y no nomás todo quede en bilis y vergüenza. Hablo, claro está, de la sordera selectiva del Presidente, de cómo su actitud marrullera esta vez le jugó en contra, de las consecuencias que ello podría tener.

           Ya se ha señalado, pero además es tan evidente que hay poco espacio para las interpretaciones: el chiste que contó López Obrador para no hablar de la desaparición de los muchachos de Lagos tenía el propósito de funcionar como parábola, es decir, como una historia de la que se desprendiera una enseñanza. Dado como es a ejercer de profesor (de historia, de moral, de sociología, de política, de economía, de periodismo, de música popular, de lo que se le antoje), en sus «mañaneras» el Presidente frecuentemente se siente llamado a reconvenir a los reporteros por sus descarríos, a mostrarles el buen camino, a instruirlos, y para ello suele servirse de consejas, anécdotas, episodios de las vidas de los próceres, pasajes del Evangelio, dichos y refranes, recuerdos de su cosecha y, por supuesto, chistoretes. A veces se avienta buenas puntadas, hay que reconocer. Y no tiene miedo al ridículo. Al menos dos veces se ha puesto a balar como borrego.

           (Es una materia fascinante, la producción cómica de López Obrador, al margen de las risas que recaude en cada ocasión —por desgracia, casi siempre se oye el murmullo de los reporteros presentes, que le ríen hasta los chistes más cebos: ¿les preocupa quedar proscritos si no se suman al coro?—. ¿Cuáles son sus motivos para payasear como lo hace? Yo tengo dos conjeturas principales —no está a mi alcance otra cosa pues no puedo entrar en la cabecita del Presidente—: una, que se permite esas evoluciones de su discurso porque entiende que, al convidarnos a reír con él, nos transmite tranquilidad, confianza, como si la posibilidad de decir mensadas y deslizar entre ellas su risita fuera una demostración de que nada está tan mal como nos quieren hacer creer. Lejos de asumir con gravedad o al menos seriamente la realidad que atiende desde ese espacio, con sus ocurrencias y sus ironías quiere infundir en esa realidad una ligereza que nos la haga más manejable. La otra conjetura es que se trata de la risa de los puros: la manifestación pública de la convicción profunda que el Presidente tiene de no ser culpable de nada —por ejemplo del modo en que el Estado les ha fallado a los miles de asesinados y desaparecidos de los últimos sexenios, incluido éste—, la certidumbre de que está haciendo lo correcto y de que su rectitud personal y el rumbo que le marca a su grey son lo que necesita este presente para convertirse en un futuro de concordia y amor y justicia universal. Ríe y convida a reír con él porque se sabe inocente y noble e inatacable).

           El chiste del sordo, entonces, lo que quería hacerles entender a los reporteros era: «No oigo lo que no me conviene». O, para decirlo de forma acaso más precisa: «Cuando oigo lo que no me conviene, me hago pendejo». Como estaba sucediendo en el momento mismo de contar el chiste. Pero esta vez no calculó, evidentemente, la reprobación que le acarrearía esa gracia. De inmediato, y con gran resonancia, se vio denunciado en su sevicia, pues la indiferencia al dolor ajeno desde una posición como la suya —desde el más elevado sitial de la Nación— es impiedad reconcentrada, vileza sin más… O si no fue eso, fue mera tontería insensible, ofuscamiento, desatino —pero no: el Presidente está lejos de ser tonto, todo lo contrario—. Como sea, no midió las reacciones que desencadenaría, y entonces, ahora sí echando mano de toda su astucia, el «control de daños» consistió en victimizarse y colocarse al centro de la gran conspiración de los dueños de los medios que habrían aprovechado la ocasión para fabricar una infamia contra él.

          Y mientras esto pasaba, cuando ya estábamos alegando si oyó o no, o si el chiste fue cándido o pérfido, los cinco muchachos de Lagos y las decenas de miles de personas desaparecidas en México seguían sin estar donde tienen que estar. ¿Qué está haciéndose para que esa desgracia cese? Ése está lejos de ser el tema de la conversación, o es más bien que estamos sordos a él.

    Iracundo y rencoroso, es de temerse que el Presidente abra las compuertas a sus ansias de venganza. El «acuse de recibo» que hizo, dirigiéndose a los dueños de los medios que considera adversos (todos lo que no ensalcen sus acciones, hagan eco de su ideario, glorifiquen sus dichos o le festejen los chistoretes), imputándoles directamente el revuelo ocasionado por su chiste fallido del sordo, marca, quizás, el inicio de la ofensiva que el mandatario más poderoso y temible desde Gustavo Díaz Ordaz podrá emprender contra la prensa crítica, y ya tendríamos que ir imaginándonos las consecuencias —por ejemplo mirando hacia Nicaragua o hacia cualquier otro de esos países de los que al Presidente de México no le gusta hablar—. ¿Y se le irá a quitar lo chistosito, de aquí en adelante? No parece posible. Pero ya podríamos ir figurándonos con más claridad qué hay detrás de esa risa.

    J. I. Carranza

    Mural, 20 de agosto de 2023.


  • En la tele

    En la tele

    Tuvo que ser a principios de los ochenta, cuando yo iba en tercero o cuarto de primaria y un día fui a comer a la casa de mi amigo Luis Cornejo. Los recuerdos más decisivos tienen tal nitidez que se vuelven sospechosos, pero cuando identificamos en ellos presencias que podemos nombrar con certeza, podemos confiar mejor en que no serán meras elaboraciones de nuestra fantasía. Mientras ya estábamos sentándonos a la mesa, para mi asombro imborrable, Luis encendió el televisor —no sé si le pidió permiso a su mamá, yo creo que no— y entonces descubrí dos cosas que hasta ese momento jamás habría sospechado: que había casas donde la televisión era invitada a la hora de la comida y, lo más increíble, que había algo ya transmitiéndose a esa hora: concretamente el programa de Sixto, en el Canal 6.

           Yo había vivido en la creencia de que la televisión sólo empezaba a existir después de comer, porque era hasta entonces cuando me dejaban verla, y como además degustaba exclusivamente las caricaturas del Canal 5 —hasta la hora en que mi mamá ponía sus telenovelas, y luego mi papá su noticiario—, esa señal, como otras que se transmitían desde la Capital, no llegaba a Guadalajara por las mañanas: eran tiempos en que la tele tenía horarios de apertura y cierre. Así que culpo al títere azul por haber sembrado en mi existencia, aquella vez, la semilla de lo que años más tarde, cuando no tendría que pedirle permiso a nadie para prender la tele a la hora que me diera la gana, se me volvió una pésima costumbre: al mediodía, entre el momento de poner la mesa y llevar los refrescos, buscar dónde quedó el control remoto, pues es casi más importante dar con él que evitar que se quemen las tortillas. (Encima, la tele de Luis Cornejo era a colores, y ya he contado que en mi casa sobrevivimos durante mucho tiempo con una vetusta Philco en blanco y negro, cosa que seguramente hizo que aquellos descubrimientos fueran todavía más memorables: de qué modo desfachatado brillaba Sixto al revelarme que había infancias muy distintas a la mía).

           Por esa maldita costumbre, en la semana tuve un disgusto enorme. En un tonto programa de chismes faranduleros de la tonta televisión local, los tontos conductores abrieron —mientras estábamos comiendo, y se nos atoró la comida con la noticia— dando a conocer, a lo largo de varios minutos, la «muerte» de José Luis Perales. Espero que las comillas que acabo de usar sirvan para que a nadie que no haya estado al tanto vaya a pasarle lo mismo que nos pasó: Perales no se murió, era un estúpido rumor. Pero aquellos melolengos se extendieron como si la noticia fuera verdadera, incluso adoptaron un tono de lamentación, pasaron videos de recordación del cantautor… Y ya que su broma cretina no daba para más, la desmintieron. ¡Maldita sea!, bramé (no con esas palabras: con otras más aptas para manifestar el macizo encabronamiento), qué falta de respeto al público (y ya no digamos al no-muerto), una jugarreta de tal mal gusto como ésta —y aquí tendría que decir que no es que yo tenga un póster de José Luis Perales encima de mi escritorio ni tampoco que sea el presidente de su club de fans, pero sí, como ocurre con al menos tres generaciones de hispanohablantes en el mundo, tengo incrustadas su lírica y sus tonadas en las cavernas más empalagosas de la psique, y ni modo.

           Luego pensé: quién me manda ver ese programa de porquería. Y luego pensé: no es que nadie me mande, sino que hay en la vida inercias dañosas a las que quedamos sujetos sin darnos apenas cuenta, como ésta que consiste en sintonizar la tele a la hora de la comida, o incluso sintonizar la tele (me refiero a la televisión abierta en México, en especial la de carácter local), a sabiendas de que casi toda su oferta, o toda, es  repelente y nociva, prescindible por lo tanto y evitable en todo caso. ¿Estoy generalizando? Lo siento, pero es tan abrumadora la masa de inmundicia por la que hay que ir abriéndose camino que, si alguna producción amerita excepcionalmente nuestra atención, entre la multitud de producciones de baja estofa, chabacanas o estúpidas, será muy difícil dar con ella. ¿Qué ha tenido que pasar, por ejemplo, para que los noticieros compitan de tal modo por dramatizar las noticias más atroces, explotando con obscenidad el dolor de las víctimas, musicalizando el horror con melodías lacrimosas o supuestamente impactantes y haciendo que los pobres reporteros se comporten como payasos? (Hablo de los noticieros porque eso es lo que principalmente veo en la televisión local, amén del mencionado programa farandulero, que ya quedó vetado en casa por los siglos de los siglos).

    No tenemos forma de afirmar que las cosas fueran mejores antes quienes, procedentes de ese antes, somos damnificados directos de la televisión mexicana, con nuestra educación sentimental modelada por Valentín Pimstein, nuestra formación estética decidida por Raúl Velasco y la idea que íbamos haciéndonos de la realidad sociopolítica suministrada por Jacobo Zabludovsky. Pero sí hay algo hoy que antes no parecía tan sencillo: la posibilidad inmensa de apagar la televisión y, especialmente, no volver a asomarse nunca a la televisión local. Porque hay un mundo de alternativas para informarse y divertirse. En aquel triste antes, Sixto y similares era casi lo único que teníamos.

    J. I. Carranza

    Mural, 13 de agosto de 2023.


  • Los libros

    Los libros

    ¿Quién conserva intactos y tiene a la mano los libros que el Estado mexicano le entregó mientras cursaba la primaria? Yo no tengo la menor idea acerca de lo que pasó con los míos… y ahora mismo caigo en cuenta de que me resulta difícil usar este posesivo, «míos», pues tengo presente cómo cada año, al repartírnoslos, las maestras nos hacían sentir que no se trataba propiamente de un obsequio sino de la confirmación de una responsabilidad que contraíamos con la Nación, como si estuviéramos recibiéndolos en custodia y nunca terminaran de ser sólo nuestros; imagino que en todo ello había alguna reverberación de las etapas más recias de la educación socialista en México, y que por ahí se nos intentaba colar algún principio de desprecio por la propiedad privada, o tal vez alguna noción del bien común y del deber patrio.

           No sólo imagino esto que acabo de escribir. Gracias a que está disponible para su consulta el catálogo histórico de la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos (historico.conaliteg.gob.mx), el recuerdo me lleva directamente a consultar la tercera de forros del libro de Ciencias Sociales que tuvimos en nuestras manos quienes cursamos el sexto de primaria entre 1982 y 1983. Y, como esperaba, me encuentro ahí el cuadro que se repetía en los libros de todas las otras materias y de todos los otros grados, encabezado por la admonición estatista y en mayúsculas: «ESTE LIBRO ES PROPIEDAD DE LA REPÚBLICA MEXICANA». Destinada a inhibir la comercialización del libro, en principio, pero también cualquier intención de «llevarlo o mandarlo fuera del país» —las paranoias ideológicas de aquellos tiempos priistas eran más espesas que las actuales, hay que reconocer—, esa advertencia también buscaba imponer una condición: «Para que lo use y lo conserve se entrega en forma absolutamente gratuita, pero con la condición de que lo cuide, a…» (y seguían los espacios para rellenar con el nombre del educando y los datos de su escuela).

           Yo creo que sí cuidé mis libros, pues no recuerdo haber perdido nunca alguno, o que se me hubiera maltratado al punto de quedar inservible —y mucho menos haberlos destrozado, eso es de animales—. También, desde luego, recuerdo haberlos usado, y esa memoria ha venido a reactivarla de un modo absolutamente sorprendente la visita al citado catálogo de la Conaliteg: cuatro décadas no han sido suficientes para borrar por completo las imágenes de las portadas, las ilustraciones que enriquecían las páginas de lecturas y ejercicios, y especialmente el tono general de una forma de educar, entre la severidad y la ternura, que cobraba forma en las palabras de quienes escribían esas páginas —tengo una especial gratitud y un imborrable amor por la presencia de Armida de la Vara, responsable de un buen número de adaptaciones de clásicos de la literatura universal que muchos niños conocimos gracias a su trabajo en esos libros: seguramente una de las educadoras más importantes para varias generaciones de mexicanos.

           Lo que no hice fue conservar mis libros. ¿Por qué? ¿Dónde quedaron? Tengo claro que a partir de los 14 años, cuando ya patinaba a toda velocidad por la pista de la adolescencia, empecé a hacerme cargo de mi biblioteca personal, con los primeros libros que elegí por mi cuenta y que fueron acomodándose junto a los que mis papás me habían escogido desde la niñez (muchos de los cuales asombrosamente conservo, y algunos incluso han ido a parar directamente al librero de mi hijita, con mi esperanza de que alguna vez lleguen a azorarla como lo hicieron conmigo, en especial la colección Cómo hacer…, editada en España, además de los volúmenes de una enciclopedia musical). Pero ¿por qué decidí, o alguien decidió por mí, que los libros de texto gratuitos no había que atesorarlos? De no ser porque están disponibles en línea, mi memoria acabaría por extraviarlos definitivamente. No creo que hayan sido donados, pues cualquier niño recibiría los suyos llegado el momento (era uno de los frutos de la Revolución mexicana que veíamos verificarse sin mayores problemas año con año), y me cuesta creer que fueran desechados. Casi es como si no hubieran existido en realidad.

    Según el catálogo histórico que he venido refiriendo, los libros que me tocaron fueron los de la Generación 1972 (el año en que nací, por cierto). Ocho «generaciones» más se han sucedido desde entonces, y es la novena la que hoy mismo tiene vociferando a fanáticos y ridículos y necios y miserables de un lado y otro. Incapaz de ningún juicio que no sea superficial o sesgado (porque ni soy especialista ni soy hipócrita y espero no ser oportunista), al echar un vistazo a esta última edición mejor me abstengo y me regreso a repasar el recuerdo de los libros que llevé. Y, cuando mucho, me animo a aventurar que no sobran muchas razones para que los niños de hoy sostengan una relación distinta con sus libros de la que sostuvimos los niños de hace casi medio siglo, y lo más seguro es que de esa relación quedará sólo una impresión borrosa y cada vez, al paso de los años, más difícilmente descifrable. Será objetivamente escasa la medida en que su comprensión de las cosas quede configurada por lo que digan esas páginas (otras cosas pesan más en la vida, siempre). Y al final ignorarán dónde acabaron quedando y para qué les pudieron servir.

    J. I. Carranza

    Mural, 6 de agosto de 2023.