Las habrá visto, muy probablemente, quienquiera que haya tenido la pésima idea de permitir que el algoritmo decida lo que las redes y otros vertederos de la escoria humana le muestran. Es vil, el algoritmo: se goza en arrojarnos a la cara vistazos a lo más deplorable de la realidad —o de sus suplementos—, y aun si uno ha procurado observar ciertas disciplinas o marcarse límites, cualquier desliz mínimo basta para que mane y crezca y lo anegue todo el fluir de inmundicia, bajeza, estupidez y fealdad que parece la sola razón de ser del algoritmo redicho, sin que haya remedio a la vista —o sí lo hay, y es apagar todo y dejar de asomarse a esos cenagales de una buena vez.
Las habrá visto, pues, cualquiera que dé en pasar horas viendo videos o reels, pues tarde o temprano salen, en cuentas dedicadas a exhibir energúmenos en acción, peleas por cualquier motivo, pleitos y alegatas y, en fin, espectáculos involuntarios protagonizados por personas fuera de sus casillas y desentendidas o ignorantes de que el mundo está lleno de ojos abiertos listos para grabar lo peor de lo que somos como especie. Son las karens. Son, para aventurar una definición económica, señoras rabiosas por encontrar que el mundo no está hecho conforme a su voluntad, y empeñadas además en corregirlo, a gritos y a manotazos si hace falta. Gringas, por lo general, y normalmente de edades entre mediana y provecta, si bien las hay jóvenes. El algoritmo, desde luego, es sexista, y también misógino, y a ello se debe sin duda que la especie «karen» parezca estar integrada únicamente por mujeres, pues son las únicas que se nos muestran; yo no me extrañaría, sin embargo, de que también existan los karens masculinos, que seguramente serán asaz violentos y temibles y peores. Pero, por lo que alcanzo a divisar, han eludido hasta ahora la infamante etiqueta, o les cuadran otras cuando se llega a exhibir sus desfiguros y sus excesos. Así que el término, por lo pronto, corresponde a las señoras de marras. Clasemedieras o riquillas, blancas sobre todo, y detestables en sus exigencias y modos y en sus ínfulas, en el aplomo con que asumen lo que suponen que es su superioridad moral. Lo sé porque acabo de ver en vivo a varias en acción. (Y, aunque la especie por el momento sólo está integrada por gringas, imagino que a las equivalentes mexicanas o de otros orígenes habrá que ir buscándoles sus respectivos nombres, porque es imposible que no existan también).
Estábamos en la vacación, en un hotel lleno de turismo internacional (muchos indios, chinos, alemanes, pero sobre todo vecinos del norte: canadienses y americanos (ya no se les dice así, pero yo sigo diciéndoles así). Con un apacible ruso blanco a la orilla de la alberca, bajo un sol benévolo y sonriente y con el unánime mar enfrente (el adjetivo es de Borges) y el narcótico sonsonete de un reguetón al fondo, me sobresaltó el graznido de una señora: «Security! Security!», gritaba, enfurecida por haber descubierto que había una niña dentro de la alberca, acompañada por su mamá. Es cierto: un letrerito decía «Sólo adultos». Pero también es cierto que, número uno, las otras dos albercas estaban heladas, y por tanto desiertas, y ésa era la única tantito tibiecita, y número dos, era Navidad. Ninguno de estos atenuantes contaba para la karen, quien ni siquiera estaba en la alberca, nomás iba pasando por ahí y no le pareció. (Aclaro: la niña que la karen vio no era mi hija, que estaba a mi lado en la alberca, sino otra más chiquita. Mi niña, con todo, urdió esta táctica admirable: «Si nos dice algo, le dices que soy adulta pero tengo enanismo»). Tonto hotel, que impone esas restricciones cuando sobre todo recibe familias, pero que además no prendía las calderas para calentar todas las albercas —lo hicieron hasta que ya nos íbamos, quizá porque alguna karen se quejó.
Al otro día presenciamos cómo otra señora brincaba de su tumbona al ver que dos niños metían la pata en la alberca de la discordia. Y luego de eso empezamos a constatar que las karens proliferaban: entradas en carnes o resecas como charamuscas, pero siempre muy en la estética MAGA, que combina pieles tostadas hasta crujir y cabelleras rubias tan resplandecientes como los feroces caninos. Estridentes y malévolas, solas o acompañadas por ejemplares masculinos igualmente amoratados por el sol o el alcohol o ambas cosas, prontas a protestar y a hacerla de tos por cualquier cosa, displicentes o altaneras con el personal, e indulgentes —claro— con quienes identificaban como sus iguales: a unos chamacos güeritos que traían un balón de futbol americano no les dijeron nada, nomás a los que venían en otras presentaciones.
Como todo estereotipo, el de estas personas irracionales y autoritarias será seguramente insostenible. Pero las conductas de los individuos, cuando en ellas se reiteran determinados patrones, permiten reconocer tendencias. ¿Hay, entre quienes hoy visitan México provenientes de los Estados Unidos de Trump, una suerte de empoderamiento tácito que les hace comportarse de modos tan abyectos? ¿Se estarán creyendo ya dueños de aquí? Como sea, si alguien se encuentra con alguien así, hay de dos: hablarles en español, cosa que las enerva, o llevarse un dedo a los labios y hacerles «Shhh». Que se callen el pico y dejen de molestar.
¡Feliz año nuevo!
J. I. Carranza
Mural, 29 de diciembre de 2024.