El poeta Gerardo Deniz afirmaba que la economía de su casa podía trepidar y quedar en riesgo de desplomarse si él tenía la mala ocurrencia de estrenar zapatos. Tal vez por lo dramático de esa declaración o bien porque trasluce la precariedad a la que frecuentemente quedan (quedamos) condenados los letraheridos, como antes se decía con toda cursilería para nombrar a los escribidores, siempre siento que Deniz está viéndome con reproche o alarma cuando estoy por animarme a entrar a una zapatería. A veces esa mirada fantasmal termina por disuadirme: saco cuentas absurdas (cuánta gasolina podría ponerle al coche con eso que me voy a gastar, cuántos virotes estaría quitándole de la boca a mi familia) y lo dejo para después, hasta que al fin me decido y entonces elijo con tanto escrúpulo que parece que ya jamás podré volver a comprar zapatos en toda la vida.
Pero creo que ayer conseguí eludir la vigilancia deniziaca y me compré unas botas sin tener que abrirme paso entre mis neurosis y mis supersticiones. Fui, las vi, las pedí y las pagué. Me llegan hoy. Y todo lo hice sin moverme de donde estaba echado, en cuestión de minutos y sin titubeos. No se trató propiamente de un impulso, pues había una buena justificación: tenían un suculento descuento. Son unas botas muy bonitas, aunque mi esposa me dijo con franqueza que se me verían mejor si yo fuera albañil. En todo caso, se trata de una marca y un modelo de los que no me he apartado en más de dos décadas, pues sólo me consiento variaciones en el color… y ahora que caigo en cuenta, estoy calcando lo mismo que hacía mi papá, que siempre usó zapatos iguales y los compraba invariablemente en Las Tres B, en los portales de Colón, frente a la plaza de Las Sombrillas. (¿Cuántas contraseñas de tapatiez van dejando de ser funcionales con el mero paso de los años? ¿A partir de qué edad a los tapatíos de hoy ya no les resultan útiles referencias como las que acabo de dar? Sin duda, llegará el momento en que no tenga sentido utilizar los nombres de una Guadalajara que hace mucho no existe, pues nadie quedará que sepa para qué servían esos nombres. No sé si eso es más triste que aterrador o viceversa).
El punto es que en esa compra consistió mi experiencia del Buen Fin. Que, debo decir, no obstante lo ventajosa que resultó, fue también desangelada, desabrida. Lo intuí cuando, horas después, vi en un noticiero las imágenes de la gente atestando tiendas y centros comerciales para salir muy sonrientes con sus pantallas pantagruélicas rumbo al estacionamiento. (Es fantástico: ¿de qué tamaño tiene que ser una habitación para que quepa en ella una pantalla de quinientas pulgadas?). A ver si consigo explicar esta misteriosa envidia que experimenté por haber comprado mis botas con un par de clics, en lugar de hacerlo como los seres humanos normales. Mi teoría es la siguiente, y tiene que ver justamente con la tapatiez:
En una ciudad abocada históricamente al comercio y en la que, también históricamente, buena parte de la vivencia del ocio de la población está relacionada con esa actividad, las grandes superficies comerciales constituyen un elemento importante en la educación sentimental de las personas y configuran en gran medida su afectividad. No sólo son los escenarios donde ocurren procesos importantes para la formación de la identidad, como la socialización elemental y la consolidación de relaciones significativas —amigos, amores—, sino que además adquieren, en su arquitectura, sus ambientes, sus entornos, calidad de espacios entrañables, muchas veces de modo inadvertido y, sin embargo, irresistible: por eso volvemos y seguiremos volviendo, a pesar de cualesquiera contrariedades o malas experiencias. Una plaza comercial, para alguien nacido en esta tierra atolondrada y gastalona en la que escasean ofertas de entretenimiento accesible de distinta naturaleza (los parques son pocos, las unidades deportivas contadas, difícilmente prenden las opciones culturales como no sea entre los iniciados, etcétera), va volviéndose con el tiempo un particular e intransferible locus amoenus, una parcela de paraíso donde nos hallamos a salvo (del trabajo, de las prisas, de los agobios de lo cotidiano) y donde, de un modo ciertamente asombroso, el barullo del ejambre de gente acalla otros barullos indeseables: el de la rutina, o el que nos zumba en el cráneo y que se apacigua con música de tienda departamental. Acaso no estaríamos muy dispuestos a reconocerlo si nos preguntaran, pero sospecho que los tapatíos difícilmente nos hallamos mejor que lerendeando con una nieve ante los aparadores de una plaza comercial.
Por eso, aunque mis botas ya vinieran en camino, y gracias a la oferta que oportunamente me hallé me hubieran salido tan baratas, a poco de pensarlo caí en la cuenta de que habría preferido ir a comprarlas en vivo y a todo color, a Plaza del Sol, por ejemplo, adonde hace casi dos años que no vamos —lo sé porque en la última ocasión nos sacamos una foto con el arbolote de Navidad, en 2002—, y donde en mi infancia se fraguó algo de mi comprensión de las cosas, además de querencias decisivas y tal vez una sensibilidad específica, como nos pasa a todos aunque no nos percatemos. Qué Buen Fin tan sin chiste, vaya. Para otra mejor nos lanzamos, aunque me asalte otra vez la presencia preocupona de Deniz.
J. I. Carranza
Mural, 17 de noviembre de 2024.