(Hace casi un año László Krasznahorkai estuvo en Guadalajara. Entonces publiqué este artículo).

¿Quién es el mejor escritor vivo? Es una pregunta que carece de respuesta y, al mismo tiempo, puede ser respondida lealmente e inequívocamente por cada lector. Una de las razones más importantes para que la FIL siga existiendo es que nos facilita, a muchos lectores, ver en carne y hueso a quien pensamos que merece ese título. Habrá casos en que ese encuentro jamás sucederá, por desgracia. Pero también pasa incontables veces, para fortuna de miles y miles. Y no importa si el autor es muy famoso o no, si tiene menos o más medallas que otros, si la crítica lo ensalza o lo encuentra objetable o si tiene o no las virtudes que le garanticen la inmortalidad: importan solamente la convicción y la emoción de quien, al leerlo, ha decidido y cree firmemente que nadie podría llegar más lejos.

      Ayer, movido por esa convicción y exaltado por esa emoción tan íntima, tan difícilmente comunicable, fui a oír a quien creo que es el mejor escritor vivo: el húngaro László Krasznahorkai, que visitó Guadalajara para brindar a sus lectores una lectura del discurso con que aceptó, en septiembre pasado, el Prix Formentor: el prestigioso galardón literario cuya tradición honrosísima inauguraron, en 1961, Jorge Luis Borges y Samuel Beckett. «Si me dieran el Nobel, usaría el Formentor como escudo», declaró a la prensa cuando se dio la noticia. Gracias al convenio entre la Cátedra Julio Cortázar de la Universidad de Guadalajara y la Fundación Formentor fue que el autor de Melancolía de la resistencia estuvo en la Biblioteca Iberoamericana Octavio Paz. 

      Y lo que leyó… ¿Cómo describirlo? Fue un relato, titulado «No olvida, pero quiere», informado por algunas de las preocupaciones centrales de su obra —la voluntad de materializar lo más decisivo e inalcanzable de la condición humana—, a partir de una poderosa evocación de su ciudad natal, Gyula, y de determinados personajes en los que se cifran los misterios y prodigios que constituyen la existencia: una condensación de la belleza más alta que pueden proponerse las palabras. Y, al final, una serie de agradecimientos asombrosos: a Thomas Pynchon, por ejemplo, «mi querido amigo, a quien debo profunda gratitud, pues consiguió que me gustara la pizza», pero también a «los escribas de la China imperial», «a las primeras treinta y una muchachitas de las que me enamoré perdidamente», o «a la lengua húngara, a Dios».

      Sigo sin dar crédito. Creo que nunca, en toda mi historia con la FIL, había experimentado tal conmoción —si no aplaudí más ruidosamente fue porque tenía que secarme las lágrimas—. La Biblioteca llena de lectores, Krasznahorkai sonriente y generoso, firmando los libros que le acercaron, y sobrevolando encima de todo el misterio y el encantamiento de lo que se oyó ahí. Ojalá que algo parecido les suceda a todos los lectores que, en la feria, vean y oigan a quien saben que es el mejor escritor vivo. Para esto sirve la FIL.

J. I. Carranza

Mural, 5 de diciembre de 2024.