¿Y de qué nos admiramos? Si desde hace mucho que sabemos que son unas fichitas. Pendencieros y alebrestados, machitos urgidos de demostrar con sus exabruptos y sus manotazos que nadie puede ganarles, que ellos se imponen y someten, que ellos valen más y sólo ellos importan. Vociferan e insultan, practican su pedestre sarcasmo apenas como anticipo de sus invectivas francas y sus eructos de resentimiento y odio. Nada les duele más que ser humillados, pero el problema es que todo parece resultarles humillante. La mera existencia del otro la encuentran afrentosa. Y por eso se quitan el saco y se arremangan y se aflojan la corbata y sacan el pecho y se organizan con sus secuaces para atacar y en los ojos les brilla la ilusión al verse en ocasión de desfogar su rabia. Se trenzan con furor casi erótico, apasionados e impacientes, salivando y jadeando. Aunque no lleguen a los golpes, y se limiten a gritonearse entre la curul y la tribuna, o cuando corean las consignas acordadas para sobajar al otro, o despliegan sus performances chafas —no se sabe si queriendo ser chistosos, provocadores, dramáticos, pero en todo caso son patéticos—, o se solazan en sus desplantes y majaderías, en sus risitas sarnosas y sus señas obscenas; aunque no lleguen a los golpes, decíamos, y sólo se reten y se escupan sus bravuconerías, en sus sueños están batiéndose como gladiadores en la arena de la Historia, compitiendo por ver quién tiene más razón y más derecho, más autoridad y mejor prestigio, más poder y por tanto más fulgor y más gloria. Pero son sueños, y los sueños sueños son: en realidad, si tiran patadas y dan empujones y levantan el dedito admonitorio y se lanzan sus escupitajos en forma de reproches y acusaciones y retos y nos vemos a la salida, y a mí no me hablas así, y cállate y déjame hablar, y te voy partir tu madre; si no les importa exhibirse como macacos en celo desatados y furiosos, es porque en realidad están cuidando su modus vivendi y las prebendas de que han ido haciéndose y los contubernios que han ido tramando y las fortunas que han ido amasando, y porque quieren a toda costa seguir disfrutando de la libertad que, a su vez, les permite disfrutar de todo eso que tienen y han conseguido, siempre y sólo para sí mismos. Sus broncas son por el territorio que según ellos les corresponde y que han ganado, y para no acabar encarcelados o prófugos o al menos hechos a un lado (deberíamos volver a la práctica del ostracismo). Se llenan las fauces con entelequias como Pueblo, Patria o Ley, pero sólo porque creen que así serán más inmunes y estarán más seguros en su fuero, para seguir medrando. 

      ¿De qué nos admiramos, pues? ¿No siempre hemos sabido quiénes eran, qué los mueve y de qué son capaces? Pandilleros rapaces, matones y cínicos, malformaciones y tumores y parásitos y callos y granos fétidos y heridas supuratorias en toda la economía corporal de la Nación. La palabra más fea del idioma español acaso sea pus: ellos son la pus de México. Porque estarán, sí, los criminales, y también todos los demás corruptos y todos los demás vividores y aprovechados y transas y abusivos y defraudadores y violentos y mentirosos y preverbales impostores y desvergonzados, pero si están es gracias a ellos: a que ellos, en los recintos desde donde habría de armonizarse nuestra existencia como sociedad, en lugar de trabajar en ello se la pasan ocupándose de estupideces y gritándose y dándose zapes (ni siquiera para eso son buenos: si ya van a agarrarse, por lo menos rómpanse bien el hocico). Gracias a ellos, que solapan y pactan y se cuidan entre ellos las espaldas y tapan y desvían y alzan la mano cuando es preciso ejecutar sus coreografías acríticas y rastreras y luego salen, untuosos y planchaditos, a declarar sus fábulas hechas con elocuentes naderías, y, mientras, siguen cobrando lindamente y dándose opimas vacaciones, hozando en abundantes banquetes, rodeados de achichincles de funciones indiscernibles pero sin duda bien pagadas, y distrayendo además para sí los recursos que sea posible, y asegurándose las mejores condiciones para seguir medrando en otros lados; gracias a ellos, vaya, es que las leyes en este país las cumple quien quiere, y, si no, no importa.

      ¿Entonces? ¿Se justifican nuestra sorpresa y nuestra consternación al presenciar su más reciente zacapela, su vulgaridad y su cobardía de esta semana, sus lamentaciones y sus supuestas indignaciones? Hay, creo, algo aún más grave que eso que vimos, y es el hecho de que llevemos años viéndolo, décadas, sin que nada nos haya resultado suficiente para pararlos en seco. Es, sí, la degradación de la política (¿quiénes han sido los últimos políticos mínimamente decentes en este país? ¿Heberto Castillo? ¿Carlos Castillo Peraza? ¿Jesús Reyes Heroles?). Pero también la de toda la sociedad, que cada tres y cada seis años sigue haciéndoles el juego y dándoles votos (o consintiendo que se los roben), que no clama por su defenestración y por su encarcelamiento, que acaso los vea como campeones de las más innobles causas, que son las causas de nuestra perdición sin remedio. Abyectos, soeces, viles, ridículos y malolientes, son todavía algo peor: sin escapatoria, y porque así lo hemos permitido, son nuestros representantes. Y cumplen con esa función de modo inobjetable y puntual. Nos los merecemos.

J. I. Carranza

Mural, 31 de agosto de 2025.