A quienes crecimos oyendo hablar de la deuda externa no nos habría extrañado que México, o al menos un pedazo, un día amaneciera convertido en parte de Estados Unidos. Fuente de todas las desgracias del país, impedimento irremediable para proponerse ningún desarrollo y mucho menos ninguna prosperidad, la deuda externa surtía a los políticos de pretextos, a la iniciativa privada de razones para la autoconmiseración eterna y a los líderes sindicales de justificaciones para no hacer nada por sus agremiados; como mito fundacional, en la maldición de la deuda se amalgamaban nuestra larga historia de desaciertos, la corrupción endémica de los gobiernos emanados de la Revolución (antes no: había quien afirmaba que con don Porfirio eran los otros países los que nos debían dinero) y una vaga noción de fatalidad o sencilla y vulgar mala suerte. Junto con el temor incesante a la amenaza nuclear, a las hambrunas que devastaban África, al avance del comunismo, a la derrota de los valores morales y a otras calamidades que llegaban a adquirir tintes apocalípticos en las ingenuas narrativas de la época, la prensa sensacionalista de los años setenta y ochenta sembraba nuestro futuro con puras malas noticias. Y la deuda externa siempre estaba ahí como fondo, y en sus sombras la sonriente figura del Tío Sam que se frotaba las manos para dejarse caer sobre nuestro México lindo y querido.

       Clandestino destino, una simpática película de Jaime Humberto Hermosillo de 1987, jugaba con esas paranoias: la acción se situaba en el año 2000 —¿qué tanto hace que esa fecha nos resultaba lejanísima?—, cuando por culpa de la deuda externa, justamente, México había tenido que ceder, una vez más, más de la mitad de su territorio a los malvados gringos. Para los tapatíos que vimos el estreno —luego se volvería uno de esos títulos inconseguibles, de los que hay tantos en el cine independiente: como si nunca hubieran existido—, lo más divertido era que en esa nueva geografía la frontera se había recorrido hasta quedar por los rumbos de Plaza Patria, concretamente en el fraccionamiento Jacarandas, donde está el obelisco. Cuando la película se filmó eran los tiempos del más intenso temor por la propagación del sida, así que la trama imagina también que se ha impuesto una represión sexual intolerable, de manera que hay un grupo que lucha al mismo tiempo por la recuperación del territorio nacional y por la libertad perdida.

       A veinticinco años del temible año 2000, y a casi cuarenta de la película de Hermosillo, de los rescoldos de aquel futuro ficticio bien pueden ir levantándose nuevas imaginaciones para nuestra figuración de lo que está por venir. Otras “narrativas”, como se estila decir ahora, han sustituido a la de la deuda externa para justificar nuestros atorones y nuestros desvíos: las dagas de los gobiernos del periodo neoliberal (que algo hay de eso, pero no es nomás eso), la guerra contra el narco, las truculencias de los grupos conservadores contra la llamada Cuarta Transformación —el conjunto de mitos, supersticiones, ilusiones y fiascos que domina el relato de nuestro presente—, etcétera. Pero lo que no ha cambiado es la sonrisa del Tío Sam, que siempre está refulgiendo por encima de todo. (Es curioso: cada que escribo “Tío Sam” se me presenta el dibujo de Rius: un gringo alto, flaco, dientón, pecoso, con su barbita de chivo y los ojos de loco, de chistera y frac, al mismo tiempo ridículo e intimidante). Y ahora ello ocurre por cortesía de Donald Trump, quien no ha tenido empacho en expresar su deseo de que México se vuelva parte de Estados Unidos.

       ¿Y no, de muchas formas, es lo que siempre hemos querido? Para regresar a aquellos mediados de los ochenta, el anhelo se concretaba en la proliferación de la fayuca y la fascinación que promovía; las antenas parabólicas nos mostraban la existencia de un universo más grande que lo que nos dejaba ver Jacobo, y en gran medida la contracultura en México luego del 68 cobró forma según los modelos del Otro Lado. Con la primera firma del Tratado de Libre Comercio, lo que causaba aquellos encandilamientos pasó a formar parte del paisaje cotidiano, y paulatinamente las ciudades mexicanas fueron asemejándose cada vez más a las gabachas. Hoy en día, la expansión de internet y el comercio global han completado esa asimilación, y aunque nos preciemos de preservar tradiciones y espacios libres de la influencia, basta dar con unos pasos para constatar que la transformación es casi total e irreversible. Si, de buenas a primeras, nos convertimos en el estado 52 (el 51 va a ser Canadá), ¿qué cambiaría?

Hay un cuento delirante de Francisco Hinojosa en el que dos astutos negociantes llegan un día con el Presidente de la República y le ofrecen una buena lana para que les venda el país. No parece mal negocio, y luego de consultarlo con su gabinete y con los otros poderes, el Presidente cierra la transacción. Ya luego los compradores se ven metidos en numerosos problemas, pero el chiste es que una medida así podrá ser todo lo que se quiera (reprobable, inadmisible, imperdonable, traición a la patria y demás), pero no es en absoluto inverosímil. Después de todo, ya lo hicimos una vez: Santa Anna, quién sabe, a lo mejor se vio tímido: si hubiera vendido el territorio completo a lo mejor otro gallo nos cantaría.

J. I. Carranza

Mural, 19 de enero de 2025.