La toma de posesión de Trump («inauguración», le dicen los gringos, como si estuvieran estrenando algo del todo novedoso, como si se mudaran a otro lado y recién fueran llegando y lo de antes dejara por completo de contar), con lo previsible que fue, dada la catadura conocida del personaje y los anticipos que sobradamente había dado, obsequió sin embargo numerosas ocasiones de asombro que conviene repasar. Y conviene, digo, porque en la aceleración incesante del acontecer noticioso tienden a disiparse pronto toda impresión de lo visto y todo evidente signo de lo que está por venir —o estamos más bien ya en ello, y no siempre nos percatamos justo por ir arrebatados en la dicha aceleración que nos confunde y pierde.

       Se ha señalado ya bastante, pero no deja de ser uno de los aspectos más relevantes de la ceremonia: la exhibición que de sí misma hizo la plutocracia, el grupúsculo de megamillonetas que Trump quiso tener al lado y que detentan buena parte de los medios con que trabajamos, nos comunicamos, pensamos y sentimos. Cuando era niño, oí más de una vez la leyenda de la fórmula de la Coca-Cola: ultrasecretísima, sólo la conocían tres individuos, cada uno de los cuales sabía sólo una parte, y jamás podían estar al mismo tiempo en el mismo lugar. Así que eso recordé al ver semejante reunión: en manos de ese montón de hombres sonrientes, más o menos patéticos si el adjetivo tuviera sentido tratándose de quienes poseen semejantes fortunas, están el presente y el futuro de lo que somos como civilización. ¿Y si se hubiera caído el techo en ese momento, o algo parecido, y se hubieran esfumado todos al mismo tiempo de esta tierra? Se ha observado, también, que acaso no todos habían acudido igual de gozosos que el nazi Musk, sino más bien obligados por la circunstancia histórica: impedidos irremediablemente para darle la espalda al nuevo poder y al nuevo orden —aquello de «inauguración», sí, va cobrando más sentido—. Pero, en todo caso, fueron incapaces de faltar.

       (Sobre el nazi Musk, ése sí encarnación de una forma de patetismo inédita, el imbécil más exitoso del mundo, o bien sencillamente un perverso: llama la atención la resistencia a creer lo que se vio y su mensaje, y es que ni fue un gesto involuntario, ni tenía intención inocente —enviar su corazoncito fétido a la multitud—, ni tampoco es que Musk sufra alguna condición ni haya estado demasiado contento, como niño que no sabe lo que hace. El Sieg Heil es inequívocamente eso, no se luce con una demostración así quien no busca ser reconocido como lo que es. Y con un nazi no cabe la posibilidad de malentendidos, razón por lo cual no se busca comprenderlos ni se discute con ellos. Lo que corresponde es, siempre, reventarles cuanto antes el hocico).

       El comedimiento, la camaradería incluso que mostraban los prominentes políticos sentados a espaldas de Trump, empezando por el deplorable Biden y pasando por el salaz Clinton, el mensito Bush, el desfachatado Obama y hasta la estreñida Harris, cada quien muy compuesto e incluso alegre (menos Harris, de seguro no podía con la carga de haber sido tan inepta para impedir aquello), aplaudiendo en algunos momentos y, en todo caso, avalando con su mera presencia lo que ocurría, podrá contar como una de las pruebas mejores de que la política es impensable sin el ejercicio esmerado de la hipocresía y la mendacidad. Ay, sí, presidente Trump, qué milagro que viene por aquí, ¿no gusta pasar a tomar una tacita de té? Que le vaya muy bien, ¿eh?, que todo le salga como usted quiere, y lo que se le ofrezca aquí estamos, venga un abrazo, cómo no, besitos, muá, muá.

       Porque el hecho es que cada uno de esos «opositores» pudo haber optado por no ir. Y aun más: si en verdad estuvieran del otro lado de la mentira y de la abyección, que con su indolencia y su conveniencia han dejado pasar sin obstáculos en realidad insalvables, todos los supuestos objetores de Trump y de sus esbirros no deberían haber estado ahí. Pero ahí estaban, risa y risa, tan tranquilos, como si nada debieran.

       Por eso fue tan importante lo que sucedió al otro día, cuando Trump fue a un servicio religioso en la Catedral Nacional y ahí la obispa Mariann Edgar Budde, en una altísima manifestación de valentía y decencia, no se calló ninguna de las admoniciones que tenía preparadas para el racista y homofóbico nuevo presidente, que por su parte no se ahorró torcer la boca desdeñosa. Al interceder en su sermón por las personas migrantes y por quienes integran la comunidad LBGTIQ+, la obispa sencillamente —y nada menos— dijo lo que se tiene que decir, pero que nadie más le ha dicho en su cara a Trump: no los políticos, desde luego, pero tampoco los periodistas, complacientes por lo general, ni ninguna otra figura que cuente. Sí, sobran los detractores, incluso muy famosos o visibles, que le mandan decir cosas todo el tiempo. Pero ¿en su cara? Sólo la ejemplarísima obispa Budde.

Cuando Henry David Thoreau fue encarcelado en 1846 debido a que se negó a pagar impuestos porque no quería financiar así la intervención de Estados Unidos en México ni sostener un régimen esclavista, un día fue a visitarlo a la prisión Ralph Waldo Emerson, ya uno de los forjadores más prominentes de la conciencia estadounidense. «¿Por qué estás aquí?», le preguntó. «¿Y tú por qué no estás?», le contestó Thoreau.

J. I. Carranza

Mural, 23 de enero de 2025.