Podría pensarse que el Ingeniero ya está viejo y se le han ido acabando las fuerzas. Lo cierto, sin embargo, es que nunca se ha distinguido precisamente por su audacia o su ímpetu innovador: más bien ha ido siempre a lo seguro, acomodándose a duras penas a los cambios o dejando que se convierta en chatarra lo que habría podido servir un poco más. Pareció, alguna vez, que tenía miras históricas: cuando invirtió en la rehabilitación de varias decenas de manzanas en el centro de la Ciudad de México, buscando salvar sus edificios de las ruinas (o hacerlos rentables, más bien)… Pero ahora muchos de esos edificios están convirtiéndose otra vez en ruinas, y las manzanas en cuestión se han ido volviendo bodegas del nuevo imperio mundial chino. El museo que construyó para gloria de su difunta esposa y la suya propia, si bien pone al alcance de los mortales tesoros considerables —hay que reconocérselo, que no haya guardado esos tesoros bajo llave o no se haya limitado a traficar con ellos—, sugiere que mucho de lo que caracteriza a la historia y la personalidad del personaje es el tener por tener.
Hace unos días, el Ingeniero se puso a echarle malo a los sesudos críticos del modo en que ha hecho su fortuna. Los tildó de imbéciles, los acusó de no saber lo que todo el mundo sabe: que esa fortuna empezó a agigantarse de modo vertiginoso gracias a una mezcla de astucia con suerte, pero también debido al favoritismo del Presidente, que le abrió al Ingeniero cancha para que se hiciera sin demasiadas complicaciones con buena parte de lo que al Estado le venía resultando un lastre. Todos lo vimos, habría que recordarle al Ingeniero. Pero qué caso tiene. No debe de ser sencillo tramitar en el ego el desplome del primer lugar al décimo sexto en la lista de los Más Ricos del Mundo, por más que al Ingeniero sigan abriéndole las puertas de Palacio cada que le da la gana, o siempre que cada Presidente de los últimos siete ha necesitado consultarle algo o arrimársele para transmitir una sensación de estabilidad y confianza. Disciplinado y poco dado a alebrestar con declaraciones salidas de tono o movimientos repentinos o desplantes, el Ingeniero ha sido en realidad sumamente complaciente con el estado de las cosas en el País, sin que parezca importarle un comino la descomposición incesante de dicho estado de las cosas. O será —claro, qué estoy diciendo, por qué iba a alarmarse— que ha sabido aprovecharse siempre de las circunstancias, en provecho de sus intereses, como hacen por lo general sus pares desde que el mundo es mundo y unos tienen más que otros. El caso, con todo, es que el Ingeniero siempre ha sido poco afecto a nada que no sea cumplir con lo que le toca: tener más que nadie en este país donde tantos tienen nada o menos que nada.
Traigo al Ingeniero en mente por lo que ha estado pasando con uno de sus Negocios, la cadena de Tiendas que son a la vez cafés y restaurantes y farmacias y bares y librerías y puestos de revistas y donde hay venta de televisores y cámaras y maletas y perfumes y relojes y chocolates y pan y juguetes y plumas y secadoras para el pelo y boinas y chales y pantimedias y ajedreces y chicles y navajas y bolsos y productos cosméticos y dermatológicos y lentes oscuros y condones y bolsas para regalo y tarjetas de felicitación y peluches y esculturas horrendas para poner en los escritorios de profesionistas de pésimo gusto y encendedores y cigarros y puros y etcétera. Tiendas que son maquetas o resúmenes del universo —no en balde decía Carlos Monsiváis que, llegado el Apocalipsis, él iría a meterse ahí—, y que además han formado parte, principalmente por su comportamiento como Cafés, de la cultura nacional desde hace más de un siglo, siendo sede de acontecimientos históricos —la célebre foto de los zapatistas que desayunan en la barra del primero de esos Cafés, el conocido como de Los Azulejos—, pero además abiertos a la ocurrencia de los millones de encuentros de toda naturaleza, desde los amorosos a los de negocios (si es que no son lo mismo), protagonizados por millones de mexicanos con la suerte de tener al menos unos pesos para pagarse una taza del desprestigiadísimo café que ahí sirven, y abiertos también a la mera posibilidad de que uno esté ahí, y lea o escriba o no haga nada, y entonces la vida meramente se produzca, como debe pasar en los más altos momentos de la civilización.
Bueno, pues el Ingeniero parece tener el propósito de dejar que estas Tiendas y Cafés se caigan, se vuelvan polvo, se extingan. Un recuento de X muestra cómo en los últimos pocos años han cerrado ya una docena tan sólo en la Ciudad de México. En Guadalajara, también en poco tiempo, vimos desaparecer los dos que había en Juárez y 16 de septiembre (uno donde antes estaba el Woolworth), el de Plaza Bonita, el de Plaza Pabellón, el de Américas. Y los que quedan son cada vez más una desgracia: con escaso personal, instalaciones lamentables, horarios recortados… Parece evidente que el Ingeniero no está dispuesto a destinarles un centavo para levantarlos tantito, para devolverles la dignidad, y que está dejando sencillamente que den de sí. Y es lamentable —algún día contaré in extenso mi historia con estos sitios; hoy casi sólo voy a comprar puros—. ¿El Ingeniero ya decidió dejar morir este Negocio? Lo más seguro es que sí.
J. I. Carranza
Mural, 16 de febrero de 2025.