Azucarado hasta la náusea y, al mismo tiempo, severo como prefecto neurótico, el Santa Claus interpretado por José Elías Moreno para la película del mismo nombre (René Cardona, 1959) es quizá una de las versiones más repelentes del rubicundo personaje, y sería fascinante si la película no fuera tan horrenda y chirriante. Sirviéndose de un instrumental muy extraño (aparatos de cartón y celofán y unos cuantos foquitos, un periscopio con un globo ocular y pestañas, una antena hecha con un colador y una oreja, ruiditos raros), desde el espacio exterior Santa espía a las niñas y los niños de la Tierra —de dónde más— para descifrar sus sueños, conocer sus deseos y comprobar que merezcan lo que piden. (Sí, desde el espacio, donde está su castillo llamado Juguetilandia, como la juguetería que había en Plaza del Sol). Pero también hace eso porque debe estar alerta, pues un demonio llamado Precio (¿?), gato del mismísimo Lucifer, quiere a la vez matarlo y lograr que los niños hagan el mal y el mundo se pierda. Es una trama muy enredosa, que involucra batallas metafísicas y dramas familiares, amén de un amplio despliegue de clichés sociales: los niños ricos son malvados por naturaleza, los pobres son buenos, etcétera. Además, hay una cantidad de disparates injustificables: por ejemplo, sale el mago Merlín y ayuda a Santa. Pero todo acaba bien.
Aunque el actor era muy bueno para la comedia de enredos —por ejemplo en Dos tipos de cuidado (Ismael Rodríguez, 1953), donde interpreta al general que es papá de Genoveva (Queta Lavat)—, aquí no deja de recordar al mismo tiempo a Pancho Villa y a Don Cipriano, el viejo profesor cegatón de Simitrio (Emilio Gómez Muriel, 1960), dos de sus personajes emblemáticos: alebrestado y regañón, aspaventoso y lastimero, engordado con almohadas y barbado con excesivo poliéster, Santa Claus es al fin un extorsionador sentimental y un profesor de moral antipático y castroso —este término, aún no registrado por el DLE, se usa sobre todo por adolescentes para referirse a profesores y, en general, figuras de autoridad que quieren imponer sus ideas de corrección y buena conducta al mundo; es como «castrante», pero más sangrón; aprende uno mucho de tener una hija adolescente, y yo agradezco en particular que me permita estar un poco al tanto de nuevos usos lingüísticos, de significados inéditos para palabras viejas y aun de palabras inexistentes hace unos años o meses, y cuyo sentido va resultando cada vez más abstruso conforme uno envejece: empieza uno a disolverse y a resultar irrelevante cuando deja de entender lo que se dice, así que gracias a que mi hija me explica algo de las cosas de otro modo inextricables que dicen sus amigas y ellas, yo espero que ese entendimiento me alcance tantito más.
Un amigo en mi secundaria, que era muy divertido pero también un verdadero salvaje, llegó una vez de vuelta de las vacaciones navideñas contando cómo le había atinado con un elote al Santa que iba aventando luces en el camión del Seven. Ya sé que fue una acción reprobable, y si yo viera ahora a un chamaco haciendo algo así me escandalizaría. Pero no hay manera de desactivar el eco de la risa que me causó el relato, y que cuarenta años después sigue intacta. Imaginémoslo: adornado con luces, el camión repartidor lleva en el techo un trineo con sus renos de alambre y fieltro, a lo mejor dos o tres duendecillas que bailan al ritmo de un villancico, y avanza lentamente por las calles de Santa Tere mientras Santa lanza dulces a un lado y otro a quienes lo ven desde las banquetas. Es de noche, hay mucho barullo, la música aturde y, de repente, entre el gentío, algún demonio (a lo mejor Precio) le inspira a mi amigo la idea y, a la vez, se adueña de su voluntad: el elote que se iba comiendo se convierte en un inmejorable proyectil y vuela ya directo al gorro rojo del pobre Santa. ¿Qué hacemos con la memoria de las travesuras y las vagancias de tiempos pasados? Ahora quiero imaginar que no hubo mayores consecuencias: Santa no rodó hasta el pavimento, no acabó descalabrado, a lo mejor mi amigo exageró el relato de su hazaña y ni siquiera le atinó. Estábamos, repito, en secundaria: ya no teníamos que portarnos bien para no ir a quedarnos sin regalo.
Yo descubrí el secreto un día (debió de ser el 22 o el 23 de diciembre) que entré al consultorio de mi papá y descubrí ahí, mal escondida, la caja de la Pista Salto Suicida que había pedido. Marca Lili-Ledy. Era una fabulosa autopista con un par de carritos de tracción que corrían a toda velocidad para librar una rampa interrumpida. En el asombro que experimenté se mezclaba la alegría de que mi deseo fuera a cumplirse y la perplejidad por saber la verdad. No creo haberme entristecido. Mi papá no se dio cuenta y me preocupaba decepcionarlos, a él y a mi mamá, por lo que en la mañana del 25 me comporté como era de esperarse, «encontrando» con la debida sorpresa lo que me había traído el Niño Dios —claro, a la Guadalajara de antaño no venía Santa, eso era de gringos, qué bueno que mi amigo iba a cobrar venganza patria a punta de elotazos—. No sé si al año siguiente volví a hacer cartita. Debo de haber tenido 29 años (no, no es cierto: como siete u ocho).
Que venga Santa y traiga todo lo que tiene que traer, pero que no sea el de José Elías Moreno. Escondamos los elotes. ¡Feliz Navidad!
J. I. Carranza
Mural, 22 de diciembre de 2024