En principio, y como por lo general ocurre con toda condensación del gusto popular (músicas, fiestas, rituales y cualesquiera otras manifestaciones de la querencia colectiva), los tamales del día de la Candelaria y el aparato que los rodea no tienen nada injustificable ni objetivamente objetable. Pasan por inatacables, incluso por deseables y buenos, como si, en su comparecencia anual en el cotidiano paisaje de lo consabido, en sus hojas vinieran envueltas inequívocas promesas de contento, de alegría, aun de felicidad y plenitud, y como si el alborozo desatado a la hora de comerlos fuera ocasión infalible de deleite, y además de infalible, sobrada y sorprendente.
Es cierto que no hay vida tolerable sin ilusión, y acaso por eso se aceptan —o ni siquiera se cuestionan— la inevitabilidad y la bondad de la tamaliza del próximo viernes, así como todas las de los años pasados y futuros en la vaporera inmensa de las generaciones. Esa ilusión puede tener diversos componentes (habrá, por ejemplo, quien pase la semana esperanzado por la pausa anunciada en el chat de la oficina: «¡Ya vénganse a los tamales!»), pero en todo caso empieza por la figuración de lo sabrosos que estarán los tamales esta vez. O por la mera asunción, más simple y modesta, de que estarán sabrosos. Y, si nos vamos algo más atrás, esas suposiciones se fundan en la creencia atávica de que los tamales son cosa rica y apetecible, con posibilidades de manjar o de vianda suma, celebratoria y celebrable, y de que a todo mundo tienen que gustarle y que muy mal estará —en el error, en el lado oscuro, en la indigencia moral y la turbiedad espiritual— quien los halle ya no digamos repulsivos o deplorables, intragables o bien indigestos u hogones (término muy preciso para decir lo que a uno le sucede cuando se retaca de masa), sino al menos dudosos y prescindibles. Se trata de una fe inmemorial, heredada desde tiempos de los muy antiguos, sobreviviente a las invasiones gastronómicas de conquistadores y masiosares, pero también a las negociaciones y entendimientos mutuos y amasiatos y audacias y meras imposiciones del destino que han dado forma a la cocina mexicana a lo largo de los siglos, y entonces aquella ilusión es en realidad acomodación sin resistencia al dogma: hay que comer tamales porque comer tamales es bueno, y ésa es la única verdad.
Mi insignificante y discreta herejía ante esta supuesta verdad parte del hecho de que la veo como un componente de esa superchería llamada «idiosincrasia», pero principalmente tiene su razón de ser en la decepción consuetudinaria y, por lo visto, ya irreparable. Acumulamos desengaños hasta que admitimos que ya siempre va a ser así. Voy a ponerlo de este modo: ¿alguien recuerda, lealmente y con precisión, cuántos tamales se comió el año pasado, de qué eran, de dónde eran, quién los trajo, cómo se pagaron, quién puso los platitos, si estaban acompañados por alguna salsita apreciable? ¿Si estaban buenos? ¿Y de qué era el atole? ¿O no llegó el atole, y hubo que empujárselos con café o con una coquita? Y, por cierto: ¿alguien recuerda si, en efecto, corrieron por cortesía de quienes se sacaron el mono en la rosca? (En cuyo caso, diría yo, no cabe hablar de cortesía, sino más bien del cumplimiento obligatorio de una deuda fantasiosa y por ello doblemente inclemente: si, por haberte sacado el mono, hoy debes cumplir pagando o al menos ofreciéndote a conseguir el masivo y masoso condumio, fue sólo porque el azar te soltó un revés y ésa es toda la causa de que adquirieras este compromiso absurdo, coaccionado por la ansiedad social, básicamente: que nadie vaya a acusarte de tacañería, de misantropía, de acedía o de mamonería. Las roscas, por cierto, casi nunca son todo lo ricas que nos obstinamos en creer).
Amén, pues, de lo poco memorables que resultan cada vez —salvo por las razones peores: todavía recuerdo con estremecimiento y rencor los que me hicieron daño hace siete años, qué pesadilla—, las exigencias de la reorganización temporal de la vida para que los tamales se logren son desproporcionadas respecto a lo presuntamente placentero de la experiencia. Quien se propone prepararlos ha de resignarse a unos trabajos forzados que no quiero imaginar: jamás he oído a nadie jactarse de lo facilísimo que fue hacerlos, y más bien siempre se repiten variaciones de la misma queja: «Ahí me tienes, horas y horas, bate y bate, rompiéndome el lomo, ¡y para que ni te gusten!». Y, por otro lado, quien opta por mejor comprarlos hechos, y no toma las previsiones necesarias con suficiente anticipación —encargarlos, hacer la cooperacha para dejarlos pagados, programar la recolección en el momento preciso, etcétera: quién tiene calma para todo eso—, sabe que el 2 de febrero se verá peregrinando en vano por las tamalerías de prestigio y tradición, luego por las menos conspicuas, finalmente por las clandestinas y abyectas, y así hasta conformarse con lo que encuentre, que muy probablemente será caro y malo y dañoso, y van a tapar mal el atole y va a terminar derramándose en el asiento del coche.
Encima: a quién se le ocurrió que debían existir tamales dulces, que había que ponerles pasitas, y que alguien podría preferirlos a los rojos o los verdes, que siempre son insuficientes, como los instantes de dicha en este malentendido fugaz que es la vida.
J. I. Carranza
Mural, 28 de enero de 2024.