¿Treinta años habrán pasado sin que volviera a ver el desfile inaugural de las Fiestas de Octubre? Más, seguramente. Tanto tiempo, en todo caso, para saber por qué importaba que fuera el Tío Carmelo la estrella insuperable cada vez… y para saber quién era el Tío Carmelo; luego, ese lugar lo ocupó Kippy Casado, y la ausencia de ésta no ha podido ser rellenada por ninguna otra figura que tenga tanto jale con la gente. Además de esas presencias, había acrobacias de los motociclistas de Tránsito (a la Pedro Infante), tablas gimnásticas, coches antiguos, mucha música…
¿O será que la memoria de la infancia siempre se figura más razones para la alegría que las que realmente había? Este año volvimos porque no hubo más remedio: la hijita vio el anuncio en la tele, supo que el desfile pasaría a una cuadra de la casa, toda negociación para hacerla desistir había fracasado antes de empezar. Y me quedó claro algo: la gente se alboroza y acaba feliz con cualquier cosa. Como seguramente le pasaba al público del que formé parte en aquellos tiempos. ¿Qué vimos? Una grúa gigante que pitaba horrendamente, varios carros iluminados, y bastante malhechos, con unos como monstruos y otros motivos misteriosos (uno no sabíamos si representaba a Santa Claus, a Dios Padre, a Sócrates o al Yeti), un contingente de «americanos» —como se les dice en tapatío a los gringos— vestidos de blanco y con sombreritos canotier, miles de niños y niñas disfrazados de cavernícolas, de fridaskahlos, de cosas galácticas que danzaban y ocasionalmente daban saltitos, una banda de tuba y trompetas ensordecedoras, dos conductores de anuncios de la televisión, un caballo (ajá: UN caballo, con su charro a cuestas), tres chamacos en bici, una banda de guerra, la reina de las Fiestas, y ningún mariachi… Había lagunas eternas entre un carro y otro, que los desfilantes aprovechaban para desacalambrarse y descansar: ¡los traían desde la 64, por todo Javier Mina-Juárez-Vallarta!, de manera que, ya por llegar a la Minerva, era dolorosísimo ver lo cansados que iban.
Total: muy deprimente todo. Salvo para toda la gente que estaba ahí, y que quedó encantadísima. La hijita, para no ir más lejos, se la pasó muy divertida.
J. I. Carranza
Mural, 11 de octubre de 2018